A pesar de la cantinela del multipartidismo, en la sociedad capitalista existen fundamentalmente dos modelos de gestión: el liberal-conservador y el socialdemócrata. El objetivo de ambos es desarrollar una sociedad dividida en clases sociales, donde se fomenta un modelo de individuo egocéntrico, dentro de un conjunto de individuos completamente desconectados entre sí y que persiguen tan sólo su propio beneficio, bien sea económico o un placer hedonista, cuya consecuencia para la clase obrera es “divide y vencerás”. Para ello, fomentan estrategias diferenciadas, pero que en definitiva han provocado de manera conjunta una desintegración de los vínculos sociales vigentes anteriormente. En esta sociedad todo está a la venta, incluido el propio ser humano, que vende su trabajo para beneficio de una minoría social, los capitalistas.
Los primeros, los liberal-conservadores, tienen la estrategia de la “aptitud”. Entienden que la dirección de la sociedad debe recaer en aquellos que por riqueza, educación, inteligencia o astucia tienen la aptitud, la excelencia, para dirigir una sociedad. Desvinculan la capacidad de las condiciones materiales, que privan a una mayoría de la educación y de la posibilidad material para poder llegar a esos puestos de dirección social. Una vez que esta gestión está instituida entre la clase dominante, aluden a la tradición, el orden y la seguridad para mantener el estatus quo y evitar que la clase obrera y los sectores populares se rebelen contra esta realidad. Se apoyan en el nacionalismo, la religión u otras ideologías similares para favorecer la división entre las masas populares y atraerlas hacia sus posturas.
Los socialdemócratas, sin embargo, tratan de atraer a esas masas populares mediante la promesa de una mejora en sus condiciones de vida. Frente al primer instinto de dominación por parte de las fuerzas capitalistas, la coacción, surgieron expresiones ideológicas que buscaron atraer y manipular a las masas populares para evitar caer en una guerra perpetua donde se visualice claramente la lucha entre los poseedores y los desposeídos (la lucha de clases), para lo que proyectan trampantojos ideológicos que intentan limitar el impacto del movimiento obrero y revolucionario.
Estas estrategias son volubles y evolucionan a lo largo de la historia en función de los intereses coyunturales de los capitalistas. No fue fácil conseguir que el movimiento obrero se integrase en la política institucional, porque los empresarios tardaron un tiempo en abrazar estas estrategias y en abandonar las políticas exclusivas de mano dura. La nueva estrategia implicaba inicialmente la puesta en marcha de programas de reforma y asistencia social. Frente a la caridad, que es el formato de asistencia social de los liberal-conservadores, la socialdemocracia encontró el filón en el desarrollo de un aparato estatal que denominaron “Estado del Bienestar”, que utilizaron para confrontar la creación y el desarrollo de las sociedades socialistas que durante el siglo XX lograron conquistar el poder en una tercera parte del planeta. La asistencia social, en manos de empresas privadas que participaban de esa asistencia social pública, fue un negocio en expansión desde los años 60 hasta finales del siglo XX. Este hecho permitió que en los países más poderosos dentro del mundo capitalista se pudiese dar una imagen de que ese negocio era en realidad un formato de progreso compatible con una sociedad, la capitalista, profundamente injusta. Esta realidad permitió también modular las aspiraciones de las masas populares de los países sometidos, dentro del mundo imperialista, a las primeras potencias, al ofrecerles una imagen en la que proyectar la esperanza. Fue una estrategia para desactivar el movimiento obrero e impedir que este basculase hacia posturas revolucionarias.
El régimen capitalista fomentó entre las masas una imagen de legitimidad para desarrollar este nuevo mercado que gestionó de manera indirecta. La imagen de gestión era pública, pero toda la logística, estrategia y abastecimiento eran privados, y progresivamente sustituidos por una gestión directa por parte de los capitalistas. Eso es lo que en la actualidad se ha denominado “privatización del sector público”. El Estado, de manera paulatina, ha ido traspasando la gestión indirecta a través de estructura estatal o empresa pública participada y compras a terceros a una gestión directa (privatizada) de sectores estatales.
Ha existido y existe un consenso generalizado entre las fuerzas políticas sobre este modelo de gestión del Estado capitalista porque, en realidad, si analizamos las potencialidades de la política en estas sociedades europeas, los márgenes de gestión son bastante estrechos y no es posible condicionar esas políticas más allá de matices puntuales.
En estas sociedades, el poder capitalista se ejecuta de forma acompasada a los ciclos económicos y las necesidades de desarrollo económico y social del capitalismo. En España, la normativa, esencialmente, se realiza mediante Leyes y Reales Decretos que se trasponen en decretos autonómicos y normativas municipales. Todos tienen una responsabilidad directa en la transferencia de rentas a los capitalistas y también en la participación de capital público en sectores y empresas para salvaguardar sus intereses. Sociedades, acciones y, en ocasiones, control público de determinados mecanismos económicos pueden dar lugar a creación de empresa pública o participación en empresa privada para favorecer su liquidez, para ser luego devuelto al sector privado saneado o influir en favor de los monopolios. Ese es el intervencionismo estatal que se ha dado en el seno del capitalismo europeo, donde la legislación está sometida a normas que lo permiten en esos términos. Los acuerdos adoptados en la UE, por ejemplo, o los acuerdos parlamentarios adoptados por mayoría (algunos, como la última reforma laboral, gracias a un «error» de un parlamentario popular) obligan a cualquiera que gobierne a ejercer el poder en el marco que la dominación capitalista permite.
