Se acerca el 25 de noviembre, fecha en la que nuevamente seremos miles las que saldremos a la calle en todas las ciudades y pueblos de España para señalar y denunciar la violencia contra las mujeres. Fecha también en la que es inevitable hacer balance y recuento de los datos anuales en lo que a violencia machista se refiere. A falta de algo más de un mes para terminar el año, nos encontramos con un notable aumento de mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas, un incremento de las denuncias por agresiones sexuales y una escalada terrorífica cuando hablamos de agresiones sexuales perpetradas por y contra menores de edad.
Sin embargo, no solo nosotras hacemos balance, también los distintos partidos aprovechan para lanzar sus consignas, ya sea desde el gobierno o desde la oposición. Desde el ala derecha del Parlamento, lloverán nuevas críticas a la Ley del sólo sí es sí y a la reducción de las penas de prisión impuestas a agresores sexuales. Se culpará al Gobierno socialdemócrata de no proteger lo suficiente a las mujeres con estas rebajas de condenas y, con ello, se habrá situado el foco del debate, una vez más, en el castigo y no en la prevención de la violencia machista. Casi todas sabemos que ahondar en el aumento de las penas de prisión no es más que una apelación a la rabia y que se encuentra muy lejos de abordar el problema de fondo (menos aún de darle solución) pues condenas más altas no garantizan menos agresiones. Pero también sabemos que este discurso cala muy hondo, sobre todo cuando día tras día los medios de comunicación hablan de agresores que salen a la calle y mujeres que son violentadas y asesinadas.
Por la otra parte, la del Gobierno, convocarán otro comité de crisis que reanalice por enésima vez las causas del fracaso de las medidas aplicadas y prometerán algún cambio en la gestión de los recursos de atención a las víctimas (de mayor o menor magnitud en función de si se preparan para una nueva campaña electoral o para gobernar unos años más). Comités que no dejan de ser un teatro. Porque las conclusiones extraídas no son nuevas, sino que vienen a constatar lo que venimos señalando desde hace tiempo: que los recursos destinados a la atención y reparación de las víctimas de violencia machista resultan del todo insuficientes. Porque no deja de ser una suerte de escenificación a través de la cual se defienden de quienes les diríamos, acertadamente, que no están haciendo nada. Y es que ¿supone acaso una mujer asesinada más o una menos un avance o un retroceso? Si el pasado julio hubiese habido dos feminicidios menos, ¿podríamos entonces concluir que los recursos están funcionando? ¿No hubiese hecho falta ese comité de crisis?
Quizás, un descenso significativo de los asesinatos podría ser indicativo de que al menos los recursos de protección a las víctimas –aunque sea lentamente– están resultando efectivos, pero hablamos de unas variaciones tan pequeñas (y no digamos ya si son aumentos, como en 2023) que parecen depender, más bien, de factores externos e independientes de la actuación de las administraciones. Muestra de ello es que, efectivamente, hayamos pasado de un escenario en que el Gobierno, sacando pecho, destacase el trienio 2019-2021 como un claro avance por una reducción en los asesinatos machistas a que, dos años después, se lleve extrañado las manos a la cabeza por el incremento.
¿Qué es lo que falla entonces?
En primer lugar, la violencia de género se ha convertido en una suerte de arma política, en una cuestión mediática en torno a la que construir un relato y con la que atraer votos, pero a la cual, gobierne quien gobierne, no se le da la respuesta requerida.
Ciertamente, parecería lo contrario a juzgar por toda la propaganda, tanto la de quienes hacen de la lucha contra la violencia de género su bandera como la de aquellos que osan negar su existencia y tachan las medidas de los primeros de despilfarro y chiringuitos. La realidad, no obstante, es que ninguno de los partidos del espectro político pone el foco donde debería: en la prevención. Los programas de prevención de violencia de género en centros educativos están, por lo general y en primer lugar, desperdigados y puestos en manos de diversos actores como entidades sociales, Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado y administraciones sanitarias, que realizan talleres ocasionales en que exponen a los niños, niñas y adolescentes las diferentes caras de esta lacra social. Si bien es cierto que en los últimos años se ha extendido este tipo de talleres, lejos estamos de garantizar una educación afectivo-sexual de calidad de forma integral, que aborde desde edades tempranas la construcción de relaciones de pareja sanas y la prevención de la violencia de género.
