«El Tercer Sector de Acción Social se corresponde con esa parte de nuestra sociedad que siempre ha estado presente en las acciones que han tratado de hacer frente a las situaciones de desigualdad y de exclusión social. Si se considera que estas no están causadas por hechos coyunturales, sino por la persistencia de problemas estructurales económicos y sociales generadores de inequidad, el tejido social de entidades y asociaciones que conforman el hoy denominado Tercer Sector de Acción Social se ha postulado en todo momento como una vía de acción ciudadana alternativa, o a veces complementaria, respecto de la gestión institucional pública, con soluciones nacidas de la participación social orientadas a evitar que determinados grupos sociales se vean excluidos de unos niveles elementales de bienestar.
La actividad del Tercer Sector de Acción Social, de sus organizaciones y de las personas que lo componen, nace del compromiso con los derechos humanos y descansa en los valores de solidaridad, igualdad de oportunidades, inclusión y participación. El ejercicio de estos valores conduce a un desarrollo social equilibrado, a la cohesión social y a un modelo de organización en el que la actividad económica está al servicio de la ciudadanía».
Así arranca el preámbulo de la Ley 43/2015, de 9 de octubre, del Tercer Sector de Acción Social: nada más y nada menos que un reconocimiento explícito por parte de este nuestro Estado de bienestar sobre su absoluta incapacidad para hacer frente a las situaciones de desigualdad generadas por el sistema económico en el que vivimos. Bajo este prisma, las entidades del tercer sector aparecen como sujetos paliativos «alternativos» o «complementarios» a las migajas que ofrece el Estado. Pero ojo, que ese trasvase de fondos públicos a manos privadas se traduce en «poner la economía al servicio de la ciudadanía». Casi cuela.
En este artículo, abordaremos los achaques del tercer sector entendido en sentido amplio, como aquel que agrupa no solo a asociaciones y fundaciones sin ánimo de lucro, sino también –y cada vez en mayor medida– a empresas cuyo fin no es otro que el de lucrarse. Me refiero, por tanto, a todas aquellas entidades que ofrecen sus servicios a los sectores más desfavorecidos de la población (personas mayores, migrantes, menores, mujeres víctimas de violencia de género y, en general, cualquier colectivo en riesgo de exclusión social) y que, para ello, cuentan con capital público obtenido a través de subvenciones, licitaciones o adjudicaciones directas.
El tercer sector no ha escapado a la tendencia de privatización y externalización que lleva años ahogando a los servicios públicos en nuestro país. Si entendemos que la externalización es algo así como sacar a subasta la gestión de un servicio público, tenemos que, para la administración como pagadora, cuanto más barato, mejor. Así, el servicio en cuestión queda en manos de la entidad que sea capaz de gestionarlo con menor presupuesto, con la consecuencia directa que ello tiene en los medios de trabajo y en los salarios de las trabajadoras. Además, estos contratos son concertados por tiempo determinado, normalmente no más de cuatro años, y las subvenciones suelen concederse de ejercicio en ejercicio. Con ello, al existir la posibilidad de que al término del proyecto cambie la entidad adjudicataria –o, directamente, aquel no se renueve por los reparos del gobierno de turno–, la puerta queda siempre abierta a una precarización mayor: las trabajadoras pueden sufrir modificaciones en sus condiciones de trabajo hasta el punto de ver, incluso, sus puestos desaparecer.
Tampoco ha escapado el tercer sector de la tendencia de concentración del capital cada vez en menor número de entidades. Gigantes como Cruz Roja, Fundación Diagrama, Aliados por la Integración o Grupo Eulen gestionan numerosísimos servicios a lo largo y ancho del país, desde residencias de ancianos hasta centros de menores, pasando por servicios de atención a víctimas de violencia de género. Con este panorama, es legítimo preguntarse a qué se dedican estas organizaciones más que a redactar proyectos y justificaciones que se ajusten a los raquíticos presupuestos de las administraciones públicas. Hasta tal punto llega, en ocasiones, la diversidad de los servicios que gestionan, que casi podrían parecer, a ojo de buen cubero, empresas de trabajo temporal coladas por la puerta de atrás.
Pese a esta clara tendencia a la formación de monopolios, siguen abundando en el tercer sector las asociaciones y fundaciones más bien pequeñas que han consolidado su presencia en determinados ámbitos tras años de trabajo en el territorio. Sin embargo, la gestión de servicios públicos por parte de estas bienintencionadas organizaciones no mejora mucho con respecto a aquella de las grandes entidades, pues frecuentemente cuentan con escasos medios y dependen del trabajo de personas voluntarias para garantizar su funcionamiento. Si bien es cierto que esto no es exclusivo de pequeñas entidades –basta entrar a cualquier sede de Cruz Roja–, el tercer sector en su conjunto está cimentado en una muy explícita petición de dedicación y sacrificio a las personas trabajadoras sobre la base de la manida vocación, por un lado, y de lo crucial de la labor social realizada, por otra. Es habitual que se «pida» realizar horas de más o implicarse personalmente con las personas usuarias porque de ello depende su bienestar. Así, el deber del Estado de garantizar unas mínimas condiciones de vida para todas las personas se carga sobre los hombros y las conciencias de las trabajadoras de estas organizaciones.