Dentro de este contexto, se ha banalizado la existencia de lo público, porque bajo una gestión capitalista no existe nada que pueda ser denominado propiedad de todo el pueblo. Es la propia división de clases de nuestra sociedad la que impide superar esta contradicción, y aquí reside el interés de la inversión y gestión pública en cualquier necesidad social, supeditada a la obtención de beneficio por una minoría.
Sin embargo, desde los inicios del siglo XXI se percibe una modificación en esa alternancia liberal-socialdemócrata. Si durante el siglo XX el esfuerzo de la socialdemocracia se centró en el desarrollo del “Estado del bienestar”, desde inicios del presente siglo el formato de progreso ha basculado hacia políticas alejadas de la gestión económica. Hemos observado en Europa cómo gobiernos socialdemócratas han adoptado medidas restrictivas de la misma manera que gobiernos liberal-conservadores han aplicado políticas expansivas, rompiendo con la dinámica anterior, mientras la lucha entre ambos se centraba en las luchas culturales propias del posmodernismo, en las que el sistema de gestión capitalista y la propia crítica al capitalismo ha sido sustituida por luchas con un carácter interclasista, con la consecuencia de que se dejan las políticas económicas mayoritariamente en manos de los parlamentos, donde los límites están bien establecidos.
Estas políticas económicas, en el caso de la socialdemocracia, se ocupan de mantener intacto el beneficio empresarial dando, a la vez, un falso barniz social a esas medidas. Lo hemos visto desde la crisis catalizada por la Covid-19, en la que se han entregado ingentes cantidades de dinero público a las empresas mediante programas de distinto signo, mientras se bonificaba el consumo de bienes como la gasolina con medidas que han encarecido el producto para la mayoría obrera y popular, pero mantenía y en ciertos casos aumentaba el beneficio de los monopolios del sector. Estas medidas se han ejecutado en toda Europa, en los lugares donde gobernaban los liberal-conservadores mediante un discurso de responsabilidad con el mercado y estabilidad económica, pero en España se han desarrollado mediante un discurso de “defensa de la gente”, usando el concepto de “escudo social”. Todas y cada una de estas medidas han mantenido o incrementado los beneficios empresariales, pero han empeorado las condiciones de vida de la clase obrera y los sectores populares. Los ERTE, que han eliminado el gasto empresarial derivado del descenso de la carga de trabajo, han desarrollado una flexibilidad que permite a la empresa reducir el gasto fijo, con una mínima capacidad de consumo para la clase obrera. La renta universal es caridad liberal conservadora y por eso han apoyado esta medida gobiernos de distinto signo en Europa, reforzando el análisis de que, en lo económico, liberales y socialdemócratas confluyen en sus políticas. ¿Por qué estas medidas interesan a liberales y socialdemócratas?
Si de forma habitual se legisla en favor de los capitalistas, los momentos de crisis son especialmente delicados, porque los gobiernos han de tener en cuenta la pérdida económica relativa que supone la propia crisis en el seno de las empresas y el peligro que ello supone para los monopolios en su posición económica internacional en la lucha con el resto de los monopolios.
Las crisis se gestionan en el capitalismo con una primera inyección de dinero público que impide la paralización económica. Esta primera etapa se hace desde la responsabilidad con el mercado y en busca de la estabilidad económica (el orden) si en el gobierno se encuentra un gestor liberal-conservador. Pero la socialdemocracia, adoptando las mismas medidas, difunde un relato de beneficio social. Desde estas páginas animamos a los lectores de Nuevo Rumbo a contrastar esta afirmación con las políticas desarrolladas por los diferentes gobiernos europeos desde marzo de 2020. Existe un consenso generalizado que es, además, el que ha permitido que en el parlamento europeo (verbigracia) se dé un consenso en esta cuestión. Son los propios agentes políticos los que acuerdan en Europa medidas antiobreras y antipopulares que luego, en el parlamento español, se convierten en “acuerdos inapelables”, porque el gasto expansivo que se da en esa primera fase de las crisis es un gasto que protege a las empresas, no a los trabajadores, aunque si el gobierno es socialdemócrata se difunda un relato de “gasto social” o de “escudo social”. Esa capacidad de consumo mínimo que garantiza que la economía mantiene el beneficio empresarial tiene una segunda fase, donde se busca aumentar ese beneficio mediante ataques a la clase obrera y medidas antipopulares.