Y seguiremos lejos de ese modelo mientras no se modifique el sistema económico en que vivimos, pues la realidad es que la educación, en el capitalismo, está enfocada al desarrollo y la adquisición de las capacidades necesarias para participar como trabajadores en la producción el día de mañana, así como a unas mínimas nociones de convivencia que nos permitan insertarnos con garantías en la sociedad. Pese a palabras grandilocuentes, en la práctica se fomenta que nos cuestionemos lo menos posible la realidad en la que vivimos, con lo que la opresión y la violencia se asumen como parte consustancial a la vida misma.
Por eso, unas charlas o formaciones ocasionales a ciertas edades, apenas testimoniales a lo largo del paso por la educación obligatoria, apenas podrán contrarrestar el peso de lo que niños, niñas y adolescentes aprenden fuera y dentro de la propia escuela; en la vida cotidiana y en su entorno, donde campan a sus anchas las industrias que fomentan la mercantilización de nuestros cuerpos, donde priman dinámicas de explotación, empobrecimiento y dependencia económica de las mujeres trabajadoras y una larga lista de problemáticas inherentes a este sistema que prácticamente nadie, excepto las y los comunistas, se atreve a señalar y a enfrentar.
Una vez la violencia se ha producido (y es preciso que veamos cada agresión machista como un fallo en las políticas de prevención), resulta evidente que es necesario destinar recursos a las redes de atención y reparación de las mujeres víctimas. En este ámbito, el primer obstáculo es su infrafinanciación y privatización, y la consiguiente falta de medios de la que adolecen.
Por un lado, la gran mayoría de centros de atención, asesoramiento e intervención con víctimas, así como casas de acogida o pisos tutelados, son gestionados por ONGs, asociaciones u organizaciones de mujeres contratadas por las administraciones autonómicas o municipales; entidades que dependen de subvenciones y, a menudo, personas voluntarias. Así, según la financiación que reciban, estas entidades podrán contar con más o menos profesionales y recursos habitacionales.
En otros casos, estos recursos son gestionados por empresas privadas, a menudo del tipo multiservicio, cuyas ofertas resultan atractivas para las administraciones públicas precisamente por su bajo coste, precio que consiguen a costa de condiciones laborales precarias y, en general, un descuido por el servicio prestado a las mujeres que recurren al recurso. Así, la asistencia y reparación a víctimas de violencia machista pasa a ser un nicho de mercado más, sujeto a la búsqueda de beneficios de grandes capitalistas.
Una vez que un servicio público se convierte en un negocio, reproduce las dinámicas empresariales de maximizar los beneficios y reducir los costes. Desde ese prisma, las empresas privadas convierten a las víctimas de violencia machista en meras cifras, igual que a las trabajadoras. Efectivamente, con este modelo de gestión, las administraciones son cómplices de la contratación temporal, porque al tratarse de contratos que se renuevan cada cierto tiempo (a menudo, de forma anual) no se garantiza la continuidad de las trabajadoras. A dicha inestabilidad se le añade la precariedad impuesta en el sector, plagado de jornadas parciales y salarios de miseria.
Las administraciones son responsables también del estrés que sufren estas trabajadoras, que se ven obligadas a asumir, a menudo, elevadas cargas de trabajo de una gran implicación emocional. A estos niveles de estrés se les suma la frustración de saber que no se llega a lo que haría falta, ya sea por la falta de financiación de la administración o por la avaricia de unos parásitos que no contratan al personal necesario. Y, en fin, la impotencia de saber que hay mujeres que siguen bajo el yugo de sus maltratadores porque no hay recursos para atenderlas.
