El centro de atención en la guerra de Ucrania no puede despistar de la proliferación de otros escenarios de conflicto, todos ellos interconectados por la confrontación imperialista. La convocatoria de referéndums en las regiones de Donetsk, Lugansk, Zapoiriya y Jersón y su posterior integración en la Federación Rusa ha supuesto un punto de inflexión en el transcurso de la guerra, que se deja notar especialmente en el tono de los discursos bélicos. Las mutuas acusaciones sobre la utilización de armamento nuclear, las sempiternas bravuconadas militares de Estados Unidos, o las abruptas pero calculadas declaraciones del Alto Representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad (y vicepresidente de la Comisión Europea), nuestro ínclito socialdemócrata Josep Borrell, sobre la necesidad de la UE de convertirse “en carnívoros”, son muestras inequívocas del peligroso escenario que amenaza con abrirse.
Al capitalismo le saltan las costuras por innumerables fronteras. El conflicto entre Armenia y Azerbaiyán, las disputas territoriales entre Tayikistán y Kirguistán o el reforzamiento de la presencia china en Kazajistán; el papel que aspiran a jugar Turquía e Irán como potencias regionales, en el caso turco con tensiones elevadas en la frontera griega.
En tal situación, altamente inestable, dos potencias salen claramente reforzadas: los Estados Unidos y China. Mientras tanto, el conjunto de la economía mundial se ve conmocionada por una inflación incontrolable, reflejo del grado de competencia y huida hacia el caos del sistema capitalista. El plan pasa por un incremento de los tipos de interés —e BCE procede a una nueva subida extraordinaria de 0,75 puntos—, con el objetivo de reducir el dinero en circulación y reducir la demanda; “enfriar la economía”, a pesar de que eso suponga una reducción de las tasas de crecimiento y la posibilidad de entrar en recesión, algo que parece inevitable. Esta situación, que no es nueva, significa la apertura de un nuevo proceso de destrucción de fuerzas productivas, un repunte del paro y, en general, un empeoramiento de las condiciones de vida de la mayoría trabajadora.
Se van conjugando así elementos presentes en las crisis más importantes del último cuarto del siglo pasado: distorsiones en las cadenas de suministro de recursos energéticos, altísimos niveles de inflación e incremento significativo de tipos de interés. Ante estos hechos, es evidente que la economía mundial, y en particular la de la zona euro y la española, se dirigen hacia una situación grave de empeoramiento de las condiciones de vida. Lo que viene no es sólo un invierno “complicado”, sino una nueva crisis de alcance aún desconocido, pero de perspectivas más amenazadoras que nunca en décadas.
En el plano nacional, las políticas del gobierno están dirigidas a garantizar los intereses de los grandes monopolios, pero tratando de mantener el equilibrio sobre la cuerda suspendida que conduce al ciclo electoral de 2023, cubriendo metas volantes que pasan por la aprobación de los Presupuestos Generales o el debate sobre la “Ley Trans”, con la mínima afectación negativa a los cálculos de voto para el año que viene. En este sentido, el gobierno, ambos socios, se disputan un relato de políticas favorables “a la clase media y trabajadora”. Un juego de espejismo e ingeniería fiscal para maquillar una realidad inflacionaria y una pérdida del poder adquisitivo que deja beneficios empresariales disparados, por ejemplo para la energéticas —un crecimiento del 29% de los beneficios para Iberdrola en el último año—, mientras la clase obrera hace acopio de mantas —la venta de este tipo de productos de abrigo ha crecido un 47%— ante la inminencia de un invierno en el que no pueda permitirse encender la calefacción.
La lucha por el incremento salarial —nunca por debajo del IPC— y por una intervención sobre los precios, son las primeras necesidades, acuciantes en este momento, para comenzar a articular que la clase obrera y el pueblo se protejan de un sistema en bancarrota que sólo propone barbarie.