La Diputación de León aprobaba recientemente una moción reclamando la creación de una nueva Comunidad Autónoma que incluyera las provincias de León, Zamora y Salamanca y que se llamaría algo tipo «Región Leonesa» o «Reino de León». Uno de los efectos de esto ha sido que las redes sociales se han inundado de cartógrafos amateur que, desde diversas procedencias geográficas, proponen todo tipo de soluciones creativas al encaje territorial no ya sólo español, sino incluso ibérico, metiendo a Portugal en un sarao que no creo que les haga mucha gracia.
Lo de los cartógrafos amateur no es ninguna broma. Cada cierto tiempo el timeline de alguna red social que utilizo se llena de mapas con colorines y propuestas que responden a manías personales, a la querencia por uno u otro momento de la Historia o a una mezcla de ambas cosas que, siento decirlo, choca mucho con las dificultades que luego vemos en chavales de primaria y secundaria a la hora de situar las provincias en un mapa mudo.
A diferencia de otros fenómenos interneteros, este es un tema que también está en los bares, que eran el foro político popular hasta que apareció Twitter. Lo que pasa es que estos cartógrafos no saben dónde se meten cuando, al proponernos un refrito de mapas medievales con la división provincial de 1833, sale un pastiche que genera más problemas de los que resuelve, porque siempre sale alguien que no se siente bien reflejado.
Confieso que, entre todos estos personajes, para mí los más tiernos son los que plantean mapas con posibles configuraciones (y hasta banderas) para una hipotética «unión de repúblicas socialistas ibéricas». Sí.
Que el mapa autonómico español se hizo de forma poco seria es un hecho irrefutable, de la misma forma que es irrefutable que, desde entonces, han surgido en prácticamente todas las CCAA teóricos de su particular lebensraum estrafalario, que reclama justicia histórica para las fronteras de cuando los reyes godos, los Austrias, los Borbones o de antes de perder nuestras posesiones, como dice la canción. Es todo tan así que hay incluso quien propone recuperar el Imperio español como medio más efectivo para acabar con el crecimiento del nacionalismo y el regionalismo periféricos y volver a hacer a España great again.
Pero basta ya. Para ser serios debemos preguntarnos qué hay detrás de todo esto, que no es otra cosa que la constatación de que el sistema autonómico salido de la Constitución de 1978 no ha evitado que haya zonas en franco declive económico y demográfico, ante lo que surge como opción la posibilidad de tener «autonomía» para negociar inversiones públicas y privadas, en competencia generalmente con otros territorios limítrofes. El sueño húmedo de todo regionalista que se precie es una combinación de escaños y agenda: escaños necesarios para condicionar gobiernos autonómicos o nacionales y agenda para que te coja el teléfono el CEO de algún gran monopolio de cualquier sector.
Igual que en el siglo XIX el regionalismo, generalmente reaccionario, se quejaba del atraso al que el desarrollo capitalista condenaba a sus territorios, hoy vemos cómo sectores políticos y empresariales recuperan ciertos tics de entonces si el reparto autonómico les está viniendo regulín o mal. Esos tics –el sentimentalismo, el identitarismo y el historicismo de andar por casa– son recursos fáciles para conectar a una parte de la población con proyectos político-económicos basados esencialmente en el qué hay de lo mío.
Lo que hace falta es cambiar la forma de ver el problema. La desigualdad que genera el capitalismo, a todos los niveles, nunca se ha solucionado con la reordenación de las instituciones capitalistas. Igual que la cuestión de los precios de la energía no se soluciona creando empresas públicas, la cuestión de la priorización de unos territorios sobre otros en el desarrollo económico capitalista no se soluciona ampliando o reduciendo el número de Comunidades Autónomas, sino confrontando con su verdadera causa, que no es otra que la preeminencia de la rentabilidad económica privada frente a todo lo demás. Lo que toca, guste más o guste menos, es proponer una economía planificada al servicio de la mayoría trabajadora y, de paso, crear una nueva institucionalidad acorde con esa nueva realidad. Nunca es mal momento para hablar de esto.