Ambos modelos priman en detrimento de lo que verdaderamente haría falta: servicios públicos, dotados del personal necesario, que detecte y analice las necesidades existentes y tenga medios para satisfacerlas. Solo así se garantizaría que la atención a víctimas de violencia machista no dependiese de criterios de rentabilidad, es decir, no fuera tratada como cualquier otra mercancía.
¿Erradicar la violencia de género en el capitalismo?
Las víctimas que acuden a las redes de atención deben vencer, en un primer momento, el miedo a dar el paso y enfrentarse a un arduo proceso de denuncia y, en muchas ocasiones, de separación del agresor. Aun habiendo tomado la difícil decisión, sigue resultando psicológicamente muy duro el tratar de romper con lo conocido, comenzar una nueva vida, encontrar nuevas oportunidades y, en definitiva, intentar salir adelante, en muchas ocasiones, con responsabilidades económicas y familiares. Pues bien, la falta de recursos conlleva que muchas mujeres se vean solas en el camino y tampoco encuentren respuesta en las administraciones, ya sea por dificultades de las propias redes, por los escollos en el proceso judicial, por la falta de instrumentos para hacer cumplir las penas a sus agresores…
Desde las instituciones, algunos siguen preguntándose, extrañados, por qué muchas mujeres no denuncian. Si supuestamente, tal y como insisten, esa es la única manera para poder protegerlas, será necesario garantizar un proceso en el que se sientan vistas, escuchadas y amparadas por la justicia, y no ignoradas, cuestionadas y culpabilizadas. Si esto último es lo más habitual, es porque eso es lo que vive la mujer en el capitalismo: cuestionamiento y culpabilización de muchos de sus comportamientos y acciones.
Así, vemos que la gestión capitalista no está logrando reducir la incidencia de la violencia de género. Pero no sólo eso, sino que además se está intentando, si acaso, atajar los síntomas, las consecuencias de un sistema de opresión y violencia contra la mujer; se ponen parches o tiritas, a lo sumo. No dejará de existir violencia de género en el seno del capitalismo, y esto resulta también visible si nos fijamos en las nuevas formas de violencia que genera este sistema. El preocupante aumento de las violaciones grupales en menores de edad o el uso de inteligencia artificial para generar falsos desnudos de niñas y adolescentes constituyen buenos ejemplos. En el primer caso, hay quienes no logran comprender que algo así ocurra en edades tan tempranas. En el segundo caso, se plantea el interrogante de cómo ponerle coto e introducir en el Código Penal delitos relacionados con el entorno virtual. Mientras tanto, las y los comunistas responsabilizamos a un sistema que seguirá haciendo germinar distintas formas de violencia hacia la mujer. Como ocurre con los ejemplos anteriores, todas ellas se hallan vinculadas o son consecuencia de distintas industrias, cuyos negocios no se quiere cuestionar ni poner en peligro desde las instituciones.
Nos preguntábamos antes qué está fallando para que no sólo no descienda, sino para que aumente el número de mujeres asesinadas víctimas de violencia machista, para que cada vez veamos más casos de agresiones sexuales, especialmente cometidas por menores de edad. Frente a las palabras bonitas y esperanzadoras de algunos, las y los comunistas señalamos cuál es el problema de fondo y quiénes lo ocultan o ponen en segundo plano. El problema: un sistema capitalista que ejerce múltiples violencias que, en el caso de las mujeres, se asientan sobre siglos y siglos de opresión. Quiénes ocultan o ignoran ese problema y no sitúan el foco donde debe situarse: aquellos que creen posible (o pretenden hacernos creer que lo es) avanzar hacia una sociedad totalmente igualitaria manteniendo un sistema que se nutre y retroalimenta con la violencia hacia la mujer. Sólo si empezamos a señalar el auténtico origen de la problemática, podremos comenzar a construir las soluciones. Mientras tanto, habrá palabras, comités de crisis y medidas cosméticas. Pero cada mujer asesinada o cada agresión sexual nos recuerda que eso sirve de poco.