La cumbre de Davos es el encuentro anual de peces gordos que se celebra en Suiza. Grandes empresarios, jefes de Estado e instituciones internacionales se reúnen para analizar los peligros y retos del sistema capitalista. La cumbre es un encuentro de negocios y oscuros encuentros, pero también tiene una parte de charlas donde los principales líderes teatralizan la exposición de sus ideas con discursos que evitan mostrar la crudeza de las relaciones capitalistas.
Pedro Sánchez tuvo la oportunidad de intervenir entre otros oradores, como el CEO de Blackrock, de Siemens, de Nestlé, o directores del BCE y del FMI.
El discurso del Presidente muestra a las claras el papel que la socialdemocracia tiene reservado en este sistema. Tras defender a ultranza el modelo del libre mercado, Sánchez concluyó su intervención de la manera siguiente:
“En los países occidentales la desigualdad está aumentando y la movilidad social se ha estancado. Los ciudadanos están perdiendo poder adquisitivo y luchan por encontrar un trabajo decente, comprar una casa adecuada, proporcionar una buena educación para sus hijos, etc. Para muchos de ellos es imposible ahorrar para unas merecidas vacaciones y menos aún tener una jubilación digna o un seguro de salud privado. Y mientras tanto el número de multimillonarios sigue creciendo, las grandes empresas multinacionales siguen aumentando sus beneficios incluso dándole la espalda a todos los demás. ¿Cómo les podemos pedir a nuestros ciudadanos que aguanten la inflación un poco más cuando las grandes compañías no pagan nada de impuestos gracias a los paraísos fiscales y los vacíos en sus regulaciones internacionales que nosotros dejamos que existan?
Yo os pido a vosotros, las élites globales, que nos ayudéis a cambiar esta situación.”
Aquí Sánchez deja atrás los triunfalistas discursos a los que nos tiene acostumbrados, como que éste gobierno no ha dejado a nadie atrás. También deja en la estacada los discursos de Unidas Podemos que nos cuentan que éste gobierno ha sido un no parar de avances para los de abajo. Aquí se admite lo que todo el mundo sabe: que la burguesía sigue enriqueciéndose a costa del sufrimiento de la clase obrera.
Con toda certeza este discurso coloca este “problema” al margen de los gobiernos, es decir, que ésta es una tendencia general del sistema al margen de que en un país gobierne la izquierda o la derecha. A éste análisis se sitúa un escollo: las regulaciones internacionales favorecen a la clase dominante. Y es curioso porque si el Presidente analiza que éste es el problema, la solución debería ser apelar a los dirigentes políticos, que son los que construyen las regulaciones internacionales, para cambiar el orden de las cosas. En cambio, se plantea esto como una maldición divina contra la que no se puede luchar. Por lo tanto, lo único que queda es suplicar a la burguesía que le eche una mano y se comporte de forma más ética. Pura utopía que siempre se ha dado de bruces contra la realidad.
El discurso de Sánchez tiene la virtud de relatar la injusticia intrínseca del capitalismo, de mostrar que la burguesía tiene el poder por encima de los gobiernos y que usa las regulaciones de estos gobiernos sólo en beneficio propio. Finalmente muestra la incapacidad de la socialdemocracia de cambiar nada. Pero el discurso también entraña el mayor de los peligros: hacernos creer a la clase obrera que la socialdemocracia está preocupada por nuestra situación y que la solución a nuestros problemas pasa por confiar en aquellos que viven a todo trapo a costa de nuestro sudor.