¿Trumpismo o imperialismo en declive?

Inmediatamente después de ganar las elecciones, el reelecto presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, lanzó varios globos sonda para tomarle la temperatura a la opinión pública con respecto a lo que a priori podrían entenderse como barbaridades: anexionarse Groenlandia, Canadá, retomar el canal de Panamá, tomar el control de la Franja de Gaza y, por último, dejar a Ucrania en la estacada exigiéndole una billonada en compensación –¿cerrando un frente para abrir otro?–. Estas ideas fueron interpretadas desde algunos púlpitos mediáticos como bravuconadas de un presidente excéntrico o fascista. El problema aquí es que las anexiones y la guerra no son el resultado de bravuconadas, no son delirios de estos o aquellos gobernantes; si así fuera, bastaría con someterlos a ellos y a sus asesores a terapia psicológica, para aplacar sus impulsos más pendencieros. Muy al contrario, hablamos de necesidades y exigencias de los imperialistas como clase, y no porque sean codiciosos, sino porque así funciona el capitalismo, a través de la competencia, la urgencia de beneficios, el sostener y ampliar los mercados, etc.

Para entender esta agresividad imperialista más allá de los perfiles psicológicos que tanto gustan en las tertulias televisivas, debemos poner negro sobre blanco algunos datos. El PIB de los Estados Unidos creció en 2024 un 2,7%, más rápido que cualquier otra potencia del G7, pero mucho más lento que su principal competencia, China. Es importante señalar que, durante todo el mandato Biden, China creció más rápido que EE.UU., y lo mismo podríamos decir del PIB per cápita. Por su parte, Estados Unidos tiene un déficit comercial de 900.000 millones de dólares y un balance de cuenta negativo con otros países. En el pasivo de los balances de cuentas de las grandes empresas financieras e industriales estadounidenses aparecen grandes obligaciones y deudas con el resto del mundo. En los años 2023 y 2024 se sorteó una recesión económica, la principal economía del mundo tuvo un «aterrizaje suave» tras la pandemia, pero no sin pasar por periodos de contracción de la actividad manufacturera y que el sistema bancario se viese sacudido en el primer cuatrimestre de 2023, con la quiebra del Silicon Valley Bank y otras instituciones financieras.

En la derrota de los demócratas sin duda tuvo gran relevancia el empobrecimiento generalizado de la clase obrera norteamericana. La inflación también golpeó con fuerza al país, con un aumento de los precios acumulado del 21% desde el año 2020. Además, aumentaron las tasas hipotecarias, se encarecieron los seguros de salud y de automóvil y el crédito que sostiene a las clases medias se contrajo con el aumento de los tipos de interés. La desigualdad aumentó durante la administración Biden; fueron buenos tiempos para la burguesía, malos tiempos para la clase obrera.

Con este panorama, Trump no sería tanto la causa o el impulsor de unas determinadas políticas, sino más bien la personalización de estas, como necesidad de los grandes monopolios, consorcios y multinacionales estadounidenses de dopar sus caballos en su carrera contra las potencias emergentes. El nacionalismo económico de Trump es, en resumen, proteccionismo aumentando el coste de las importaciones, reduciendo la demanda de bienes y servicios extranjeros y el grave déficit comercial estadounidense. A su vez, supone la exigencia de las empresas extranjeras de invertir y realizar su actividad en suelo estadounidense. A este programa económico se acopla el racismo y el ataque frontal a las organizaciones de clase y los movimientos sociales críticos. Esto no es nuevo ni señala el inicio de una nueva era; el intervencionismo estatal en tiempo de crisis o alta conflictividad internacional es tan viejo como lo es el capitalismo. El Estado es ese entramado institucional que, ante un mercado donde compiten agentes privados e independientes, «pone orden» para asegurar la recurrencia del propio mercado. Recordemos que las grandes crisis de la historia del capitalismo se resolvieron con la guerra, el autoritarismo y nuevos repartos del mundo. De la Gran Depresión se salió mediante la guerra y con un cierre autoritario y nacionalista de la gobernanza en las principales economías del mundo. La crisis de los años 70 se resolvió imponiéndoles a los países del Tercer Mundo, y en buena medida a la clase obrera de la cúspide imperialista, desregulaciones comerciales y flexibilización laboral: los famosos «ajustes estructurales» del llamado neoliberalismo.

