En contra de lo que muchos piensan, la vocación original de los medios masivos no es la de informar, sino la de comunicar. Una diferencia sutil que radica, esencialmente, en la honestidad con la que los medios se dirigen al público. Si bien es cierto que las noticias, como base de los contenidos informativos, pueden ser manipuladas o directamente falsas; nuestra percepción (la del público), es consciente en relación a dichas noticias. Podremos estar o no de acuerdo con la información, pero en mayor o menor medida sabemos que el medio de comunicación está intentando que asimilemos unas ideas concretas. Sin embargo, esas primeras obras de teatro o esos primeros recitales a los que asistieron grupos de individuos miles de años antes de la existencia de cualquier libro, al igual que hoy sucede con las series, los podcast o los contenidos en redes sociales, nos hacen interiorizar mensajes sobre los que no suele recaer un ejercicio crítico tan contundente como con la información mediada. Aunque también es cierto que a medida que la información se va mezclando con formatos de entretenimiento sustentados en la carcajada, el chisme o la bronca en detrimento del nivel argumentativo y la calidad de las fuentes (como sucede en gran parte de las tertulias y columnas de opinión de los medios españoles), nos acercamos más a un escenario mediático de entretenimiento puro donde se pretende comunicar sin informar. O sea, generar ideología sin querer dejar pruebas de la misma.
Este cambio de modelo no sólo afecta a nuestra forma de ver o interpretar el mundo debido a la información que sobre el mismo recibimos; también tiene un sentido empresarial. El consumo de información a través de medios tradicionales es menos prolífico. Lo habitual hasta la llegada de las redes sociales era que una misma persona leyese un periódico o viese un informativo para enterarse de la actualidad. Podía leer varios periódicos o ver varios canales para estar informado, pero no pasaba por todas las cadenas para estar al día. Además, el consumo de información a través de redes sociales ha deteriorado en gran medida nuestra relación con la información. La última edición de El libro blanco de la información que publicó la Asociación de Medios de Información alertaba de que “El 56,8 % de los lectores españoles de prensa se informa a través de redes sociales, aunque sólo lee titulares y alguna noticia”. El entretenimiento, a diferencia de este modelo de información, requiere mucho más tiempo para su consumo y supera con creces a la oferta informativa. Algo que genera un mayor nivel de consumo, y por tanto, un mayor volumen de ingresos. Según el informe publicado por VOD Analytics en febrero de este año, “cada español tiene acceso a una media de 2,3 servicios de streaming”. También según esta empresa, “el principal motivo que dan los usuarios de plataformas para su contratación es la variedad de contenido (65,9%)”.
Pasar de un ecosistema mediático centrado en la información a otro centrado en el entretenimiento ha generado un cambio drástico. No sólo por la transformación de entornos analógicos a digitales que muchas veces vienen asociados a este tipo de consumo, sino porque la producción de entretenimiento permite generar contenidos mucho más rentables dado que una misma serie o videojuego (por ejemplo), pueden subtitularse o doblarse a muchos idiomas con un incremento minúsculo de los costes y un aumento desproporcionado de los ingresos. Esto ha generado en primer término una expansión de los grandes capitales internacionales hacia los sistemas mediáticos de los países capitalistas. Es por eso que según Ymedia Wink iProspect, España ha pasado de contar con diez grandes grupos mediáticos a mediados de los años 2000, a cerrar el 2021 con dieciséis grandes grupos; cinco de los cuales se encuentran entre las diez empresas más grandes del mundo (Apple, Microsoft, Amazon, Google y Facebook). The Walt Disney Company (grupo de comunicación más grande del mundo), a pesar de no figurar como gran grupo en España, suministra contenidos a gran parte de los grupos que sí reciben este estatus en nuestro país. Un escenario que apunta al sorpasso del gran capital internacional sobre los grupos mediáticos tradicionales en el ecosistema comunicativo español.
La concentración y centralización del capital son procesos inherentes al sistema capitalista, pero el caso de los medios de comunicación resulta muy singular por su carácter cada vez más multidisciplinar. Al tradicional chantaje publicitario ejercido por el capital a través de sus medios de comunicación tanto a gobiernos como a otras empresas privadas trocando silencios por dinero; se añaden ahora como formas de negocio el uso y venta de datos personales para incrementar las ventas propias y ajenas (como hace Amazon). Tampoco se quedan fuera del negocio comunicativo las empresas de telecomunicaciones, que absorben a otras empresas para controlar desde la infraestructura satelital, de fibra o teléfono al contenido audiovisual que vemos en nuestro dispositivo móvil o en nuestra televisión (como el caso de Telefónica, también entre los grupos mediáticos más importantes en España). Un modelo que supone un peligro social real al controlar el capital, no solo la información mediada y el entretenimiento que consumimos, sino como en el caso de Google, la capacidad, incluso, de modular el acceso a la información de la población a través de internet o el control sobre infraestructuras físicas, patentes, dispositivos o programas que permiten a las personas comunicarse en el caso de Apple.
Bajo este paradigma, ya no hablamos sólo de intentar evitar la desinformación o las mentiras de unos medios ya denostados, o la influencia y manipulación de una industria cultural privada; hablamos de recuperar el control como clase sobre nuestra capacidad para interactuar, comunicarnos o socializar. Por tanto, resulta imprescindible disponer de un espíritu crítico que nos permita discernir cómo informarnos, no solo sobre lo que sucede, sino también sobre lo que necesitamos saber, para en último término, tener la capacidad de actuar con claridad ante un problema comunicativo, que tiene su origen en lo económico, pero que es desde luego estructural.