Crisis climática, urbanismo capitalista y cómo la DANA apuntó al corazón del consenso capitalista

Se sabía que podía pasar, pero los capitalistas y sus gestores decidieron jugar a la ruleta rusa del capitalismo, es decir, arriesgar lo que fuera necesario para salvar lo único importante: sus beneficios. Más de doscientas vidas –doscientas veintiocho, por hacer justa referencia a todas las muertes que habrían podido evitarse– para algunos sólo han sido «demasiadas» en tanto que la situación derivada ha puesto en riesgo el consenso capitalista.

De la catástrofe de la DANA, de su gestión, podrían escribirse líneas y líneas, pues condensa y evidencia el equilibrio catastrófico de fuerzas en la sociedad española; rezuma a raudales lucha de clases. Las muertes y desapariciones ocurrieron porque aquellos que detentan el poder de organizar nuestro espacio y nuestro tiempo no quisieron salvar las vidas, y enviaron a la clase obrera en Valencia a sus puestos de trabajo en pleno temporal. La rabia condensada estalló (y fue duramente reprimida), pues además de la tardía e ineficiente comparecencia de los equipos del Estado, unos y otros gestores del capital protagonizaron un bochornoso juego de la pelota con la responsabilidad política mientras en las zonas afectadas era la solidaridad popular la que despejaba las calles de barro. Hubo, claro, quien trató de sacar tajada de la crisis y del descrédito institucional alentando discursos de odio, xenófobos y racistas. Y hubo quien lo promovió, por coincidir tácticamente esa exaltación reaccionaria con su aritmética parlamentaria.

Pero fue el pueblo trabajador quien puso los doscientos veintiocho muertos porque la producción no se quiso parar.

Ningún fenómeno es, en un sentido filosófico, exterior a la lucha de clases, en tanto la sociedad existe en interacción necesaria con el medio natural que se habita. Por eso la DANA no es sólo la catástrofe: es la crisis climática que se expresa, entre otras cosas, en episodios más violentos y extremos de lluvias torrenciales. Episodios que en nuestro país, por pura geografía, afectan especialmente a la zona del levante y sureste peninsular, donde son más abundantes las ramblas y los torrentes. Paradójicamente, del más de millón y medio de casas construidas en zonas de riesgo en nuestro país, la mayoría de ellas se encuentran ubicadas en esta misma franja del litoral mediterráneo. Lo cual, a priori, para una persona lega en ingeniería o geología resulta por lo menos antiintuitivo.

Parece una broma de mal gusto estar hablando hoy del absurdo que es para el sentido común echar hormigón sobre terrenos que naturalmente sirven a la absorción y drenaje del agua. Pero así ocurre: la realidad es que gran parte de las viviendas afectadas por la DANA en Valencia se encuentran construidas en zonas inundables, un tercio de ellas durante los años dorados de la burbuja inmobiliaria. La zona cero de la catástrofe se ubica en la comarca de l’Horta Sud, el cinturón sur del área metropolitana de la ciudad. Esta zona recibe las precipitaciones del interior que desembocan en la Albufera y el mar a través del nuevo cauce del Turia. Pese a su pasado de uso agrícola, l’Horta Sud es hoy un enclave industrial y residencial en la morfología urbana de la provincia de Valencia. El cauce del río se convierte así en la frontera natural que separa el centro y la periferia, el norte y el sur, en la expresión geográfica de la división del trabajo y la fractura de clase.

La brutal acumulación de agua que supuso la DANA propició que en cuestión de horas aumentara el caudal de las ramblas que habitualmente están secas. El pueblo trabajador fue quien puso los muertos, sus viviendas, pertenencias, vehículos y recuerdos.

La pregunta que coherentemente cualquiera de nosotros se hace es: ¿por qué? Por la misma razón por la que se decidió no parar la producción aquel día. La geografía capitalista, el estado concreto de la contradicción entre la ciudad y el campo, se dibuja en función de la división social del trabajo y el desarrollo de las fuerzas productivas. Las transformaciones urbanas son expresión del desarrollo histórico y sus contradicciones. En las ciudades (que hoy aglutinan a más del 80 % de la población en nuestro país) se ubican los grandes centros productivos, comerciales y ejes de transporte en torno a los cuales se organizan las zonas residenciales, necesarias para la reproducción de la fuerza de trabajo.