Volviendo al presente, la administración Trump muy probablemente será en buena medida continuista con la política económica de Biden, donde el crecimiento económico depende absolutamente de las subvenciones y subsidios gubernamentales a la gran industria, así como también a las grandes empresas tecnológicas, avalando las cada vez mayores inversiones necesarias, respaldando a las instituciones financieras y fomentando así la oferta de un capital privado cada vez más comprometido con el «capitalista colectivo ideal», el Estado.

Ante la baja rentabilidad del capital industrial, principal motor de crecimiento económico, la salida que se le presenta a la estructura económica de la principal potencia es aumentar la productividad laboral. Puede que esto ayude a entender mejor la alianza representada por Trump y Musk, que es mucho más compleja que una simple alianza entre dos personajes extravagantes y con ideas derechistas. Las grandes tecnológicas, altamente subvencionadas y dependientes de grandes infraestructuras, son fundamentales para la modernización del tejido productivo y una competencia internacional espoleada por la robotización y la automatización. El Estado imperialista norteamericano asegura el control de materias primas, rutas de comercio y avala inversiones con el dólar como moneda dominante en el mercado. Esto es importante tenerlo claro, porque los problemas de la economía política del capitalismo no son solo «técnicos», como la baja rentabilidad o la incapacidad del mercado laboral para absorber a la población excedente. La lucha de clases se despliega internacionalmente por los carriles del imperialismo, con sus implicaciones militares, judiciales, culturales, etc.

Tenemos múltiples ejemplos. La llamada Transición Ecológica, o el desarrollo e implementación de las nuevas tecnologías, incardinan totalmente en las dinámicas del imperialismo. Las tecnologías necesarias para producir, procesar y almacenar energía necesitan inversiones, infraestructuras y la explotación masiva de todo tipo de recursos naturales, no siempre abundantes. La paradoja del Capitalismo Verde, o de la Revolución Industrial 4.0, es que su realización precisa darle una vuelta de tuerca más a la explotación de los recursos humanos y naturales de todos los pueblos del mundo, y con este problema de fondo se entienden estos conflictos territoriales que Trump ha puesto encima de la mesa. Claro que, no todos los consorcios ni monopolios imperialistas están dispuestos a cederle el mercado y sus recursos a la potencia estadounidense. El despliegue del imperialismo mediante la exportación de capitales favoreció la emergencia histórica de la clase burguesa en todo el mundo, la acumulación sacó a flote nuevas naciones a lo largo del siglo XX que, en un consiguiente recrudecimiento de la competencia internacional, hizo preciso un intervencionismo total de las alianzas e instituciones imperialistas dominadas por los Estados Unidos, como la OTAN o el FMI. Ahí encuadramos los golpes de Estado, las sanciones comerciales, los procesos judiciales, cuando no directamente las invasiones militares contra naciones de todos los continentes en las últimas décadas. Efectos similares puede tener en el futuro la transferencia tecnológica de China a países del Tercer Mundo o la orientación desarrollista de sus socios.

La emergencia de nuevas potencias, es decir, la reorganización de la pirámide imperialista, ha obstruido algunos canales por los que fluía la riqueza hacia los países que dominaban en la cúspide de la misma, Estados Unidos, la UE, Japón, etc. El auge de Rusia, China, la India y otras potencias regionales ha supuesto un mayor equilibrio estratégico entre eslabones de la cadena imperialista y una mayor interdependencia entre los países de todo el mundo. El botín cada vez está disputado por más saqueadores. Ante esa situación, los Estados Unidos parece que buscan acortar las cadenas de valor, hacer la circulación de sus capitales y recursos menos dependientes de sus competidores, abrir nuevas rutas comerciales frente a las rutas de la seda china y restaurar los flujos de acumulación.

Es un lugar común que no hay nada más peligroso que un imperio herido de muerte. Es evidente que el imperialismo, tal como se ha configurado hasta hoy, está entrando en una fase de alta volatilidad. Este proceso no solo se hará con aranceles, sino con la guerra y otras formas de intervención, recordándonos a diario que los árboles de la civilización capitalista crecen sobre estratos de trabajo de masas humanas no pagado, expolio medioambiental y violencia. Y que ningún obrero u obrera consciente dude de que a esa explotación se intentarán sumar todos los imperialistas del mundo, sea cual sea su «polo» y con independencia de su nacionalidad, religión, color de piel o partido político.

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