Hay fechas que no podrán ser nunca borradas de la historia de la humanidad, por su simbolismo, por lo que supusieron de bueno para el devenir de los acontecimientos. Y, de la misma forma que hay fechas memorables, también las hay aquellas que uno querría poder olvidar.
El 4 de agosto de 1914, el parlamento alemán votaba, envuelto en un ambiente de júbilo bélico, los créditos de guerra que permitían al imperio del káiser Wilhem II arrojar a sus tropas al frente de batalla. En el debate parlamentario, el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) se enterraba a sí mismo con el conocido discurso que iba a preludiar su voto favorable a los créditos de muerte. “No desertaremos a nuestra patria”, clamaba Hugo Haase, su portavoz. “La socialdemocracia alemana ha abdicado políticamente y, al mismo tiempo, la Internacional Socialista se ha derrumbado”, le respondía la comunista Rosa Luxemburgo.
Un repaso a los libros de historia, los mismos que se utilizan en las escuelas y en los institutos para enseñar a nuestra juventud, basta para ver el tratamiento que se da a la Primera Guerra Mundial desde el academicismo. La ambición del káiser alemán, las ansias expansionistas del Imperio Austro-Húngaro o la confianza del Imperio Ruso son situadas exageradamente como el punto de partida de la guerra. Las tensiones políticas y territoriales engendradas por la competencia económica, el surgimiento de las condiciones económicas para el nacimiento de nuevas naciones en el seno de los imperios despóticos o la pugna por la repartición de las colonias son minimizadas y pasan a un segundo plano.
Pero esto no sucede sólo en las clases de nuestros centros educativos. Si retrocedemos hasta 1914, nos encontraremos en la prensa, en los discursos políticos y en la cultura exactamente el mismo sesgo. Nunca nadie ha dicho al pueblo que la guerra se haga por negocios. Así, el panorama literario británico espoleaba por aquel entonces, y desde hacía décadas, una visión supremacista del Imperio británico, supuestamente civilizado, frente a un mundo por disciplinar. “Los bretones nunca, nunca serán esclavos” entonaba una popular canción patriótica del momento. Pero Gran Bretaña no se quedaba sola en su histeria nacionalista, sino que era acompañada de los cantos germanos en favor de la reunificación cultural alemana, las proclamas religiosas de Rusia, los alardes de Francia a su avance industrial. Todos ellos coincidían en situar a su patria en una posición preponderante respecto a las demás.
Los socialdemócratas alemanes cedieron sus posiciones, en aquella histórica votación de los créditos de guerra, cuando más importante era mantenerlas. En el momento en el que la burguesía y sus altavoces exhortaban, a gritos, a abandonar toda lucha en favor de la patria. Pero no de cualquier patria, la patria de la burguesía. Ir al frente a luchar y a morir, si era necesario, en nombre del país pero para los beneficios de las grandes empresas que buscaban repartirse los mercados.
A lo largo del siglo XX, numerosas guerras se han librado por el capital, pero nunca en nombre del capital. Nicaragua, Grecia, India, República Dominicana, Etiopía, Angola, España. El discurso era la necesidad de contener el avance del comunismo. La realidad: aplastar no sólo al comunismo, sino también al movimiento anticolonial y asegurar la explotación de sus mercados. La guerra del Vietnam se libraba, en palabras del presidente norteamericano Richard Nixon, “para defender la libertad” del país “frente a la agresión comunista”. Quería decir, en realidad, que la guerra estaba ahí para sacar a Estados Unidos de la recesión y para asegurar el suministro de caucho, vital en la industria automovilística.
En el siglo XXI, desaparecido el comunismo, los argumentos fueron replanteados. Siria, Irak, Afganistán, Yugoslavia. Ahora se defendían los derechos humanos contra los regímenes que se apartaban de ellos. Claro está que este argumentario se sostiene de manera endeble cuando con la mano izquierda se apartan algunos regímenes autoritarios y con la derecha se sostienen otros tantos, más amistosos con la potencia imperialista de turno.
La historia es dura porque enseña, pero lo hace a base de golpes. Y a base de golpes hemos aprendido la justeza del planteamiento leninista sobre la interrelación entre economía capitalista, monopolismo y guerra. El libre mercado lleva a la aparición de grandes empresas, por el natural proceso de concentración y centralización del capital; los monopolios, gigantescos, controlan a los Estados; los Estados actúan en su favor, para asegurar sus beneficios. Recurriendo a todo. Recurriendo a la guerra cuando hace falta y a la paz cuando no hay más remedio.
Y así llegamos a la guerra ucraniana. Una guerra iniciada por Rusia con la invasión o por la OTAN con el golpe de Estado de 2014, ¿qué más da?, iniciada por el imperialismo.
Iniciada por el imperialismo porque en el capitalismo de nuestra época la paz es un estado de las cosas temporal. Las disputas por los mercados, por los recursos naturales y por las vías de transporte son constantes y a cualquier precio. La guerra es un instrumento más, siempre presente, esperando para entrar en escena.
En Ucrania, como en la Primera Guerra Mundial, las potencias contendientes desprecian a la contraria. La ridiculizan. Tienen sus sagrados motivos oficiales para meterse en el conflicto. Unos buscan asegurar los derechos humanos, pero avalan la prohibición de partidos políticos; otros quieren desnazificar el país, pero permiten a los nazis campar a sus anchas en su propio territorio. En el telón de fondo, la verdad: el control de un territorio crucial en términos militares, vía de transporte a Europa del gas ruso y uno de los principales productores mundiales de grano.
Y mientras ellos se frotan las manos y se aprestan a hacer negocio, a nosotros nos llaman a vivir y a morir por una patria que para nosotros no existe, por una democracia que no es para nosotros, contra otro bloque imperialista que sangra a sus trabajadores exactamente igual que el nuestro. Pero a nosotros, que nos han arrebatado todo, nunca podrán privarnos de elegir si luchamos bajo la bandera de la burguesía contra otra burguesía o bajo la bandera del proletariado internacional contra la burguesía internacional.