En España la confianza en la socialdemocracia la provoca la ausencia de categorías políticas revolucionarias en el debate público, centrado en la gestión y en la proyección de una imagen de bloques políticos que no se corresponde con la realidad. El antifascismo en ausencia de fascismo y la identificación errónea e interesada de la socialdemocracia como una fuerza política revolucionaria genera artificialmente unos bloques que no se corresponden con el ideario político que defienden sus miembros. Se defiende el intervencionismo estatal como progresismo con medidas adoptadas por gobiernos liberales e incluso por la extrema derecha italiana. “Tax the rich!” es un eslogan socialdemócrata en la España de Yolanda Díaz, liberal conservador en Alemania y una de las medidas propuestas por el gobierno de la ultraderecha en Italia. El consenso en las medidas fundamentales para la supervivencia del propio capitalismo afecta prácticamente a todos los partidos del arco parlamentario.
En breve presenciaremos el inicio de la segunda etapa de la gestión de las crisis capitalistas. Ya se anuncia la retirada de las bonificaciones al consumo y se empieza hablar de la necesidad de cumplir “los compromisos adoptados en el seno de la UE” para la recepción de esos fondos europeos que, al carecer los países europeos de política monetaria independiente, ha de ser negociada en función de los intereses de los capitalistas. Esas negociaciones se centran en ataques a la clase obrera y los sectores populares mediante medidas que empeoran sus condiciones de vida y aumentan los beneficios de los empresarios. Esas medidas, que ya están aprobadas, provocarán ataques graves en los próximos tiempos.
Esta es la consecuencia de confiar en fuerzas antiobreras que se disfrazan de progreso mediante medidas necesarias para la supervivencia del propio capitalismo. Para estas fuerzas socialdemócratas, el objetivo de la sociedad ya no es cambiar el mundo mediante el desarrollo industrial, sino cambiar únicamente la imagen que tenemos de él, porque la ausencia de un movimiento obrero y revolucionario convierte el engaño en una estrategia más efectiva que el desarrollo de un aparataje ideológico que implique medidas hoy en día imposibles, como la creación de una caricatura de las sociedades socialistas, como fue el llamado “Estado del bienestar”. Pero esto es una partida de ajedrez, una lucha de clases y es necesario organizar las fuerzas de cada clase. Mientras la clase obrera no entienda esta dinámica alternativa de gestión capitalista, asistirá impasible al aumento de la explotación.
El fin de nuestras penalidades no vendrá únicamente de hacer proselitismo revolucionario. Este sueño de falsa prosperidad ha de terminar inmediatamente y debe ser sustituido por un espíritu combativo que cuestione todas las injusticias y desarrolle todas aquellas luchas necesarias para que la clase obrera llegue a una sociedad más justa. Sin que la clase obrera avance hacia una crítica anticapitalista, que cuestione el actual orden de cosas y se plantee alternativas revolucionarias, no habrá una mejora en sus condiciones de vida. Para ello es necesario abandonar el conformismo y la confianza en fuerzas como la socialdemocracia.
Pero para ello también la clase obrera ha de implicarse en las diversas y multifacéticas luchas que son consecuencia del modo de vida al que nos condena el capitalismo. Desde los sindicatos a asociaciones de diverso tipo, todos deben luchar unidos en la lucha por la mejora de las condiciones de vida populares. Sin la participación de la clase obrera en esas luchas, el mero fortalecimiento del Partido Comunista no logrará generar ese torrente de lucha que pueda ser canalizado bajo dirección de los comunistas para la superación revolucionaria del capitalismo.
Pero si no encuentras un motivo para luchar, te puedes preguntar, en el momento en que se edita este número, en octubre de 2023, por qué tus hijos salen con hambre del comedor escolar, y si es necesario crear una asociación que unifique ese descontento en una lucha. Te puedes preguntar por qué los precios de los bienes de consumo básicos están por las nubes, mientras te venden como un avance una subida ridícula de sueldo. O por qué llevamos años como el refrán futbolístico argentino: “jugamos como nunca, perdimos como siempre”. Si quieres una victoria para los de tu clase, es la hora de implicarse y dejar de confiar en quien te pide confianza para desarrollar unas políticas antiobreras.
Se ha dicho que originalmente la divisa de los gladiadores del circo en Roma era Nec spe, nec metu (ni por la esperanza ni por el miedo). Esta frase describe perfectamente el devenir de la sociedad capitalista. Por esperanza la clase obrera delega su bienestar y la solución a sus penalidades en la socialdemocracia, abandonando su espíritu combativo y organizado, hasta que la traición de unas medidas en contra de los trabajadores genera un desencanto que por miedo al cambio no se plantea como una crítica justa y necesaria al capitalismo, sino como frustración e ira que acaban aprovechando los liberal-conservadores. Ni la esperanza, ni el miedo, ni la frustración mejorarán las condiciones de vida de la clase obrera. Tan solo la organización consciente y responsable pondrá en el tablero la posibilidad de hacer jaque a las piezas del capitalismo.