Un lejano 30 de diciembre de 1922 se fundaba la Unión Soviética como resultado de la federación de cuatro repúblicas socialistas, entre las cuales se encontraba la República Socialista Federativa de Transcaucasia, que abarcaba buena parte del Cáucaso. Quiso la casualidad que tan importante fecha para la clase obrera mundial coincidiera simbólicamente con la de su disolución en diciembre, esta vez de 1991, como quiso la causalidad que la primera república en proclamar la independencia de la URSS fuese la República Autónoma de Najicheván, también caucásica.
Cuna de tragedias y glorias, Pushkin le dedicaba versos al Cáucaso, Tolstoi le escribía historias y hasta en la Grecia clásica se hablaba de la región, considerándola uno de los pilares del mundo. Y si era el Cáucaso el sitio donde Zeus condenó a Prometeo a ser devorado eternamente, parece también que los trabajadores de hoy estén condenados allí a sufrir perennemente la guerra y el horror.
Pero sólo lo parece, porque entre la opresión zarista de principios del siglo XX y las masacres de hoy existió un intervalo de siete décadas en el que el Cáucaso era entorno de paz y prosperidad, destino vacacional de muchos obreros soviéticos, escenario de las películas más taquilleras en el bloque socialista, entorno de producción alimentaria y de extracción de recursos naturales vitales para la economía del país.
El resurgimiento de los conflictos nacionales en el Cáucaso con la disolución de la Unión Soviética demostró que el origen del odio y la matanza no eran el ruso, el armenio o el azerí, sino el capitalismo con su desigualdad y con las leyes económicas por las que se rige. Y es que, desde aquel fatídico 25 de diciembre de 1991 en el que se arriaba por última vez la bandera con la hoz y el martillo en el Kremlin, numerosos conflictos han bañado la región: Chechenia, varias veces; el Daguestán, Ingusetia, Georgia, Armenia, Azerbaiyán. La muerte y el dolor se extienden como una plaga.
Los trabajadores de Armenia y Azerbaiyán recibieron una rápida demostración de lo que significa el capitalismo ya en 1988, en plena Perestroika, cuando las Repúblicas Socialistas de ambos territorios empezaron una guerra por la delimitación de las fronteras. Se preparaban para la desintegración. Y desde que ésta se produjo, los dos países que surgieron del desastre han chocado en numerosas ocasiones: importantes picos del conflicto se produjeron desde 1988 hasta 1994; en 2016; en 2020; en 2021 y ahora, ya en 2022.
En el Cáucaso conviven, profundamente mezcladas entre sí, diversas nacionalidades. Esta mezcla se aceleró en los setenta años de convivencia pacífica en el socialismo, donde el odio nacional no existía ni suponía una traba al cambio de domicilio o al desplazamiento interno. En Armenia hay azeríes viviendo; en Azerbaiyán hay también armenios.
Pero lo que en el socialismo no suponía fricción alguna, en el capitalismo es semilla para la discordia. Las crisis económicas y la desigualdad generan resentimientos entre la población que son explotados por la burguesía para redefinir los mapas en base a sus intereses económicos.
La región del Najicheván, antaño República Socialista autónoma habitada por numerosos armenios, fue el escenario de una limpieza étnica por parte de Azerbaiyán hace ya algunos años. Constituye hoy un enclave administrativo azerí rodeado de tierras armenias y difícilmente comunicado con el resto de Azerbaiyán.
En el antiguo óblast soviético del Alto Karabaj viven fundamentalmente armenios rodeados de territorio azerí. Pero esto ya era así en tiempos soviéticos, cuando el Partido bolchevique decidió que el óblast estaría dentro de la República Socialista Soviética de Azerbaiyán. Lo que ayer era una entidad administrativa dónde se vivía con normalidad, es hoy una trinchera de Armenia en la guerra contra Azerbaiyán.
El conflicto entre Armenia y Azerbaiyán, producido por el capitalismo monopolista, por el imperialismo, tiene que ser explicado en términos económicos y políticos, pues las subjetividades nacionales son el telón de fondo. Un telón de fondo irrelevante en otros momentos históricos, como ya hemos tenido la oportunidad de ver.
Armenia ha sido en la región, desde el final de la primera guerra con Azerbaiyán en 1994, un aliado cercano de Moscú. Integrado en la Unión Económica Euroasiática (UEE) y en la Organización del Tratado de la Seguridad Colectiva (OTSC), Yereván constituye la punta de lanza rusa en la zona. Así era cuando el país era presidido por Serzh Sargsyan y así ha seguido siendo a pesar de la revolución de colores de 2018, cuando Nikol Pashinian llegó al poder, remodeló el sistema político armenio y se convirtió en Primer Ministro, pero siguió alineado con Rusia aún con un cierto distanciamiento.
Azerbaiyán, de mayoría étnica túrquica, es por su lado un país muy cercano a Turquía y a la OTAN. Considerado socio cercano de la Alianza Euroatlántica, en palabras del propio Secretario General Jens Stoltenberg, Bakú ha recibido de Turquía, pero también de Israel, armas desde hace años así como apoyo político de Bruselas y de Washington.
En un contexto de recrudecimiento de las tensiones internacionales a raíz de la guerra de Ucrania, donde chocan los dos bloques imperialistas principales, es decir el eje Estados Unidos-UE y el eje China-Rusia, las agresiones de Azerbaiyán en septiembre de este año, que ha entrado directamente ya no en el Nagorno-Karabaj, sino en la propia Armenia, suponen la apertura de otro flanco para Rusia. Azerbaiyán, país rico en petróleo y gas, se convertirá previsiblemente en importante socio comercial de la Unión Europea este invierno ante el previsible corte de suministro del gas ruso.
Y así, mientras los trabajadores europeos nos morimos de frío, los rusos son enviados al frente, los armenios son masacrados y los azeríes incrementan la producción de gas y petróleo bajo el látigo de los capitalistas, los monopolios de todos los países seguirán acumulando beneficios multimillonarios en un mundo cada vez más cerca del conflicto militar generalizado y del abismo. La solución a las disputas nacionales, el fin de las tensiones militares, del odio y de la muerte nos la enseñaron siete décadas de construcción socialista en la Unión Soviética. Un legado para la esperanza, si sabemos recogerlo.