El Mediterráneo se ha convertido en una fosa común donde miles de personas migrantes han perdido la vida intentando escapar de las consecuencias más brutales del imperialismo: guerras, saqueos y miseria. Aquellos que logran atravesar estas aguas y alcanzar Europa se enfrentan a un sistema hostil que los condena a una existencia de precariedad, persecuciones y racismo. Mahmoud Bakhum, un trabajador senegalés, es una de las víctimas más recientes de esta maquinaria de exclusión y opresión.
Bakhum falleció en Sevilla mientras huía de una persecución policial. El hombre de 43 años se ganaba la vida como mantero. Desesperado, huyendo de agentes de la Policía Local sevillana, se precipitó al Guadalquivir, cerca de Los Remedios, y no volvió a salir a la superficie. La Unidad de Rescate Acuático del servicio de Salvamento y Extinción de Incendios sacó el cuerpo sin vida del agua.
Según la versión oficial, difundida ampliamente por los principales medios de comunicación, se trató de un suicidio. Los informes policiales afirman que simplemente se tiró al río Guadalquivir, sin ahondar en las causas. Esa versión la han cuestionado categóricamente sus compañeros y las organizaciones pro derechos humanos, alegando que Mahmoud estaba trabajando y que no tenía motivos para suicidarse.
Tras diversas concentraciones de rechazo a la versión institucional sobre lo sucedido, se exige una investigación independiente. Denuncian la persecución contra personas que tratan de ganarse la vida y la brutalidad policial. Las protestas, lejos de recibir apoyo, han sido criminalizadas por las instituciones. Un detenido en la primera concentración, compañero y amigo de Bakhum, explicaba que el pasado mes de agosto recibió una paliza por parte de la policía tras una persecución de este tipo.
El caso de Bakhum no es un hecho aislado, sino parte de una estrategia de acoso constante hacia quienes llegan a Europa buscando una vida digna. A diario, en calles y barrios de todo el país y de Europa, la policía lleva a cabo redadas contra personas racializadas, utilizando perfiles raciales como criterio para detener e interrogar. En Italia, por ejemplo, las redadas en campos de trabajadores migrantes han generado denuncias internacionales, mientras que en Francia se reportan controles sistemáticos en estaciones de tren, dirigidos casi exclusivamente a personas negras y árabes.
En el caso español, las cifras son igual de alarmantes. Según Amnistía Internacional, más del 80 % de los controles policiales en grandes ciudades como Madrid y Barcelona se realizan sobre personas migrantes, a menudo bajo acusaciones infundadas. A esta práctica se suma una campaña mediática y política que perpetúa estigmas y prejuicios, culpando a los migrantes de «problemas de seguridad» o «gastos excesivos» en servicios públicos. Sirva de ejemplo el infame cartel colocado por Vox en el metro de Madrid durante las elecciones autonómicas de 2021. Dirigido contra los MENAs, comparaba el gasto público en recursos para menores migrantes con el dinero destinado a las pensiones. Lejos de retirarse por incitar al odio, fue avalado por la Audiencia Provincial de Madrid.
Otra cara de la gran cantidad de penurias que enfrenta la clase obrera de otros países es la situación dramática que viven los menores migrantes sin referentes familiares, quienes representan una de las caras más vulnerables del sistema. Como señalábamos el pasado mes en otro artículo publicado en Nuevo Rumbo, estos niños y adolescentes llegan tras huir de realidades devastadoras, pero al pisar suelo europeo se encuentran con un sistema de acogida colapsado y falto de recursos.
En el citado artículo se describe el caso de Canarias. Dicha comunidad autónoma acoge actualmente a casi 6.000 menores en condiciones de hacinamiento y sin acceso adecuado a educación ni atención psicológica. Las tensiones políticas entre administraciones agravan esta situación, utilizando a los menores como piezas en un juego de intereses partidistas. Mientras tanto, los discursos de la extrema derecha, reforzados por partidos como Vox, fomentan un clima de odio y rechazo, señalando a los menores migrantes como una amenaza para la estabilidad social.
El Gobierno central delega en las autonomías la gestión de estos menores de edad, repartiéndolos como cromos. La acogida variará en función de la cartera de servicios sociales de cada comunidad, de la voluntad política y de las partidas económicas destinadas a la acogida y la tutela. Un hito que condicionará fuertemente los próximos años de estos jóvenes y adolescentes. Es necesario señalar la importancia de este proceso y de los recursos que se destinen para garantizar el cumplimiento de los derechos humanos para estos menores de edad.
El origen de esta crisis migratoria no puede entenderse sin analizar las dinámicas del sistema imperialista. Durante décadas, las potencias capitalistas han saqueado los recursos naturales de África, promoviendo guerras civiles y desestabilizando regiones enteras. Este expolio genera olas migratorias que no solo abarrotan las costas europeas, sino que también alimentan el ciclo de explotación y precariedad en los países de destino. Cabe hacer un ejercicio de introspección y plantearse qué haríamos cada uno de nosotros y nosotras en esas circunstancias de miseria.
Los migrantes que sobreviven al Mediterráneo se enfrentan a barreras insalvables al llegar. La falta de documentación, el rechazo social y las leyes restrictivas de extranjería los condenan a trabajos informales y mal remunerados, como le ocurrió a Bakhum. Muchos son obligados a integrarse en economías sumergidas, como la venta ambulante, y son automáticamente perseguidos y reprimidos por ejercer su derecho a la supervivencia.
La narrativa mediática y política que acompaña a la tragedia no es casual. Forma parte de una estrategia deliberada para dividir a la clase trabajadora, enfrentándola entre sí. Mientras se culpa a los migrantes de «quitar empleo» o «abusar del sistema», se ocultan las verdaderas causas de la crisis económica y social y, por encima de ello, se impide la unidad de clase y el señalamiento de la burguesía, única responsable de la miseria social.
Este señalamiento también se manifiesta en la criminalización de la solidaridad. Movimientos y asociaciones que luchan por los derechos de las personas migrantes son a menudo objeto de vigilancia y represión, bajo pretextos de «seguridad nacional» o «mantenimiento del orden público».
La desatención de las personas migrantes en función de su origen no es casual. Es un recurso de dominación de clase permanente que permite mantener y promocionar la división de la clase obrera avivando estigmas y mitos, alimentar la economía sumergida, remunerar a la baja los salarios de determinados puestos de trabajo y como elemento de negociación imperialista.
Es especialmente evidente la intencionalidad imperialista de la gestión de la migración si recordamos el caso de la guerra en Ucrania. Recordemos cómo los países miembros de la OTAN y la Unión Europea, en un alarde de compromiso con Ucrania, en contra de Rusia, gestionaron desde las instituciones la acogida de «refugiados», facilitándoles la inclusión residencial y laboral en España. Con ellos nadie puso el grito en el cielo y no se escucharon discursos para expulsarlos.
El caso de Mahmoud Bakhum no debe caer en el olvido. Su muerte es un recordatorio del racismo estructural que impregna nuestras sociedades y de la urgencia de luchar contra él. La clase trabajadora, migrante o no, comparte un enemigo común: el capitalismo. La organización de la clase es esencial para transformar estas condiciones. Para que nadie más tenga que morir como Bakhum, huyendo de una persecución que nunca debió ocurrir.