Poco antes de la aprobación de la Reforma laboral por parte del Consejo de ministros allá por diciembre del 2021, la CEOE alababa el texto acordado puesto que “da estabilidad, garantiza la paz social y consolida lo esencial de la reforma del 12. Aporta confianza y certeza al país”, señalaba la patronal en su comunicado. La socialdemocracia volvía a hacer de las suyas: gestionar el gobierno capitalista, actualizando, y por tanto perpetuando, las relaciones de explotación con los mayores niveles posibles de paz social. Pero la paz social no es infinita y menos en un proceso de intensa pérdida de poder adquisitivo.
Los precios están disparados, casi en el 11% de subida anual, mientras los salarios solo aumentan un 2,56% en los convenios colectivos, por lo que la brecha sigue creciendo entre salario e inflación. En consecuencia, la mayoría trabajadora que vive de su salario es cada vez más pobre.
Todo este intenso proceso de las condiciones de vida y de trabajo de la clase obrera y el pueblo se da, eso sí, en un contexto de aumento singular de beneficios de los principales monopolios: Ya el año pasado, las empresas del Ibex 35 generaron, de forma agregada, un beneficio neto récord de 57.797 millones de euros. Este año la tendencia es similar, con el agravante de que las energéticas han obteniendo beneficios récord en el primer semestre por la subida de precios a raíz de la guerra de Ucrania. Por situar algunos ejemplos, Iberdrola obtuvo su mejor resultado semestral desde que hay registros, Repsol dobló sus beneficios con respecto al año anterior y Endesa elevó sus beneficios un 10% en comparación con el mismo periodo del año anterior.
En estas circunstancias, el estallido social es cuestión de tiempo, por mucha pretendida paz social que se busque con medidas cosméticas que pretendan atenuar las consecuencias del modo de producción capitalista. El riesgo al que nos enfrentamos es que ese descontento no se canalice en clave clasista, sino que se dé en parámetros reaccionarios.
Durante la crisis capitalista anterior, el descontento se canalizó fundamentalmente a través del 15M, con reivindicaciones que respondían, en esencia, a las aspiraciones de la pequeña burguesía, arrastrando tras de sí a importantes sectores de la clase obrera y el pueblo, que se vieron imbuidos de las falsas ilusiones levantadas por la nueva socialdemocracia que, una vez convertida en organización política, prometió que gracias a su participación en gobiernos a todos los niveles, mejorarían las condiciones de la clase obrera, condicionando todo ello a la vía electoral y desmovilizando a su vez la lucha y la organización popular.
Hoy, la reacción avanza en todos los campos y una socialdemocracia lastrada por años de gestión sin efectos reales en la vida de la mayoría trabajadora no parece la mejor alternativa para importantes sectores populares. Es en este contexto donde un sindicalismo de clase es más necesario que nunca, pero despojado de la hegemonía socialdemócrata que hoy lo caracteriza.
La ausencia de un mensaje rápido y beligerante contra los precios energéticos, de lucha en las calles para denunciar el empobrecimiento de la clase obrera o de crítica a la gestión del Gobierno es un grave error por parte de las organizaciones sindicales, que temen hacerle el juego a la reacción si son muy contundentes con el Gobierno. Ya se sabe, elegir el mal menor porque se entiende que quienes hoy gobiernan son aliados.
Lo hemos repetido muchas veces, pero no está de más recalcar de nuevo que la participación en Gobiernos burgueses nunca puede ser beneficiosa para la mayoría social trabajadora. No se puede gestionar a favor de la clase obrera y el pueblo un sistema que se basa en el expolio a esa misma clase obrera y ese mismo pueblo.
El camino no está en ser desde las organizaciones sindicales la correa de transmisión de las posiciones del Gobierno, ni siquiera de ser un lobby que juegue un papel de ligerísimo contrapeso frente a las propuestas patronales. El sindicalismo de clase debe tener unas posiciones nítidamente independientes, con una tabla reivindicativa que no se contente con la paz social, sino que aspire a la mejora de los salarios y de las condiciones de vida y de trabajo de cada uno de los trabajadores de nuestro país.
Es bajo esos parámetros, donde la clase obrera puede recuperar la confianza perdida y luchar, confiando en sus propias fuerzas, con su clase y sus organizaciones en clave clasista. La plantilla de Zumosol de Palma del Río nos muestra el camino, al igual que los compañeros de Schneider Electric, o las trabajadoras del sector de las conservas o los obreros del metal de Cádiz y Cantabria.
Las huelgas han crecido un 20% en el primer semestre del año con respecto al mismo período del año anterior, pero es necesario aumentar mucho más la conflictividad. Hay que romper la paz social. “Vienen curvas” afirmó hace poco Nadia Calviño, pero la única curva que debe subir ahora es la de la conflictividad, que ha de dispararse al ritmo que lo hace la inflación, si no queremos ser siempre nosotros y nosotras los que pagamos las consecuencias de las crisis cíclicas del capitalismo.