2025. Trump anuncia que tiene muchos planes, para prácticamente todo. Planes que, en su mayoría, llaman la atención por un histrionismo –cuidadosamente medido– con el que el actual presidente de Estados Unidos centra el foco no hacia el fondo de lo que propone, sino hacia donde a él y a sus representados les interesa. La compra de Groenlandia, las reclamaciones sobre el canal de Panamá y la anexión de Canadá suenan a los delirios de un megalómano, pero no se presta tanta atención a la idea que subyace detrás, que tiene mucho que ver con el control de recursos básicos para la producción capitalista como las materias primas, las fuentes de energía, las rutas de transporte o las cuotas de mercado, en una situación cada vez más preocupante para unos Estados Unidos que llevan décadas viendo asomar la cabeza del dragón chino.
Pero, de entre todos los planes, quizás el más escandaloso es el que defiende para la Franja de Gaza. Según su visión, Gaza puede convertirse en un territorio donde, sin necesidad de utilizar militares americanos, se puede relocalizar a los supervivientes de un genocidio recrudecido en el último año y medio y utilizar el territorio –cedido gentilmente por Israel– para convertirlo en un resort similar al de la Riviera Maya. Con ello, se escenifica una de las máximas del capitalismo, convertida en dogma en su fase actual imperialista: la de que los beneficios están por encima de las vidas.
No es la primera vez que señalamos que la región de Oriente Medio es un enclave estratégico en el comercio mundial y el control de elementos clave para la producción capitalista, principalmente la extracción de materias primas y la existencia de rutas de transporte de primer nivel. Tampoco es la primera vez que señalamos que las relaciones entre EE.UU. e Israel son estrechas precisamente porque comparten el interés en controlar la zona. El anuncio del plan de Trump se enmarca dentro de una estrategia más amplia que pretende precisamente reforzar su influencia en la zona, esta vez de manera directa, y es además un paso más en la política que ya emprendió en su mandato anterior cuando, a través del «acuerdo del siglo», propuso la creación de un Estado palestino desmembrado, sin fronteras claras ni soberanía real y con su capital fuera de Jerusalén este, que quedaría totalmente en manos del Estado de Israel.
La reacción del Gobierno de Benjamin Netanyahu ante esta propuesta, como no podía ser de otro modo, fue de total aceptación. El dirigente sionista, que ha encabezado las políticas más expansionistas y agresivas del Estado de Israel, lo ha calificado de «extraordinaria», en tanto que lo traduce en una forma de sacar a la población palestina de un territorio que ha ocupado y que considera que hay que reconstruir a su gusto. En este sentido, bien sea por alineación real de intereses o porque es una concesión necesaria para mantener el nivel de apoyo estadounidense, el régimen sionista no se va a posicionar en contra.
Un apoyo que le está viniendo bien. Este pasado 1 de marzo terminaba la primera fase del alto el fuego iniciado en enero y, tras todas las violaciones del mismo por parte de las autoridades israelíes, no se llegó a un acuerdo para la segunda etapa. Mientras corta la ayuda humanitaria para obligar a las fuerzas palestinas a aceptar unas condiciones mejores para los sionistas, el Gobierno israelí ha aceptado el plan de EE.UU. de alto el fuego para el periodo de Ramadán y Pascua. Con ello, retrasa la aplicación de la segunda fase a la espera de resultados positivos –para ellos– en las negociaciones futuras. A pesar de los cánticos de victoria entonados por distintas fuerzas progresistas y «antiimperialistas» patrias y de todo el mundo, que analizaban que se había doblado el brazo a Israel, queda demostrado que la solución real nunca ha sido la paz a través de un alto el fuego temporal que nació para ser frágil y que no puede satisfacer siquiera las reivindicaciones más inmediatas del propio pueblo palestino, máxime teniendo en cuenta cuento el tiempo y el sufrimiento palestino que se ha necesitado para alcanzarlo.
Porque la fragilidad de dicho acuerdo está relacionada con la propia fragilidad de los organismos internacionales, con la ONU a la cabeza. A pesar de las numerosas resoluciones en su contra, Israel sigue violando los derechos humanos del pueblo palestino sin enfrentar consecuencias. Esta parálisis de la ONU no es casual, sino que refleja más bien la impotencia de una institución que, lejos de ser un árbitro imparcial, está sometida a los cambios en el Derecho Internacional, que a su vez reflejan las relaciones de poder de las grandes potencias imperialistas. Las distintas administraciones estadounidenses no han dudado nunca en mantener su poder de veto en el Consejo de Seguridad para cualquier cuestión contra sus intereses, y en el caso de Palestina siempre lo han utilizado. Israel se encuentra así en un limbo de impunidad –a pesar de sentencias de tribunales internacionales que no se aplican nunca– que le permite continuar su política de terrorismo, ocupación y crímenes de guerra en Gaza, Cisjordania, Líbano y Siria.
Y sí, el Derecho Internacional se está convirtiendo en papel mojado. En una época turbulenta como la actual, además, el incumplimiento reiterado de resoluciones de la ONU nos enseña por qué no se puede fiar todo a la legislación internacional y a sus organismos. Palestina es uno de los casos más clamorosos de esta realidad, en la que se imponen los intereses de las potencias imperialistas sin ningún tipo de rendición de cuentas, y que nos muestra que las normas internacionales solo se aplican cuando convienen. La expansión de Israel en los territorios ocupados de Palestina, con el apoyo implícito de las grandes potencias, pone de manifiesto cómo el derecho internacional se convierte en un instrumento de opresión en lugar de un medio de justicia.
Pero no nos llevemos a engaño: que no confiemos en los organismos internacionales ni apostemos exclusivamente por las resoluciones del Derecho Internacional tampoco justifica dejar de reivindicarlas cuando garantizan derechos a los trabajadores y los pueblos. En el caso palestino, de hecho, supone renunciar de principio a la creación de un Estado Palestino unificado e independiente con las fronteras anteriores a junio de 1967 y capital en Jerusalén este. Curiosamente, en esta renuncia encontramos a dos bandos irreconciliables: quienes han renunciado al derecho de autodeterminación para el pueblo palestino y tácitamente defienden la ocupación israelí y quienes, a golpe de consignario, posponen la autodeterminación hasta la victoria total frente a una potencia atómica cada vez mejor armada, con mejores relaciones vecinales y con una impunidad casi total.
Y precisamente de eso se trata: de garantizar la descolonización efectiva que, a día de hoy, siguen sufriendo los palestinos. Primero, para que los propios palestinos puedan labrarse un futuro propio, libre de imperialistas y de las ideologías reaccionarias que llevan décadas alimentándose de su sufrimiento. Segundo, para que no venga el «agente naranja», o cualquier inquilino del Despacho Oval, a proponer qué hacer con territorios que no le pertenecen. Ninguna Riviera de Gaza podrá limpiar el baño de sangre sobre el que se pretende construir.