¿Qué tienen que ver el recrudecimiento de la guerra del Donbass en Ucrania, la construcción de una tubería submarina en el Báltico y la anciana que se queda sin calefacción en pleno invierno? Algunos lo llamarán geopolítica y los marxistas lo traducimos como la confrontación interimperialista en torno a la energía.
Si bien el conflicto en el Este de Ucrania nunca se ha apaciguado, las últimas semanas han visto un incremento de las acciones militares ucranianas contra los civiles de Donestsk y Lugansk, el despliegue de la armada estadounidense en el Mar Negro y la acumulación de tropas rusas al otro lado de la frontera.
Pero las razones del conflicto están cientos de kilómetros al Norte de Kiev. Allí, en las aguas internacionales del mar Báltico, Rusia y Alemania construyen el Nord Stream 2, un gasoducto con capacidad para trasladar 55.000 millones de metros cúbicos de gas al año. Con 1.230 kilómetros de longitud y 11.000 millones de dólares de presupuesto, este segundo gasoducto une al mayor exportador de gas natural del mundo -Rusia- con el mayor importador -Alemania. El acuerdo, firmado bilateralmente entre los gobiernos de ambos países, no está enmarcado dentro de los acuerdos comerciales de la Unión Europea, como tampoco lo está el del gasoducto por el que España importa gas de Argelia.
Los mayores opositores al proyecto son Polonia, Ucrania, Eslovaquia y Estados Unidos, por razones variadas. En el caso de las tres naciones europeas, cuentan con gasoductos operativos desde tiempos soviéticos por los que pasa el gas que Rusia exporta a Europa Occidental. Esto les genera cuantiosos ingresos por derechos de tránsito, que en el caso de Ucrania suponen el 3% de su PIB.
Este es uno de los motivos por los que Rusia quiere construir este segundo gasoducto por la ruta báltica: eliminar intermediarios para no pagar derechos de tránsito. Especialmente, debido a las malas relaciones entre Rusia y algunos de los países de la zona, en particular Ucrania, que mantiene litigios con la estatal rusa GazProm. De un lado, están las crecientes reclamaciones de Kiev sobre el precio del tránsito, pero de otro está la costumbre ucraniana de compensar lo que dejan de percibir robando de los gasoductos que pasan por su territorio. Estas disputas han provocado en más de una ocasión que media Europa se quede sin calefacción en pleno invierno.
Como inciso, Ucrania, décima economía mundial en tiempos soviéticos y la número 55 hoy, viviendo del tránsito y el robo de hidrocarburos ajenos. Rusia, en su día segunda economía mundial y líder tecnológico en sectores que iban desde la exploración espacial hasta la máquina herramienta, hoy exporta cereales e hidrocarburos.
Pero no sólo aquellos que cobran derechos de tránsito están en contra del Nord Stream 2. Estados Unidos, tradicionalmente importador neto de hidrocarburos, hizo numerosas inversiones durante la última década en la tecnología conocida como fracking o fractura hidraúlica, que permite extraer gas natural inyectando agua a presión en zonas profundas. A pesar del impacto ecológico de esta técnica, Estados Unidos consiguió posicionarse como exportador de gas. Esta amenaza para la hegemonía rusa y de ciertos países de Oriente Medio en el sector, llevó a una guerra de precios a la baja. Dado que el fracking es un 50% más caro que extraer hidrocarburos de los pozos tradicionales, la guerra de precios hundió la naciente industria norteamericana que, de hecho, en plena pandemia, tuvo que pagar a quienes se llevaran la mercancía.
No sólo el producto estadounidense es más caro, sino que la exportación mediante gasoducto evita la necesidad de licuar el gas, por lo que abarata el monto económico.
Incapaces de competir con motivos económicos, Estados Unidos y los tres países europeos han recurrido a toda una serie de argumentos extraeconómicos. Desde la preocupación por los derechos humanos en Rusia (pero no en Arabia Saudí, por lo visto) hasta la provocación militar. De momento, el Parlamento Europeo ya ha votado una resolución que llama a detener el proyecto amparándose en la “amenaza rusa” y las provocaciones en el Donbass y el Mar Negro parecen destinadas a reforzar esta idea.
Varias flotas de la OTAN han realizado maniobras en la zona donde se construye el gasoducto y Rusia ha denunciado intentos de sabotaje. Las habituales sanciones estadounidenses ya están aprobadas y han llevado a 18 empresas europeas a abandonar el proyecto.
Sin embargo, con solo 120 km por construir (un 6%) y un trabajo conjunto de décadas entre las oligarquías de Rusia y Alemania en el sector de la energía, difícilmente el proceso es ya reversible. Rusia se ha asegurado contactos en las altas esferas alemanas de la mano de Gerhard Schröder, antiguo canciller alemán y actual presidente del Consejo de Administración de Rosneft, monopolio estatal petrolero de Rusia, y del consorcio que construye Nord Stream. Y las preocupaciones polacas y ucranianas por el envenenamiento de Alexei Navalny o el belicismo de Moscú, difícilmente resultan creíbles cuando su propuesta es que el gas siga pasando por su territorio.
Por lo tanto, tenemos por delante meses de intensa confrontación en Europa Oriental. El imperialismo es bien capaz de dejar a una anciana sin calefacción o incluso provocar guerras en lejanos rincones de Europa, si lo que está en juego es un negocio energético de miles de millones de dólares.
Juan Nogueira