Las campañas electorales traen esos lavados de cara, superficiales, del sistema y sus representantes políticos. Es un particular lavado, porque ensucia con una burda capa de maquillaje la decrepitud de un estado de las cosas por el que los años no pasan con dignidad, sino todo lo contrario. Y al fin, lo que queda tras cada “fiesta de la democracia” es una dilatada resaca de sonrisas y lágrimas complacientes. Así se presentaba el verano tras el 23J en España, como una prórroga interminable de la contienda electoral, en la que Feijóo, Sánchez, Abascal, Díaz y compañía habrían de seguir lavando y maquillando el rostro del capitalismo unos meses más. Sin embargo, el viejo sistema ya no se anda con remilgos, y no duda en mostrar su rostro tal cual es: estúpido, voraz, asesino.
Pocos rostros han retratado mejor el machismo de un sistema y de una institución en particular que el de Luis Rubiales —ya expresidente de la Real Federación de Fútbol de España—. Su risa desatada bailando con una mirada frenética que no va a ninguna parte tras besar sin consentimiento a la jugadora Jennifer Hermoso, son la expresión del caudillo que se comporta con la naturalidad de quien sabe que el sistema le ampara. Todo Rubiales es tan grotesco como el panorama del fútbol en España, un negocio convertido —y protegido por la ley— en una red clientelar, un nido de corrupción y un ámbito donde convergen los grandes intereses empresariales del país. Rubiales, su rostro desencajado, es la representación real, el paroxismo, del negocio del deporte bajo el capitalismo, y de los valores que promueve: individualismo, mentira, machismo.
La noche del 23 al 24 de junio, cuando en España comenzaba la larga resaca electoral, en Rusia se fraguaba el motín del grupo de mercenarios Wagner contra el gobierno de Putin. La asonada no pasó de veinticuatro horas, dejando más dudas que certezas, pero entre las certezas había una bastante predecible, la de que el futuro de los líderes de Wagner era incierto. Dos meses después, los dos rostros más conocidos del grupo de mercenarios, sus líder Yevgueni Prigozhin, y su fundador, el neonazi Dimitri Utkin, perecieron tras ser derribado el avión en el que viajaban. Son los rostros de la barbarie imperialista de una Rusia convertida en lo contrario de lo que fue tras el triunfo de la Revolución de Octubre de 1917 y durante los años de la Unión Soviética.
Los rostros como emblemas. Y como reciente emblema de mucho de lo que significa el capitalismo estadounidense: el rostro de Donald Trump fotografiado para su ficha policial. El gesto ridículo de desafío, casi una caricatura de archivillano de cómic. Es fácil caer en la tentación de tomárselo a broma, pero resulta paradójico que aquello que aparentemente debería debilitar la imagen de un representante político en el capitalismo sea precisamente lo que le hace más capaz y más óptimo para prosperar en esa obscenidad de competición por el poder que en el capitalismo, ya lo decíamos, llaman “fiestas de la democracia”.
Y todavía hay quien se empeña en hacer creer en aquello de un capitalismo de rostro humano.