Despedimos el año con mucho, mucho ruido. Grita el poder ejecutivo, grita el poder judicial y parece que todo el mundo se ha convertido en experto constitucionalista, en experto penalista y en experto en general, da igual en qué ámbito. Pero, para las mayorías sociales de nuestro país, lo importante no es el ruido, sino los silencios.
A la polémica sobre la Ley del “sólo sí es sí” y las decisiones judiciales que la han seguido, se suma la polémica sobre la Ley “Trans” y sus posibles implicaciones. Y, como telón de fondo, se mantiene la polémica sobre la renovación del Consejo General del Poder Judicial y sobre la decisión del Pleno del Tribunal Constitucional de admitir a trámite el recurso de amparo presentado por los diputados del PP y de adoptar la medida cautelarísima de suspensión de la tramitación parlamentaria de las modificaciones de la Ley Orgánica del Poder Judicial y la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional.
Se trata de una cómica función, en la que los representantes políticos de la clase dominante, que normalmente dirimen sus diferencias y contradicciones en el circo parlamentario, han decidido repartirse el control de las diferentes instituciones estatales por medios menos civilizados. Es su Estado, el de la clase dominante, y como en las mejores familias, las riñas suelen venir de la mano de las sucesiones, testadas o intestadas.
Pero, en todo este griterío, hay una voz ausente: la de la clase obrera y los sectores populares, que —por ahora— no cuentan con una voz independiente en sede parlamentaria. Alguien debe decir que el Estado, en todo momento y lugar, es un órgano de dominación de clase; que la cacareada división de poderes es una farsa; que una cosa son los derechos formales y otra la vida en los centros de trabajo y en los barrios populares; que su democracia es en realidad una dictadura capitalista ejercida con mano de hierro en contra de quienes todo lo producen.
Está claro que, con tanto ruido, pretenden aturdir. Y pretenden hacerlo porque saben que las condiciones de vida y trabajo no dejan de empeorar; que los salarios no dan para vivir; que por todas partes crece la pobreza; que están retrocediendo nuestros derechos y que nos han metido de lleno en una guerra imperialista de consecuencias imprevisibles…
Por tanto, en medio de tanto ruido, es necesario levantar la voz. Levantarla en nombre de quienes nada tienen y de aquellos a quienes nadie defiende y representa. Hay que levantar la voz para exigir lo que pertenece a quienes son capaces de producir todo lo necesario para la vida; para denunciar a quienes pretender aturdir y desmovilizar a las mayorías sociales; para llamar a la lucha por una sociedad en la que los intereses de la mayoría y el pueblo sean ley. Entonces, y sólo entonces, el ruido será sustituido por la vieja melodía que exige que no haya más deberes sin derechos y ningún derecho sin deber.