Una misma clase, una misma bandera

Algunas ideas arraigan tan profundamente en las conciencias de los seres humanos que, en algún momento, llegan a parecer eternas e inmutables, como si algo hubiera sido siempre así o fuese a serlo para siempre. Esas ideas, no por casualidad, sino porque disponen del poder, la fuerza y los medios para volverlas hegemónicas, suelen producirlas las clases dominantes en cada momento histórico. De las clases subalternas surgen ideas que reman a contracorriente frente a las ideas dominantes, acompañadas estas por la inercia y la tradición, que ejercen un gran peso.

En su día, una clase burguesa revolucionaria enarboló las ideas nacionalistas, reivindicando un territorio, una lengua o una cultura en común para, junto con la luz de la razón y la ciencia, combatir y enterrar las antiguas relaciones feudales y buena parte de sus ideas. Pero de igual forma que desde el mismo momento en que se proyectaba y finalmente se erigía como clase dominante llevaba en sus «entrañas» a su propia clase antagónica, el nacionalismo y su estrechez contenían ya su reverso en el mercado mundial: la unión de intereses de aquellos sobre cuya explotación se erigía el edificio capitalista, los proletarios de todo el mundo.

El nacionalismo fue acompañado desde bien pronto por el chovinismo y la xenofobia, poderosas herramientas en manos de la burguesía para dividir al proletariado cada vez que este hacía tambalear los cimientos de su poder, en combates de clase contra clase y no de habitantes de una nación contra los de otra. En su expresión más descarnada y cruel, las guerras, siempre iban a morir los pobres, los trabajadores, y no quienes en los despachos e instituciones decidían empezarlas y se lucraban con ellas. Mientras el capitalismo se hacía cada vez más global, generaba miseria y grandes desigualdades y provocaba migraciones cada vez mayores, las ideas nacionalistas y chovinistas arraigaban con fuerza, enarboladas por una burguesía ya asentada como clase dominante y reaccionaria, temerosa de la creciente fuerza de la clase obrera. Sembrar en los obreros de un país la idea de que la llegada de obreros de otros países les perjudicaba era rentable para la burguesía, que veía a la clase trabajadora dividida y no enfrentándola a ella.

El chovinismo y la xenofobia echaron raíces y hoy casi parecen ideas que siempre han estado ahí, tan naturales como las fronteras de los mapas trazadas por nosotros mismos. Cada cierto tiempo, estas ideas resurgen con más fuerza. Lo hacen, en absoluto por casualidad, en momentos en que se juntan, en distinta medida, factores como una delicada coyuntura económica, un porcentaje alto de población migrante o una situación de cierta pérdida de legitimidad del poder político de la burguesía. Entonces se agitan las banderas patrias, se cuestiona la mera existencia de determinados seres humanos en un determinado lugar («ilegales», les dicen) por su origen, cultura, color de piel o idioma y se señala con el dedo a todos aquellos que vengan de otros lugares en busca de una vida mejor. Se busca un chivo expiatorio, enfrentar al último contra el penúltimo, una cortina de humo para que ambos no vean quién es el enemigo común, quién se lucra a su costa, que no vean que es el sistema capitalista el que convierte a los migrantes en las primeras víctimas y lo hace por partida doble, al tener que irse y al llegar.

Frente a todo eso, el marxismo imaginó un futuro común de la humanidad, sin explotadores ni explotados, y eso implicaba necesariamente erradicar el chovinismo y la xenofobia, convertirlos en ideas muertas, pasadas, igual que en su día perdió toda legitimidad la esclavitud o igual que la burguesía logró mandar al basurero de la historia la estrechez gremial o el vasallaje de las sociedades feudales. «¡Proletarios de todos los países, uníos!» fue una proclama que ayudó a insuflar solidaridad en miles de millones de personas durante decenios y que tuvo como uno de los hitos más reseñables del pasado siglo el altruismo de los brigadistas internacionales en nuestra guerra, precisamente.

Antes de ayer, en términos históricos, cruzaban los Pirineos o el Atlántico cientos de miles de españoles huyendo de la miseria y de la dictadura en un país, su país, que nada les podía ofrecer. Buscaban una oportunidad, una vida mejor, un futuro. Y en los distintos lares adonde llegaban algunas voces clamaban que gente como aquellos pobres españoles les quitaban el trabajo a los de allí, hacían empeorar sus condiciones de vida o no se «integraban» en el país y la cultura donde habían recalado. ¿Suena familiar?

Hoy, en nuestro país, resuenan con fuerza voces e ideas similares arrojadas contra «los de fuera». Subidos a la actual ola general de abundancia de la desinformación y contenidos virales, donde la veracidad de los hechos y las noticias cada vez es más difusa o importa menos, la ultraderecha propaga bulos y más bulos por los múltiples canales de los que dispone, desde partidos políticos con presencia institucional hasta el nutrido ecosistema de medios que los apoyan (cuya financiación, a su vez, es regada en buena medida por fondos públicos de administraciones gobernadas por dichos partidos), pasando por una gran cantidad de youtubers y generadores de contenido. Falsedad estadística flagrante, difusión de información y noticias directamente falsas o manipulación y descontextualización de fotos y vídeos; todo vale para señalar a la población migrante y extender la mancha de las ideas reaccionarias.

Está muy manido eso de que el marxismo está pasado de moda, pero si la consigna «¡proletarios de todos los países, uníos!» les parece a algunos demasiado propia de aquel siglo XIX en que aún se asentaban algunas naciones y los obreros todavía debían identificar lo que les unía con sus iguales de otros países, quizá les suene más actual y entiendan mejor esa otra que hoy gritamos en las manifestaciones y que, a lo interno de cada país, debe ser enarbolada y materializada en práctica política por las y los trabajadores: «¡nativa o extranjera, la misma clase obrera!». O esa otra que dice «una misma clase, una misma bandera», pues la pelea no es contra quienes se ven obligados a buscar una vida mejor lejos de su lugar de origen, víctimas del sistema capitalista; la pelea debe ser hombro con hombro con ellos y ellas, y clase contra clase. El internacionalismo proletario no es un eslogan vacío, es una necesidad imperiosa de nuestros tiempos. Y, por ubicar a unos y a otros, si ya sabemos que la reacción atacará a la población migrante siempre que pueda, resulta más bochornoso y miserable, teniendo en cuenta cuál fue desde siempre la posición internacionalista consecuente, ver a algunos hacer pasar por marxista, revolucionario o simplemente «de izquierdas» su chovinismo y su xenofobia. La historia se encargará de poner a cada uno en su lugar.

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