Los Don Pelayo de Twitter: la propagación de bulos de la extrema derecha

En 1993 Samuel P. Huntington sentenció, en el contexto post Guerra Fría, que las principales fuentes de conflicto en el mundo ya no serían ni políticas ni económicas, sino civilizatorias. Con la disolución de la URSS, se arribaba a un mundo en el que los cimientos culturales y religiosos provocarían choques entre civilizaciones.

La teoría no tenía por dónde cogerse y rápidamente fue sometida a crítica; era un batiburrillo en el que se agrupaban países en diversos bloques que conformaban supuestos proyectos civilizatorios. Su falsedad impedía explicar las dialécticas internacionales, por lo que su aplicación rápidamente pasó al ámbito de la pura propaganda. Además de ser una teoría idealista, ya que explica el discurrir de la historia en base a la superestructura ideológica y cultural, tenía la función de ocultar lo imposible que resulta separar la base económica de la política interna y externa de cada país.

Encubriendo la continuidad entre economía y política exterior, es decir, entre capitalismo y pugnas interimperialistas, se oculta que los choques y alianzas entre países se deben a la defensa de los respectivos capitales por parte de Estados y alianzas interestatales. Por ello, la teoría de El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, pese a su inutilidad explicativa, permaneció vigente, ya que cumple, tácitamente, la misma función en el imperialismo de nuestros días: legitimar la política externa e interna del capital monopolista.

Respecto a política exterior, es utilizada para justificar el genocidio de pueblos enteros, como es el caso de Palestina. Los intereses imperialistas defendidos por el sionismo son exculpados como una defensa de la democracia y la tolerancia. Israel pertenece, en sus palabras, a Occidente, y constituye la primera línea de defensa de las sociedades libres frente a la «barbarie islámica». Por desgracia, estamos muy acostumbrados a esa retórica criminal de la democracia y la libertad empleada por la Alianza Atlántica.

Como hemos advertido, también es empleada para influir en política interior. En concreto, se utiliza para dividir a los trabajadores del país entre nativos y extranjeros. Según sus defensores, en sus términos, los flujos migratorios equivalen a la invasión de civilizaciones bárbaras que quieren arrasar con los «civilizados pueblos europeos», proclamando formas políticas regresivas, como un supuesto califato que vendría a restituir Al-Ándalus. «Vienen a por nosotros, quieren acabar con nuestro mundo», suelen vociferar a la webcam en su habitación algunos influencers. Como el nivel de delirio es difícil de sostener, se requiere mucha morralla ideológica para generar esas mentalidades enajenadas llamadas a convertirse en los Don Pelayo de Twitter (X). En sus cabezas, creen estar viviendo una suerte de Reconquista o ser la reencarnación del caballero templario en Cruzada contra el Islam.

Pero, más allá de explicaciones psicologistas, la enajenación tiene condiciones materiales. Cualquier usuario de Twitter, de un tiempo a esta parte, se habrá percatado de que su timeline, el «para ti», es una cacharrería de cuñadeces racistas que compiten por superarse. Las redes sociales, lejos de ser reflejo de la ciudadanía, catalizan y amplifican posiciones políticas desarrolladas conforme a alteraciones en la base económica. Por ello, ante la agudización de las contradicciones imperialistas, el retroceso de las posiciones clasistas y la gestión socialdemócrata del capital, aparece como plausible la opción reaccionaria, que intenta ganar adeptos para su causa.

