El próximo 20 de noviembre se cumplirá medio siglo desde que Arias Navarro, por entonces presidente del Gobierno, pronunciara aquel esperado «Españoles, Franco ha muerto». Esta fecha simbólica se ha convertido en un nuevo motivo para la confrontación y la división política en el ámbito del parlamentarismo burgués.
La socialdemocracia gobernante, con algunos matices entre la posición del PSOE y Sumar, ha optado por organizar una curiosa campaña estatal conmemorando la muerte del dictador bajo el título «España: 50 años de libertad», cuya presentación tuvo lugar en el Museo Reina Sofía el pasado 8 de enero.
La derecha parlamentaria, también con algunos matices entre la posición del PP y la de Vox, ha optado directamente por el boicot a la campaña estatal impulsada por la socialdemocracia, prosiguiendo con la negativa a condenar el golpe de estado del 18 de julio de 1936. A su vez, acusa al Gobierno de emplear el «guerracivilismo» para encubrir los problemas del Gobierno de Pedro Sánchez.
Tanto unos como otros, en representación de sectores concretos de la clase dominante, tratan de legitimar su postura ante la opinión pública movilizando a sus reservas. Por parte de la socialdemocracia, además de a los medios afines, se moviliza a los intelectuales de viejo y de nuevo cuño que sostienen la tramposa narrativa democrático-burguesa sobre la Transición, tratando de atraer también a un sector de la aristocracia obrera a través de la intervención de las cúpulas sindicales. Por parte de la derecha, además de a los medios afines, se movilizan también sus intelectuales, promoviendo un panfleto titulado Contra Franco. La Constitución es la única celebración posible, con la firma de periodistas, políticos, artistas… entre los que figuran desde Nicolás Redondo hasta Esperanza Aguirre.
Felipe VI y la institución a la que representa se colocan en una posición intermedia. Por un lado, alegando problemas de agenda, la monarquía no participó en el acto de presentación de la campaña estatal. Con ello, manifiestan explícitamente su descuerdo con conmemorar la muerte del criminal que les devolvió el trono. Pero, al mismo tiempo, confirman que participarán en dos actos: el acto para ensalzar el papel de la monarquía en la Transición y, de manera vergonzosa, el acto que tendrá lugar en los campos de concentración de Auschwitz y Mauthausen.
Todas las posiciones en juego se enmarcan en una profunda lucha político-ideológica que parte de una misma posición: el revisionismo histórico, en uno u otro sentido. De un lado, los negacionistas del genocidio perpetrado por el franquismo. Del otro, los mistificadores de la Santísima Transición.
Evidentemente, el 20 de noviembre de 1975 no terminó la dictadura y tampoco la criminal violencia ejercida contra la clase obrera y contra los sectores populares. Efectivamente, la muerte de quien dirigió la perpetración de todo tipo de crímenes de Estado fue celebrada por amplios sectores sociales. Pero, intelectualmente, resulta insostenible defender que ese día terminó la dictadura y, muchísimo menos aún, la violencia estatal y paraestatal.
La posición defendida por la socialdemocracia es continuadora de la traición que supuso la Ley de Amnistía de 1977, que perseguía en esencia que los crímenes fascistas quedaran impunes, y las equidistantes leyes de memoria democrática, aunque en su discurso político sitúen en el centro la conquista de la democracia burguesa, como forma concreta de ejercicio de la dictadura capitalista que convenía en aquel momento a la burguesía, y lo utilicen para presentarse ante el pueblo como dique de contención de la derecha y de la extrema derecha actual.
A su vez, la posición del sector de la burguesía representado esencialmente por PP y Vox, con sus matices, tiene su base en esa otra España que no celebró la muerte del dictador. La España con el típico olor a cerrado de cuartel, oficina y sacristía que participaba del gigantesco aparato burocrático que sostuvo durante casi cuatro décadas la dominación franquista, que veían, como en una verdadera conspiración judeo-masónica, que sus viejos aliados durante 40 años de expolio al pueblo trabajador y orgía de sangre abrazaban ahora en la «modernidad europea» a los enemigos del ayer.
En el medio siglo transcurrido desde aquel lejano 20 de noviembre hemos visto correr mucha agua bajo los puentes. A pesar del enorme retroceso del movimiento obrero revolucionario, con la implicación activa de unos y otros, no han logrado romper con el hilo rojo que recorre la historia. El fin de la dictadura no tuvo que ver esencialmente con la muerte de un criminal, sino con los cambios que venían produciéndose en la base económica, que demandaba urgentes cambios en la superestructura estatal y jurídica, y con las grietas abiertas en el búnker franquista por la lucha de clases.
Lo verdaderamente esencial es entender que ninguno de esos dos factores ha desaparecido. El capitalismo actual ha entrado en una peligrosa dinámica que exige preparar las condiciones internas para participar en una nueva guerra imperialista que ya ha comenzado, lo que exige disciplinar a la clase obrera «por las buenas o por las malas». Por las buenas, tratan de promover el negacionismo, el revisionismo histórico sobre lo que representó el fascismo y toda forma efectiva de división de los trabajadores. Por las malas, se afilan los mecanismos represivos estatales y paraestatales, con la presentación en sociedad de un nuevo tipo de escuadrismo.
En este debate, como en todos, es esencial que los sectores que representan la continuidad de la lucha revolucionaria de la clase obrera mantengan la independencia ideológica, política y organizativa.
Ideológica, porque es necesario explicarles a las nuevas generaciones de trabajadores y trabajadoras y a sus hijos lo que representó el franquismo y lo que supuso realmente la Transición, al mismo tiempo que se eleva la conciencia sobre los peligros que nos amenazan en la actualidad.
Política, porque la clase obrera y los sectores sociales a ella asociados, que comprueban a diario en sus carnes la bancarrota del programa socialdemócrata, necesitan un programa político acorde a sus intereses que aleje de los centros de trabajo y estudio tanto la influencia socialdemócrata como a los nuevos camisas pardas, preséntense bajo las siglas que se presenten.
Y organizativa, porque la elección del «mal menor», presentada como dique de contención frente al fascismo, ni se demostró históricamente útil ni permite conducir la lucha antifascista hasta sus últimas consecuencias: terminar con el sistema socioeconómico en el que se incuba el huevo de la serpiente fascista. Aquello a lo que, en los días previos a la guerra nacional-revolucionaria, se refería Pepe Díaz como «terminar con la base material de la reacción».