La alargada sombra del turismo, más allá de ser «motor de la economía española»

Terminó la temporada turística estival en España y los datos, celebrados como cada año en medios de comunicación por las patronales, esta vez van acompañados de una sombra: las protestas contra la masificación turística.

En 2023, el turismo en España alcanzó un 12,8 % del conjunto del PIB, el máximo de la serie histórica. Los niveles de turismo fueron un 25 % más altos que diez años antes. El empleo turístico supuso en 2023 el 17 % del total generado, y el sector da empleo directo a casi tres millones de personas, el 14 % de la fuerza laboral. El número de plazas en viviendas de uso turístico (VUT) en las 25 principales ciudades españolas se incrementó en un 5,5 % respecto a 2022. Cifras de vértigo.

En paralelo a semejantes datos, no para de crecer y de organizarse, aunque más paulatinamente, el malestar entre la población, cansada de los efectos negativos de la masificación turística. Desde la pasada primavera y a lo largo del verano, Canarias, Baleares, Madrid, Barcelona, Andalucía, Valencia o Cantabria han visto diversas protestas, algunas masivas. Algunas comunidades han empezado a abordar el problema, bien a nivel autonómico o bien abriendo la puerta a que lo regulen los ayuntamientos (allí donde el problema se concentra en municipios o zonas concretas): limitación o suspensión de licencias para VUT, protección de ciertos lugares, tasas turísticas… ¿Son estas soluciones válidas a los problemas? ¿Y cuáles son esos problemas? ¿Dónde se origina el elevado peso del turismo en la economía española? ¿Por qué antes, por lo que parece, no afectaba tanto a las condiciones de vida y trabajo de la clase trabajadora?

Los datos tan significativos de las primeras líneas, más allá de hablar del protagonismo de la patronal turística en la economía de nuestro país, tienen mucho que ver con un aspecto clave del desarrollo económico mundial en el capitalismo: la división internacional del trabajo.

Para un ciudadano mínimamente observador, no habrá resultado casual el proceso. Mientras el peso del turismo en la economía española y su promoción institucional iban creciendo de forma sostenida, no sólo en los principales polos turísticos nacidos ya en las postrimerías del franquismo, sino también en otras regiones y en el ámbito rural –aquí, sobre todo los últimos años, a raíz de la despoblación rampante y el protagonismo en el debate público de la llamada España vaciada–, la economía nacional se fue reorientando, con la reconversión industrial perfectamente ejecutada por los Gobiernos del PSOE de Felipe González y la entrada en la Comunidad Económica Europea, hacia la construcción, el turismo, la especulación… Comarcas enteras en distintos puntos de la geografía del país –las cuencas mineras asturianas y del norte de León y Palencia, la ría de Bilbao, los astilleros de Cartagena, la bahía de Cádiz, Ferrol y Vigo, la siderurgia de Reinosa…– sufrieron un declive imparable. Pero no sólo la industria sufrió la transformación que siguió el capitalismo español en el marco de la división internacional del trabajo. Lo mismo ha ocurrido con importantísimos sectores de la agricultura, la pesca o la ganadería, cuya capacidad productiva fue limitada para que resultase acorde a la competencia «leal» con los sectores equivalentes de otros países miembro de la Unión Europea.

Más allá de asumir que sí, que hay muchos empresarios de la hostelería y el turismo que, mirados individualmente, buscan saciar su sed de beneficios y engordan el sector turístico –a costa de la precariedad de sus trabajadores, todo sea dicho–, agrandando sus consecuencias sobre la mayoría trabajadora, cometeríamos un error si analizásemos la evolución del fenómeno del turismo en nuestro país sin mirar el mapa general del desarrollo capitalista. Erraremos también, por tanto, en las soluciones que como clase obrera necesitamos a largo plazo si hacemos un análisis cortoplacista, que apunte sólo a las distintas administraciones de turno –de uno y otro color–, que no señale al sistema productivo y el papel de España en el capitalismo mundial o que, aunque tenga tino y lo señale, no plantee de forma nítida la superación de dicho sistema, un horizonte estratégico. Todo esto suena a problemas y soluciones de gran escala, pero así es como debemos abordar los problemas que afrontamos, pues son de una escala enorme y hunden sus raíces en el sistema socioeconómico en el que vivimos, y el capitalismo, como ya ha quedado claro, no resulta sencillo de erradicar.

Como ocurre actualmente con todo fenómeno de nuestra realidad, los Gobiernos capitalistas, entre ellos el de coalición, pero también los Gobiernos autonómicos y los ayuntamientos, no atienden a las necesidades de la clase obrera en las medidas que toman. De hecho, es a su costa como adoptan muchas de ellas, pese a tener que disfrazarlo y pretender que sí, porque alguien los tiene que votar, claro. Pues bien, la masificación turística no es una excepción.

El turismo viene siendo, como dicen algunos, el motor de la economía española. Pero su crecimiento imparable viene creando desde hace años una serie de problemas que ya están a punto de desbordar, y este año ha encontrado enfrente protestas masivas de quienes ya no pueden más. Uno de los problemas más visibles, por afectar a una necesidad básica y por juntarse con un problema previo ya suficientemente grave, es el de la vivienda. La retahíla de datos podría ser eterna, pero sirvan como ejemplos de sobra ilustrativos el que incluso Gobiernos del PP estén regulando la cantidad de viviendas turísticas o que en los archipiélagos haya profesores o bomberos que no pueden permitirse una vivienda. La vivienda vacacional resulta mucho más rentable que el alquiler de larga temporada, así que la perspectiva de amasar varias veces la cantidad de dinero que ingresarían con un alquiler habitual y, además, sin el riesgo de los ya tan habituales okupas que no pagan y se atrincheran, así como de los que se cuelan cada día en las segundas viviendas de algunos o, incluso, en la vivienda habitual cuando su dueño sale a por el pan, resulta para algunos demasiado jugosa como para no aprovecharla. Aunque el precio del alquiler habitual lleva ya más de diez años de subidas imparables, el aumento vertiginoso de la cantidad de viviendas turísticas en los últimos años ha ahondado este problema, pues se reduce la oferta de vivienda de alquiler disponible y, por lo tanto, los precios aumentan.