El desarrollo de estas ciudades expresa una correlación de fuerzas contradictoria. Si en el siglo XIX el problema de la vivienda era el hacinamiento y la insalubridad, hoy, con contenido similar, actualiza sus formas y manifestaciones al desarrollo histórico y a la correlación entre las clases y las facciones de clase. El mapa urbano ha crecido de forma monstruosa correlativamente al proceso de concentración monopolista, a la fusión y el entrelazamiento del capital financiero con la propiedad del suelo. La construcción y la especulación urbanística son negocios altamente rentables para los capitalistas y grandes tenedores. El reverso del boom de la construcción es el problema habitacional que hoy impide que crecientes sectores de nuestra clase, particularmente la juventud trabajadora, pueda tener acceso a una vivienda.

En lo que a la relación de la morfología urbana con el entorno respecta, el problema redunda en que, de nuevo, la necesidad de la ganancia capitalista, su carácter objetivamente depredador, es la determinación subyacente al comportamiento como poco temerario de las constructoras, sus financieras y también de los gestores políticos que han favorecido sus prácticas e interés económico-corporativo. El beneficio por encima de la vida: esa es la razón por la que da igual que innecesariamente habitemos zonas de riesgo o se nos hacine en nubes de contaminación; la misma por la que aun conociendo el desastre climático siguen depredándose recursos naturales, produciéndose a nivel global ingentes e innecesarias cantidades de residuos, y un largo etcétera.

El desarrollo científico nos da la razón. No solo en el diagnóstico –existe consenso en que el exceso de urbanización y la forma que adopta aumenta la vulnerabilidad de las poblaciones–, sino también en las vías de resolución, que pasan por reorganizar la morfología de nuestras ciudades de forma planificada. Pero la ciencia tampoco es exterior a la lucha de clases; por eso su intuición contradictoria hay que incorporarla a un marco filosófico unitario y coherente que permita su desarrollo total.

El urbanismo, entendido como estrategia de resolución inmediata del problema de la ciudad, ha evidenciado sus límites, que son los límites de la posibilidad capitalista, definidos por una correlación histórica que es cada vez más estrecha. La inversión pública en infraestructura en periodos de crecimiento y expansión capitalista es objeto de privatizaciones y búsqueda de nuevos nichos en periodos de recesión. Las leyes del suelo, planes de ordenación y en general la intervención del Estado media en tanto expresión de la relación de fuerzas sociales y siempre con el fin último de asegurar el beneficio privado y el consenso capitalista; esto es, el discurrir de la sociedad burguesa. Las conquistas del movimiento obrero en materia de servicios y habilitamiento de las zonas de residencia se resuelven, en contexto de pérdida de posiciones de las fuerzas clasistas, en favor del capital a través de procesos de redefinición urbana como la «gentrificación». Y la aglomeración en las grandes urbes sigue el curso de un proceso absurdo por el cual se nos empuja a la ciudad para trabajar, pero se nos expulsa de ella para vivir.

La planificación de la organización espacial, de la distribución geográfica de la relación humana con su entorno, solo puede ser una que haga saltar por los aires la estrechez capitalista. El problema de la ciudad es, en su contenido, el problema de la explotación asalariada y la definición del espacio social en función de la apropiación privada del beneficio. Por eso solo un programa que cuestione aquel beneficio será capaz de construir una organización social que pueda desarrollar su espacio de forma coherente y armónica con su entorno y el medioambiente. En medio del dolor de la catástrofe, la solidaridad popular que forjó instintivamente la asistencia mutua ante la incomparecencia institucional fue un bonito aprendizaje del papel creador que potencialmente tenemos los trabajadores y las trabajadoras si nos asociamos. Que aquella experiencia sirva de eslabón para descubrir en nuestras manos la inteligencia y capacidad de construir nuevas formas de existencia, que coloquen la vida en el centro, en tanto nos hagamos soberanos de aquello que producimos y, con ello, también del espacio que habitamos.

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