Trabajadoras que, por cierto, están cansadas hasta la extenuación. En efecto, la cara del tercer sector en nuestro país es la de una mujer sobrecualificada que, trabajando a tiempo parcial, asume toda una serie de responsabilidades profesionales y emocionales grandísimas que no le son retribuidas, cobra un salario que apenas le permite llegar a fin de mes y comparte con sus compañeras la sensación generalizada de no dar abasto.
Pese a lo que cabría esperar de una explotación semejante de los recursos humanos del tercer sector, lo cierto es que los servicios prestados a las personas usuarias dejan mucho que desear. Y no por la voluntad o capacidad de las trabajadoras que, visto está, son quienes más empeño ponen en que las condiciones de vida de estas personas mejoren, aunque sea un mínimo. Frente al relato de abundancia que se nos pretende vender con respecto a la cantidad de recursos destinados a la atención de mujeres víctimas de violencia de género, por ejemplo (no ocurre así en el caso de servicios para personas mayores o de protección de menores, cuya infrafinanciación es tan evidente que sería osado sugerir lo contrario), la realidad nos demuestra que los medios existentes resultan, en la mayoría de los lugares, insuficientes para atender las necesidades de las personas usuarias.
Tristemente, muchos de los proyectos sufragados con dinero público sirven para poco más que facilitar la foto al político de turno y adjudicar un nuevo contrato a la empresa de siempre. Ello es así porque cuando los diversos programas se subvencionan sin una adecuada planificación, esto es, sin delimitar sus responsabilidades ni determinar las formas de coordinación entre los mismos, los servicios ofrecidos acaban duplicándose y diluyéndose. Más confundidas que otra cosa, las personas usuarias peregrinan o son derivadas de una ventanilla a otra, hostigados por la amarga sensación de que nadie quiere ayudarlas.
Si esta es la situación en muchas de las grandes ciudades, donde convergen recursos estatales, autonómicos y municipales, en las zonas rurales los servicios sociales brillan por su ausencia. Allí donde los únicos fondos que llegan son los municipales, existirán servicios de atención a mujeres víctimas de violencia de género, por poner un ejemplo, sólo cuando el signo político del ayuntamiento sea proclive a financiar este tipo de proyectos. Depende de la legislatura en que como víctima se te “ocurra” denunciar a tu agresor, verás garantizado tu derecho a la asistencia jurídica y psicológica durante el proceso o no.
Pese a estas grandes desigualdades entre territorios, el tercer sector está, de forma generalizada, herido de muerte en lo que a la satisfacción de las necesidades de las personas usuarias se refiere. Para quien se pregunte cuáles son estas necesidades, nos referimos a medios económicos, sociales y jurídicos que les permitan vivir una vida digna, libre de violencia y discriminación. Pues bien, frente al discurso de la socialdemocracia, la consecución de estos mínimos está lejos de lograrse en el marco de un sistema que atribuye valor a las personas migrantes en base al dinero que tengan en su cuenta corriente, que mercantiliza los cuerpos de las mujeres y alimenta una cultura de dominación y violencia sobre las mismas, que sume a las personas en riesgo de exclusión social en una precariedad tal que son empujadas a situaciones que rozan, o abrazan, la esclavitud. Como acertadamente reconocía el propio preámbulo de la ley del tercer sector, este se compone de entidades que, en la práctica totalidad de los casos, no pueden más que poner parches a problemas estructurales: la pobreza, la división sexual del trabajo, la violencia de las fronteras, el sistema prostitucional y un largo etcétera.
Ante un sistema capitalista que se nutre de la explotación de la gran mayoría, el Estado –aunque, en ciertos ámbitos, ni siquiera lo intenta– y las entidades del tercer sector se revelan absolutamente incapaces de paliar los efectos más visibles y virulentos de semejantes relaciones de poder. La caridad no sirve de nada frente a un sistema de acumulación tan sofisticado, en que las riquezas de un uno por ciento de la población mundial superan los recursos del cincuenta por ciento de los habitantes del planeta. Mientras sigamos rigiéndonos por un sistema que, lejos de poner la actividad económica al servicio de la ciudadanía, pone a las personas al servicio del capital, el tercer sector seguirá como hasta ahora. O peor, las tendencias actuales acabarán por convertirlo del todo en un mero nicho de mercado más para los capitalistas.
Para evitarlo, urge la organización de clase. En un sector tan fragmentado y falto de tradición de lucha sindical como es el que nos ocupa, es necesario hacer un gran esfuerzo de unión y organización de las trabajadoras. Porque sólo organizadas conseguiremos hacer frente a los embates que se vienen, que no son pocos. Ante la infrafinanciación de recursos indispensables para el sostenimiento de las vidas más vulnerables, ante la criminalización de la solidaridad con las personas migrantes, ante el flagrante abandono de las personas mayores, ante la persistencia de las violencias sobre las mujeres, hemos de reivindicar la importancia de nuestro trabajo y exigir que se respeten nuestros derechos como trabajadores y trabajadoras, pero no en base a nuestra vocación o labor social, sino por el simple hecho de tenerlos reconocidos. Y no dejemos de recordar que, precisamente, estas conquistas se arrancaron ni más ni menos que gracias a la ferviente lucha de las obreras y obreros que nos preceden. Sigamos su ejemplo. Organicémonos.