La realidad está en tela de juicio.
Así de filosófico es el asunto sobre el derecho a la información en el mundo actual. Bulos, noticias falsas, calumnias, tergiversación, falsificación histórica y un larguísimo etcétera con todo tipo de mentiras constituyen el panorama rutinario de la política burguesa actual. La mentira como arma política ha alcanzado tal grado de desarrollo e importancia en la contienda política burguesa que se podría considerar que la realidad es lo de menos, que la realidad no es nada, casi que no existe o que es irrelevante si existe o no.
Para hacer un análisis marxista sobre cómo se recibe hoy información sobre los hechos del mundo, pareciera oportuno recordar aquellas celebérrimas frases de Lenin en el Primer Congreso de la Internacional Comunista, en su informe sobre la democracia burguesa y la dictadura del proletariado, que dicen: «La «libertad de imprenta» es asimismo una de las principales consignas de la «democracia pura». Los obreros saben también, y los socialistas de todos los países lo han reconocido millones de veces, que esa libertad será un engaño mientras las mejores imprentas y grandísimas reservas de papel se hallen en manos de los capitalistas y mientras exista el poder del capital sobre la prensa, poder que se manifiesta en todo el mundo con tanta mayor claridad, nitidez y cinismo cuanto más desarrollados se hallan la democracia y el régimen republicano, como ocurre, por ejemplo, en Norteamérica».
Sin embargo, ese cinismo, esa burla del término «libertad» de la que hablaba Lenin, han ido tan lejos en este siglo XXI que quizás habría que recurrir al Lenin de Materialismo y empirocriticismo, y confrontar no sólo desde la perspectiva más puramente económica y política, sino desde las más elementales concepciones materialistas para explicar el fenómeno de la verdad y la mentira como armas en el enfrentamiento de clases. Y es que tanto se han cuestionado los hechos, que ya nunca aparecen, que lo único que aparece es el relato (tergiversado, como poco) de ellos, la funcionalidad y la calidad de su falsificación.
En el escenario de la mentira, todos quieren hacerse pasar por los héroes de la verdad. Unos lo consiguen más o mejor que otros, cada cual obtiene sus frutos temporales o de larga caducidad, pero al cabo la farsa continúa sin intención de echar el telón. Esta es la situación actual.
El hombre más rico del mundo se compra una de las plataformas de desinformación, propagación de bulos, generación de contenidos falsos y promotora de discursos de odio más poderosas –muy probablemente la más potente– del planeta. A un mismo tiempo, el hombre más rico del mundo pasa a formar parte directa del Gobierno del país más rico del mundo. En la toma de posesión del presidente de ese Gobierno, junto con el hombre más rico del mundo se encuentran dando su apoyo –su dinero– los dueños de las empresas tecnológicas más importantes del planeta. La escena es una de las representaciones más gráficas de la concentración de capital y del poder de los monopolios de la comunicación en el mundo actual.
Pero no nos quedemos con la parte fácil de entender del asunto. Aparentemente, frente a la imagen del Capitolio con los dueños de la antigua Twitter, de Meta, de Google y de Amazon, todos juntos, están quienes levantan una idílica bandera en defensa de la «libertad de prensa» y del derecho a una información veraz. Las prácticas de las grandes tecnológicas para sesgar la información, hacer pasar por ciertos contenidos falsos y manipular en general a la opinión pública para todo tipo de fines, desde comerciales a políticos, está fuera de toda duda. Sin embargo, quienes, desde dentro de los ámbitos de poder, coyunturalmente se ven afectados por las prácticas de estas multinacionales no son sino parte del problema. Los conocidos como medios tradicionales de información de masas –muchos de ellos ya parte de las grandes tecnológicas, por ejemplo The Washington Post, controlado por Jeff Bezos, dueño de Amazon– se constituyen igualmente bajo el poder de los monopolios de la comunicación, holdings formados por una amplísima y diversa red de empresas audiovisuales, radiofónicas, de prensa escrita, editoriales, etc. que han sido y son el brazo armado periodístico y cultural del poder de la burguesía.
En España –como en todas las potencias capitalistas–, la cuestión del dominio de la opinión pública ha adoptado la categoría de debate de Estado. Las fuerzas parlamentarias, todas, esgrimen su relato como el verdadero, dedican verdaderos esfuerzos de tiempo y dinero para hacerlo creer, y para convertirse en los máximos defensores de la verdad y del derecho a una información veraz.
Que la ultraderecha utiliza la mentira como arma política no es nada nuevo. Innumerables ejemplos históricos se podrían ofrecer: el incendio del Reichstag falsamente atribuido a los comunistas alemanes, que propició el ascenso de los nazis al poder; las noticias sobre la autoría del bombardeo de Guernica, atribuido por los periódicos franquistas a la aviación republicana; o la atribución de la autoría de los atentados del 11M a ETA. Podríamos poner infinitos ejemplos. En la actualidad, no obstante, quizás la mayor novedad que caracteriza la práctica de la mentira sistemática es que no concentra sus esfuerzos única o especialmente en falsear los grandes sucesos o hechos políticos, sino que se aplica en un bombardeo constante, diario, que abarca desde los grandes debates políticos a las cuestiones más mundanas del escenario político burgués.
Hasta aquí, el panorama, sin duda, es para echarse a temblar, porque esa desinformación absoluta triunfa. Pero puede ser peor, y, lamentablemente, las más de las veces lo es. Frente a la enmienda total a la realidad por parte de la ultraderecha, uno de los riesgos mayores es el de dar simplemente por válida, por cierto, el discurso de la contraparte –por el mero hecho de serlo–.
Ante la agresiva campaña de desinformación de la derecha y la extrema derecha en España durante los últimos años, la socialdemocracia –representada en los últimos Gobiernos de coalición– se presenta como adalid de la «libertad de prensa». Pero el hecho es sonrojante a nada que se atienda a la realidad y a las prácticas comunicativas del Gobierno, por no decir ya si nos refiriéramos a la historia particular del PSOE en el último medio siglo –y no queremos ir más atrás, pero podríamos–.
El trilerismo comunicativo de los últimos Gobiernos de coalición socialdemócrata en España ha sido digno de estudio: la distancia entre el sentido de tantos comunicados oficiales y la realidad de su legislación diríamos que expresa una patología si fuera obra de una persona, pero como es obra de un Gobierno, sólo podemos decir que es una muy consciente práctica de comunicación política burguesa, la del titular tendencioso, el comunicado de léxico ambiguo, la calculada confusión entre el supuesto propósito y el resultado real, la práctica, en definitiva, de la simple y llana mentira.
En fin, preguntémonos seriamente: ¿el PSOE, garante de la verdad?
El que –junto con Unidas Podemos– había «prohibido los despidos en España», los que derogarían la Ley Mordaza, o la reforma laboral… o nos vamos más atrás: el que sigue teniendo un señor X –aún incognoscible incluso para los adalides de la veracidad de información– como responsable de terrorismo de Estado, o el que –de entrada– no entraría en la OTAN, o el cómplice necesario para ocultar las correrías del emérito… En definitiva, aquel que habla con lengua de serpiente.
En conclusión, en este escenario todos mienten y lo que está en disputa son los tiempos y los púlpitos, la dirección de la escena. Hay que acabar con ese escenario, hacerlo saltar por los aires. Y hacerlo desde una poderosa e independiente posición de clase. Se trata, ni más ni menos, que de devolverle el acceso a la verdad a los trabajadores de todo el mundo. En el primer número de L´Ordine Nuovo, Gramsci imprimió aquella famosa máxima leninista: Decir la verdad es revolucionario. Pues eso.