Un hospital cualquiera en Madrid. Un paciente espera, con una bata hospitalaria que deja a la vista la espalda, a que inicien el procedimiento preoperatorio para operarse de un tumor en el riñón. Él no lo sabe, pero tanto el momento para iniciar el preoperatorio como la elección del procedimiento quirúrgico más apropiado para la operación han contado con asistencia de Inteligencia Artificial y de la preimpresión de un molde del riñón en 3D.
En otro lugar del hospital, se está realizando una colonoscopía a otro paciente. Un sistema de IA generativa asiste al facultativo clínico que realiza la prueba para encontrar zonas susceptibles de pólipos, sangrados o tumores, que de confirmarse obligará a derivar al paciente a radiología, donde una IA asistirá al radiólogo en el procedimiento de la prueba.
Las pruebas radiológicas se realizan en ocasiones con un líquido de contraste que viene empaquetado y esterilizado, en palés que trae una compañía de transporte desde un almacén donde un software que integra una IA optimiza el espacio y el tiempo de trabajo. La producción y el empaquetado del líquido de contraste, a su vez, se hace mediante robots que funcionan con asistencia predictiva de IA, lo que permite aumentar el ritmo de producción a cotas desconocidas anteriormente.
El uso de IA en todos estos ámbitos laborales, así como en la automatización de procesos, es una revolución tecnológica y está relacionada con el discurso hiperpresente en los medios de comunicación sobre la bondad de la digitalización y la eficiencia.
Lo que no cuentan es que este avance tecnológico está al servicio de una concepción concreta del mundo, la capitalista. La IA en el capitalismo no puede ser otra cosa que una mercancía, y su uso sólo puede darse contra los intereses de los trabajadores. Optimizar un preoperatorio y asistir con inteligencia artificial cualquier intervención cuesta, para empezar, millones de euros. El control al milímetro de un bloque quirúrgico, con proyecciones y adaptaciones del tiempo de desarrollo del procedimiento quirúrgico, se hace porque permite además prescindir de varios trabajadores. Millones de euros se trasvasan a monopolios tecnológicos cuya labor fundamental no es, como defienden, hacer la práctica laboral más cómoda y por lo tanto más profesional, sino más eficiente desde una perspectiva mercantil, con un aumento en los ritmos de trabajo y una reducción de la plantilla necesaria en ciertos campos.
Este ejemplo es válido para un hospital de Madrid y para todo el mercado laboral. La producción, la logística, todo se pone al servicio de los beneficios de una minoría social, que con la IA ha conseguido llevar los ritmos productivos del ser humano a un nivel jamás soñado por los capitalistas, reduciendo hasta el extremo el gasto en mano de obra y aumentando la explotación de la clase obrera de manera exponencial, lo mismo que sus ganancias.
Desde la aparición de la pandemia, todos los esfuerzos del bloque imperialista europeo se han centrado en legislar a favor de multiplicar los beneficios de los capitalistas. La ley para la digitalización de la banca, por ejemplo, que permite el uso de sistemas basados en la IA para los flujos de capital y la inversión en bolsa, se enmarca en esta estrategia para hacer frente a la competencia entre potencias imperialistas. A la flexiseguridad, que la UE venía promoviendo ya desde mucho antes del covid-19, le viene como anillo al dedo el empleo de nuevas posibilidades tecnológicas: los capitalistas tienen más fácil adaptar los ritmos productivos y las jornadas laborales en beneficio de los monopolios, o ahondar el control y la vigilancia de las y los trabajadores, mientras lo disfrazan de «modernización de las empresas» o «eficiencia». El ejemplo comentado más arriba resulta muy ilustrativo.
El uso de la tecnología para beneficiar a los capitalistas no es ninguna novedad, como tampoco lo es que pretendan hacer pasar ese beneficio de una minoría como una revolución para toda la sociedad. La capacidad de controlar los procesos y con ello a los trabajadores que participan en ellos ha necesitado de una adaptación de la legislación para estos fines. Así se entiende la apuesta por la flexiseguridad de la UE, donde en estos momentos todos los países miembro sin excepción transitan por reordenamientos legislativos (o ya los han realizado, como en el caso de España con la última reforma laboral) para poder garantizar esta flexibilidad interna de las empresas.