Se multiplican, favorecidas por algoritmos diseñados para ello, toda una suerte de extravagancias naturalizadas y convertidas en la ideología de los sectores más desclasados. Sólo así pueden entenderse afirmaciones categóricas como que la sharía es una realidad en muchos municipios de España, encontrándose por encima de la legislación estatal; la aseveración de que hordas de chacales atraviesan África para invadirnos y que, en 2050 o antes, seremos un país islámico; que es imposible salir de casa sin que un inmigrante te pegue una puñalada; o que el velo está de moda entre las adolescentes…

Otros tuits se quejan abiertamente de lo desagradable que les resulta que en el Metro haya tantos moros, negros y latinos: «huelen mal», afirman. El recurso al invent es una constante en sus publicaciones. Por ejemplo, un chico decía en un hilo que, de tres veces que salió de casa en una semana, las tres le asaltaron marroquíes. Ya es casualidad…

Pero para que la xenofobia tome fuerza, el bulo y el invent tienen que ir salpimentados con victimismo. Un poco de lágrimas, y el fake será más verosímil: «los racistas estamos discriminados», gimotean. Twitter (el mismo que promociona con sus algoritmos sus publicaciones) les censura y han tenido que inventar una neolengua para esquivar la persecución. Por ello, para referirse a los inmigrantes en tono despectivo, utilizan calificativos como «anchoas», «panchitos», «jovenlandeses», etc.

Hay que resaltar que el ensamblaje sistemático de memeces no podría llevarse a cabo sin la colaboración de los partidos del capital, desde el ala izquierda hasta el ala derecha, ya que instrumentalizan el recurso a las pasiones más bajas para ganarse a sus votantes. Mientras el ala izquierda utiliza el miedo a la ultraderecha para legitimarse como partido de Gobierno ante su electorado, realizando políticas que favorecen al capital («con la derecha os iría peor», dicen), la extrema derecha y el fascismo utilizan el odio a los trabajadores extranjeros para expandir su discurso. Su método es simple: mediante el recurso al bulo y la falacia, presentan una situación donde nuestra vida cotidiana estaría amenazada por inmigrantes, por lo que es necesario «defenderse» de ellos, a quienes deshumanizan y convierten en agentes patógenos que vendrían a arrasar las bases de nuestra civilización.

Nunca se les verá criticar la forma en la que los trabajadores inmigrantes son brutalmente explotados. Tampoco, cuando se refieren a tasas de hurtos y robos, introducirán en el análisis variables como la pobreza y la exclusión del sistema productivo. Simplemente señalarán, en forma de vídeos resubidos a la web, que sufrimos una invasión a la que «los españoles» deben responder para no ser aniquilados. La falsa dicotomía invasión/supervivencia saca a relucir las pasiones más viscerales. Mientras, la patronal ríe y sigue acumulando beneficios explotando a nativos y extranjeros.

En el caso de Reino Unido, el pasado verano se inició una serie de agresiones contra inmigrantes musulmanes promovidas por la caverna mediática al difundir el bulo de que el asesino de tres niñas en una escuela de baile era un inmigrante musulmán. Para la caterva reaccionaria, automáticamente, todos los inmigrantes musulmanes se convertían en objetivo de pogromo. Algunos dijeron que el asesino había llegado en patera cruzando el Canal de la Mancha y era solicitante de asilo.

Igualmente, el asesinato de un niño de once años en Mocejón el pasado mes de agosto, mientras jugaba en un parque, fue infamemente instrumentalizado por la extrema derecha para decir que el asesino era un yihadista, con el fin de señalar a los inmigrantes musulmanes. Posteriormente, se confirmó que el asesino de las niñas en Reino Unido era un menor británico y el del niño de Mocejón, un español de 20 años.

Sin embargo, es absurdo situar el eje del debate en el lugar de nacimiento de los condenados por delitos en España. La eclosión de bulos en los que se asocia inmigración a delincuencia no tiene correlato real, es un discurso que pretende desunir a trabajadores nativos y extranjeros, enfrentándolos entre sí para que la patronal los explote más y mejor. Por parte del capital, se trata de desorganizar las filas de los trabajadores para que no puedan oponer una fuerza común clasista que permita a la clase obrera ganar derechos en los centros de trabajo. Y para esta desorganización, nada mejor que el racismo y la xenofobia. Por ello, el ¡No pasarán! de nuestros tiempos sólo puede ser efectivo con la unidad de clase en los centros de trabajo para combatir a los explotadores.

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