La RAE define «trampantojo» como una trampa o ilusión con que se engaña a alguien haciéndole ver lo que no es, y señala los siguientes sinónimos: «trampa», «artificio», «enredo», «engaño».
La tramitación parlamentaria de la «Ley orgánica de amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña» y el debate sobre la renovación del Consejo General del Poder Judicial nos están demostrando, una vez más, que la cacareada división de poderes no es precisamente nada más que eso, un trampantojo.
Para quienes optan por la solución represiva al conflicto en Cataluña, las decisiones de los magistrados Manuel García-Castellón, Joaquín Aguirre y Manuel Marchena, en diferentes causas relacionadas con el proceso independentista, suponen un contrapeso frente a los acuerdos entre el PSOE y Junts, plasmados en las iniciativas parlamentarias del Ejecutivo.
A su vez, frente a las acusaciones de «prevaricación» lanzadas por sus socios parlamentarios, el ministro de la Presidencia y Justicia, Félix Bolaños, no duda en declarar que «España es un Estado de Derecho, con jueces que ejercen su labor de manera profesional y con rigor. Y por supuesto que se puede discrepar de sus decisiones, para eso el propio Estado de Derecho da herramientas y recursos para poder impugnar esas decisiones».
Así, tanto unos como otros, vendrían a dar la razón al viejo Montesquieu cuando afirmaba que «todo hombre que tiene poder se inclina por abusar del mismo; va hasta que encuentra límites. Para que no se pueda abusar de este, hace falta disponer las cosas de tal forma que el poder detenga al poder». La separación de poderes, consagrada como principio constitucional en toda «democracia» capitalista que se precie –y quiera ser homologada-, sería el bálsamo de Fierabrás, que diría Rajoy, frente a todo desmán o abuso de poder.
Entonces, se preguntará el lector, ¿por qué tanto lío con la renovación del Consejo General del Poder Judicial? ¿Qué necesidad tienen los partidos sistémicos en nombrar el gobierno de los jueces? ¿Acaso su función no es meramente técnica? ¿No se aplican las leyes que emanan del poder legislativo de manera objetiva? Es evidente que no.
En el reino de la demagogia, el pensamiento único y la posverdad, conviene recordar algunas enseñanzas deliberadamente olvidadas sobre el Estado. Para Engels, [el Estado] «es más bien un producto de la sociedad cuando llega a un grado de desarrollo determinado; es la confesión de que esa sociedad se ha enrollado en una irremediable contradicción consigo misma y está dividida por antagonismos irreconciliables, que es impotente para conjurar. Pero a fin de que esos antagonismos, estas clases con intereses económicos en pugna no se devoren a sí mismas y no consuman a la sociedad en una lucha estéril, se hace necesario un poder situado aparentemente por encima de la sociedad y llamado a amortiguar ese choque, a mantenerlo en los límites del “orden”. Y ese poder, nacido de la sociedad, pero que se pone por encima de ella y se divorcia de ella más y más, es el Estado». Para Marx, «el Estado no es más que una máquina para la opresión de una clase por otra, lo mismo en la república democrática que bajo la monarquía…».
Como señalaba Lenin, la burguesía defiende el poder único de la burguesía. Y ese poder de clase no se comparte. Pero, a su vez, compartimos con el dirigente bolchevique que tanto en la naturaleza como en la sociedad no existen ni pueden existir fenómenos «puros». Por tanto, el poder único de la burguesía y de su órgano de dominación de clase (el Estado) está también atravesado por las contradicciones que se dan en el seno de la clase capitalista. Eso es lo que se manifiesta en las polémicas políticas actuales sobre la superestructura estatal y sitúa en el orden del día el debate sobre el viejo principio de la división de poderes.
Montesquieu defiende la existencia de un legislativo con dos cámaras, siguiendo el ejemplo de su admirado modelo británico, en el que la cámara baja es electiva, pero la alta está integrada vitaliciamente por representantes de la aristocracia. Se trataba, por tanto, de poner freno al absolutismo monárquico. De ahí, precisamente, nace la idea de la tripartición de poderes, que ya estaba en Locke.
Hoy, casi tres siglos después de que el barón de Brede y Montesquieu escribiese su gran obra, El espíritu de las leyes, tras el triunfo de las revoluciones burguesas y la irremisible entrada del capitalismo en su fase imperialista –caracterizada por la tendencia a la reacción en todos los terrenos–, la división de poderes es un espacio en el que se dirimen exclusivamente las contradicciones en el seno de la clase dominante, no entre clases sociales.
Pero lkkkkkkktodas las fracciones de la burguesía defienden la ilusión de un Estado neutral, capaz de resolver todo antagonismo y situado por encima de las clases sociales. Unos y otros pretenden dirimir sus disputas y ocultar al mismo tiempo que, como señalaba Lenin, la democracia burguesa, que constituyó un gran progreso histórico en comparación con el medievo, sigue siendo siempre –y no puede dejar de serlo bajo el capitalismo–, estrecha, amputada, falsa, hipócrita; paraíso para los ricos y trampa y engaño para los explotados, para los pobres. Defienden, en esencia, un trampantojo.