El día que el bloque quirúrgico de un hospital tenga una ocupación del 90 % debido a imprevistos, retrasos en intervenciones o causas no predecibles de manera general, gracias a la IA esa sobrecarga de trabajo podrá ser anticipada en poco tiempo y llamarán, en ese momento, a un número de celadores y otros trabajadores para cubrir el trabajo, que gracias a la nueva legislación tendrán una jornada flexible, incluso de cuatro días siempre que ello garantice que los beneficios aumentan y los costes fijos se reducen todo lo posible. No habrá el mismo número de trabajadores cuando la ocupación se mantenga por debajo del 90 %, y ahí se echará mano de jornadas flexibles, EREs o ERTEs, que pagaremos entre todos. Ese ajuste milimétrico de la plantilla, con trabajadores en su casa esperando una llamada de teléfono para incorporarse a su puesto de trabajo, tiene su correlato con el señorito del campo o el capataz del puerto, que subido a una camioneta hacía el mismo trabajo hace cien años «a ojo», señalando entre la masa de trabajadores demandantes de trabajo a los afortunados, según las necesidades.
Hoy en día, esa IA podrá ser entrenada para que ciertos trabajadores sean penalizados por negativas a incorporarse al trabajo en el momento exacto en el que se produzca la demanda, como hace cien años. Sindicalistas y rojos impenitentes serán de nuevo castigados, pero esta vez, mediante un método tecnológico aséptico al que se podrá echar la culpa para blanquear la explotación de los capitalistas.
Estas son las claves de la Ley sobre inteligencia artificial aprobada recientemente en el Parlamento Europeo, que pretende impulsar el bloque de la UE ante su pérdida de posiciones en la pirámide imperialista, la utilización de los últimos avances tecnológicos como excusa para aumentar la explotación y mejorar su posición relativa en la confrontación entre potencias imperialistas. La UE dispone de tecnología punta pero carece de los recursos que sí tienen sus competidores directos, China, Rusia y EE.UU., por lo que su apuesta pasa por aumentar la explotación de la clase obrera poniendo esa tecnología al servicio de los capitalistas, con el objetivo de optimizar la producción al máximo, reduciendo todo lo que la tecnología permita el uso de los recursos. Existe un argumento muy difundido que dice que la tecnología va a sustituir a la mano de obra humana. Eso es radicalmente falso. No es una sustitución, sino una reorganización en beneficio de la burguesía. La tecnología consigue que sea posible realizar el mismo trabajo con menos trabajadores en ciertos sectores, rentabilizando al extremo los puestos existentes, pero también se están creando nuevos puestos de trabajo (desarrolladores de software, técnicos de mantenimiento u operadores de robots) para dar respuesta a las nuevas necesidades que crea el desarrollo tecnológico y esos trabajos se están creando en condiciones de alta precariedad laboral gracias a la nueva legislación, para los que harán falta, según datos del Banco de España, un mínimo de 25 millones de trabajadores extranjeros para trabajar en España hasta 2053. De hecho, los países con la mayor densidad de robots tienen generalmente también las tasas de desempleo más bajas. Como vemos, la optimización laboral para los monopolios es entregar a la clase obrera a la pobreza más absoluta en un momento en el que la tecnología es capaz de proporcionar una altísima calidad de vida en todo el mundo para toda la población.
El futuro, sin embargo, se asemeja al pasado. Ningún derecho ha sido conquistado por la clase obrera sin la lucha. Pensemos en qué mundo podríamos tener si todo este conocimiento se pusiese al servicio del desarrollo social de la mayoría trabajadora, si por un momento cambian las tornas y en lugar de poner al ser humano al servicio de una tecnología que nos convierte en una mercancía de usar y tirar, usamos la tecnología con el objetivo de disminuir la jornada laboral, de optimizar la construcción de vivienda asequible o de dotar al ser humano de todos los derechos que garantizan una vida digna, algo del todo imposible en una sociedad como la nuestra, donde todos los aspectos de la vida social se encuentran mediatizados por la mercantilización.
Quizás, y solo quizás, en ese momento, gracias al empuje de las luchas de los trabajadores, el debate social, en los medios de comunicación, se apartaría de los alarmantes datos sobre la salud mental de la clase obrera, extenuada frente a estos ritmos de trabajo, y se centraría en hablar de la posibilidad de superar el capitalismo, en la posibilidad de organizar la sociedad en un futuro sin clases sociales, en una sociedad como el socialismo-comunismo, donde el objetivo es el bienestar de toda la sociedad. La tecnología sigue dando forma a nuestro mundo e impulsando avances sin precedentes en diversos campos, como sucedió en el pasado con el uso de la industria, el motor de combustión o la electrificación, que provocaron transformaciones profundas en las sociedades del mundo, pero la pregunta fundamental sigue siendo: ¿en beneficio de quién?