2022 se ha convertido un año de récords si hablamos de incendios forestales. La tragedia no sólo se cebaba con nuestros paisajes, sino que además se ha cobrado —hasta ahora, y esperemos que no más— tres vidas humanas luchando contra las llamas en Zamora. La pregunta es obvia: ¿qué está pasando para que este año ya hayamos superado (nota: este artículo se está escribiendo en agosto) la superficie quemada de los cinco años anteriores juntos?
Rara vez se recuerda que el fuego no es por sí mismo un “enemigo” del medio ambiente. De hecho, su aparición puntual puede considerarse positiva —a corto plazo— en algunos ecosistemas, al favorecer la incorporación al suelo de nutrientes anteriormente retenidos en otros seres vivos, sobre todo plantas, y fertilizando así el terreno. El ejemplo mejor conocido de este fenómeno se da en las regiones tropicales, donde las frecuentes lluvias y el rápido crecimiento de la vegetación generan suelos extraordinariamente pobres. En consecuencia, la agricultura de esas zonas usa con frecuencia los incendios para generar suelos más fértiles donde sea posible cultivar durante unos años.
Pero no hace falta ir tan lejos: la quema de rastrojos sigue siendo una práctica habitual en España. En ciertos territorios de nuestro país aún podemos encontrar noticias de personas ancianas que provocan incendios por limpiar terrenos de maleza “mechero en mano”. Incluso tenemos técnicas de extinción de incendios basadas en el uso del fuego. Que las llamas tengan tantos usos en la naturaleza no es casual. El problema está cuando se dan las condiciones para que todo se descontrole. Y esas condiciones esenciales son, por un lugar, ciertos factores ambientales decisivos y, por otro, la presencia de materiales combustibles.
Hay muchos factores ambientales destacables en la propagación de los incendios forestales, imbricados a veces de formas retorcidas. No obstante, se considera que tres de ellos son los más determinantes de todos, al punto de que establecen de manera orientativa las condiciones óptimas para que se desarrolle un gran incendio forestal –la conocida como “regla del triple 30”–: temperaturas mayores de 30 ºC, humedad menor del 30%, velocidad del viento superior a los 30 km/h. No se cumple en la totalidad de casos, pero en más de un 70% de incendios de más de 500 ha. se dan al menos 2 de las 3 variables juntas. Y si hablamos de variables ambientales, toca hablar de un sospechoso que encaja bastante.
Nadie en su sano juicio, con los datos disponibles, puede negar que en el último siglo y medio estamos experimentando un cambio climático. Tampoco se puede negar que, de hecho, este existe en un porcentaje mayor o menor por la propia actividad humana —aunque no es el momento de hablar de ello, así que lo apartaremos por el momento—. Lo que los datos y las previsiones nos afirman, más allá de relatos apocalípticos, es cómo ya está afectando este proceso a España: veranos más cálidos y secos con fenómenos extremos (olas de calor, tormentas, etc.) más frecuentes y violentos. En resumen: cada vez va a ser más fácil cumplir la “regla del triple 30”.
La segunda condición para la propagación de incendios era la presencia de materiales combustibles (habitualmente, leña). Y aquí, de nuevo, tenemos que hablar del mismo sospechoso. La presencia de gases de efecto invernadero y, especialmente, del dióxido de carbono no solo ayuda —recalcamos lo de “ayuda”, porque no es la única causa— a que se produzca el cambio climático, sino que tiene un segundo efecto: una mayor capacidad de las plantas para crecer, creando así más material que se puede quemar potencialmente en caso de incendio.
Pese a todo ello, debemos responder una pregunta sencilla: ¿es el cambio climático responsable de que haya peores incendios forestales? La respuesta es igualmente sencilla: no. El cambio climático favorece que los incendios que se produzcan sean más virulentos, pero no produce los incendios. El calor, la poca humedad y el viento no pueden favorecer que se propague el incendio que no existe. Los rayos que cayeron en la provincia de Zamora no hubieran quemado 60.000 hectáreas si no hubiera habido una cantidad extraordinaria de leña altamente inflamable y si la respuesta humana hubiera sido la adecuada. Y un dato relevante que debemos añadir: solo el 5% de los incendios forestales tienen causas naturales; el resto se deben, de forma accidental o voluntaria, a la mano del hombre.
Lo que sí debemos señalar y denunciar es la política ambiental actual. Un ejemplo de ello es el comportamiento de la Junta de Castilla y León. En primer lugar, negándose a adelantar la campaña anti-incendios a pesar de una de las mayores olas de calor de los últimos tiempos y ya con varios grandes incendios activos. En segundo lugar, con las lamentables declaraciones del consejero Suárez-Quiñones, asegurando que “mantener el operativo todo el año era un despilfarro” y que el problema era de “las nuevas modas del ecologismo”. En tercer lugar, con unas condiciones de miseria para los bomberos forestales, sin apenas comida, agua, equipo y con un salario injustificable, poniéndolos en pie de guerra. El desinterés por las condiciones laborales de sus trabajadores y por el medio ambiente del gobierno de Castilla y León —recordamos, casi una quinta parte de todo el país— llega al extremo de que va a destinar más dinero en reparar los daños causados en los incendios de este verano que todo el presupuesto de 2021 para el operativo contra incendios de toda la comunidad.
Pero no nos engañemos. La actuación de la Junta de Castilla y León no tiene nada que ver con que el gobierno lo compartan PP y Vox. El contraejemplo lo tenemos en la coalición de izquierdas que en la Comunitat Valenciana se enfrenta a los peores incendios de la década, también con una enorme carencia de medios. Lo común, en ambos gobiernos, es la defensa de un capitalismo que, como bien diría Marx hace más de 150 años, socava al mismo tiempo las dos fuentes originales de toda riqueza: la tierra y el hombre.