La posibilidad de ver multiplicados los ingresos teniendo una VUT en lugar de un alquiler de larga duración es golosa, pero no digamos ya nada si, de forma ilegal, se obvia el tener que cumplir los requisitos que se piden para estas viviendas. Así, ante un crecimiento ya descontrolado, algunas comunidades y ayuntamientos están limitando su cantidad. Ciudades como Barcelona o Palma de Mallorca se vieron obligados a hacerlo ya hace años.

Y, así, la polémica está servida: la patronal hotelera se lamenta amargamente porque ha encontrado un competidor. En ese tablero de juego donde esta ya ha empezado a colocar sus piezas, con sus atronadores y múltiples altavoces, es donde tendrán que mover ficha las distintas administraciones. Y tendrán que buscar equilibrios, pues a las presiones de las cadenas hoteleras se les suman las del «hermano pequeño», como alguna patronal de las VUT se ha autodenominado: sectores rentistas de la pequeña y mediana burguesía ven amenazada su fructífera fuente de ingresos y reaccionan en consecuencia. En medio del campo de batalla, como peones a merced de los elementos, las y los trabajadores, para quienes, ante unos precios en los hoteles cada vez más insostenibles, los apartamentos o pisos turísticos representan opciones más baratas. Sectores populares que llevan años perdiendo poder adquisitivo se decantan por esta opción y, a veces, tienen incluso que ver cuestionado su derecho al descanso o las vacaciones cuando se plantea en el debate la limitación de nuevas licencias para VUT, como si tuvieran parte de responsabilidad en las riñas entre capitalistas.

No muy distintos, aunque de mucho menor alcance, son los ataques que protagonizan los campings u otros establecimientos turísticos «clásicos» frente al turismo de autocaravanas o furgonetas camper, en auge desde antes de la pandemia, pero especialmente desde entonces. El Gobierno cántabro, por ejemplo, prepara un decreto que regulará tanto las VUT como las autocaravanas. En definitiva, se ve comprometida la rentabilidad de la propiedad privada de ciertos sectores, que ven aparecer competidores a su lado y reclaman «lo que es suyo»: el pastel solo para ellos, como venía ocurriendo. En medio, los perjudicados, como siempre, la clase obrera, que nunca es la protagonista en el debate público ni la destinataria de las medidas de las diversas instituciones.

Pensemos, por ejemplo, cuándo ha sido señalado el turismo de alto standing. Qué coto se le pone a la compra de viviendas de más de medio millón de euros (¿qué ha sido de las Golden Visa tras el anuncio gubernamental a bombo y platillo de acabar con ellas?). Quiénes son los más afectados por las tasas turísticas. Qué barrios de las ciudades se ven más afectados por los efectos de la masificación turística. Quiénes son mayoritariamente los vecinos que ven crecer pisos turísticos en sus edificios. Quién ve afectado su modo de vida por la transformación de la fisonomía de su barrio.

La vivienda no es la única problemática que ahonda la turistificación masiva. Los servicios públicos, ya crónicamente saturados, maltrechos y faltos de recursos por las distintas políticas privatizadoras, sufren más aún cuando tienen que soportar la carga adicional que supone la llegada de cientos o miles de turistas en periodos muy concretos, sobre todo en verano.

Y, cada vez más en el punto de mira, se sitúa la cuestión medioambiental: la concepción mercantilista del descanso y el ocio, por la que se consumen lugares y experiencias al más puro estilo fast food –a menudo en busca de likes en redes sociales–, contribuye a la masificación del turismo y lo vuelve insostenible. Parajes y ecosistemas frágiles, necesitados de una especial protección, se ven sometidos a una presión constante. Ahora bien, no es casual que se planteen limitaciones y tasas turísticas en espacios públicos pero no se cuestione la cantidad de recursos naturales que exige el mantenimiento de urbanizaciones de lujo, campos de golf y demás infraestructura privada dirigida al descanso de las clases acaudaladas. Cuestión de prioridades. Que se lo digan, si no, al pueblo trabajador canario azotado por la falta de agua.

Las y los trabajadores llevamos años e incluso décadas viendo recortados o estancados nuestros salarios (actuales y diferidos, las pensiones), sufriendo los recortes en los servicios públicos, viendo limitados nuestros permisos de vacaciones… todo ello en pos de una búsqueda incesante de la productividad que responde sólo a la necesidad de los capitalistas de aumentar sus beneficios. Todo ello redunda en un poder adquisitivo cada vez menor y una calidad de vida cada vez peor, en accesos cada vez más limitados al deporte, el ocio o la cultura de calidad, o en vernos obligados a decidir entre unos y otros. Así, en un mundo con unas condiciones de vida y unas comodidades posibilitadas por el avance de las fuerzas productivas y el desarrollo científico-tecnológico que antaño no eran siquiera factibles, el descanso y las vacaciones de la clase obrera, que deberían crecer en detrimento del tiempo que le dedicamos al trabajo, en realidad se constriñen. Ese descanso y ocio que ansiamos, al mismo tiempo, se ha convertido cada vez más en una mercancía cara, que demasiado a menudo no podemos permitirnos. Y es que todo, siempre, ha sido una cuestión de clase. Hasta que las hagamos desaparecer.

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