El fin del verano de 2021 dio paso a un desmedido entusiasmo en los medios de comunicación españoles: se alcanzaban niveles de vacunación suficientes para proclamar la inmunidad de rebaño, se había salvado la temporada turística y el tiritante PIB crecía, aunque sus cifras palideciesen frente a los precios de la luz o los combustibles. Claro que pronto ómicron iba a convertir el sueño en pesadilla y el problema del gas no iba a ser el único que se achacase a Rusia. Diciembre arrancó con cifras récord de contagios y hospitalizaciones, pero poco a poco la actualidad informativa se trasladó a los confines orientales de Europa, en concreto, a la frontera entre Ucrania y Rusia.
El problema, dice la OTAN, es que Rusia pretende anexionarse a su vecino eslavo y una guerra es inaceptable en la Europa democrática del siglo XXI. El problema, dice Rusia, es que la OTAN le prometió que jamás se expandiría hacia el Este y esta promesa incumplida rebasa una línea roja si Estados Unidos despliega misiles nucleares en Kiev, dejando atrás la doctrina de seguridad de la Guerra Fría: la destrucción mutua asegurada (MAD, por sus siglas en inglés). La MAD establece que si una potencia nuclear atacase a otra, no habría forma de evitar una represalia atómica. Pero para que sea efectiva, existe un límite temporal: si el tiempo de vuelo de los cohetes es menor a 10 minutos (y son 5 entre Kiev y Moscú), lo más probable es que no pudiesen detectarse a tiempo de una respuesta. Por eso, dice el Kremlin, Estados Unidos no podía permitir los misiles soviéticos en Cuba en 1962, ni tampoco Rusia puede permitir la entrada de Ucrania en la OTAN.
Pero ninguno de los dos bandos dice la verdad. A la OTAN poco le preocupa la paz y la democracia, como ha demostrado insistentemente durante toda su historia. A Rusia le preocupa su seguridad, pero no es eso lo que está en juego. A pesar de las numerosas diferencias formales entre ambos, Rusia y los países miembros de la OTAN tienen algo en común: el imperialismo, en el sentido en que lo expresaba Lenin.
Tanto en Washington como en París, Londres, Moscú o Berlín, domina el capitalismo monopolista. El poder económico determina al político y está cada vez más concentrado en grupos oligárquicos que lo dominan todo. Controlados los mercados nacionales, el capital busca expandirse mediante la exportación de capitales, el control de los mercados, las rutas comerciales y los territorios. Todo esto, convertido en política de Estado, es lo que conocemos como imperialismo, independientemente de que los medios para conseguirlo sean la invasión militar, el golpe de Estado, la injerencia en asuntos de terceros países, la presión o el mero acuerdo amistoso.
Si bien la agresividad del imperialismo estadounidense y su preponderancia en el dominio de los mercados mundiales es un hecho, esto no es contradictorio con afirmar que también la Unión Europea o Rusia son imperialistas, aunque su puesto en la cadena del imperialismo esté varios eslabones por debajo.
La Federación Rusa no solo no es la Unión Soviética, sino que quienes la gobiernan son los herederos de quienes derribaron el primer Estado obrero del mundo. El gigante eslavo está dominado hoy por monopolios. Precisamente por su debilidad en la competencia interimperialista, algunos de ellos tienen una participación más o menos significativa del Estado (casos de Gazprom, Rosneft o Sberbank). Otros, como Lukoil, Nornickel o Yandex, son completamente privados. La mayoría se dedican a las industrias extractivas y de exportación de minerales e hidrocarburos, síntoma del gigantesco retroceso que sufrió Rusia tras el fin de la Unión Soviética, una de las principales potencias tecnológicas de su época en muchos sectores económicos.
El interés ruso en Ucrania, así como el motivo por el que intervino en enero en Kazajistán, es cómo se posicionan sus monopolios en la competencia interimperialista.
Claro que eso nunca se admitirá abiertamente. Tampoco Japón proclamaba su intención de conquistar Asia Oriental, sino que lo revestía con una potente capa de maquillaje: una “esfera de co-prosperidad” para los asiáticos, sin intervención de los europeos. El Imperio Británico “extendía la civilización”, Estados Unidos quiere propagar la “democracia y los derechos humanos en el mundo” y Rusia proteger su seguridad y reunificar el “mundo ruso”. Y detrás de tan empalagosas intenciones, el capital monopolista. Delante, los tanques, cuando hacen falta.
En Ucrania estamos ante una confrontación interimperialista. Una confrontación desigual, sí, como todas. El papel de los comunistas es luchar contra la guerra y decirle a la clase obrera, la ucraniana en primer lugar, que sus intereses no están del lado de ninguno de los capitales enfrentados. Tal como proclamaban los bolcheviques en 1914, lo correcto es volver las bayonetas contra el capital que te ha enviado al matadero, y convertir la lucha entre imperialistas en una lucha contra el imperialismo mismo.