En las últimas décadas, el debate sobre las pensiones en España, y en Europa, ha estado permanentemente secuestrado por el mantra de la insostenibilidad del sistema público de pensiones. Todos los Gobiernos, los think tanks neoliberales y los medios de comunicación de masas repiten, como un dogma, que el envejecimiento de la población y el aumento de la esperanza de vida hacen inevitable recortar derechos o retrasar la edad de jubilación. No hay dinero, dicen, para todo.
Sin embargo, este discurso confronta con una realidad donde la permisividad fiscal con las grandes fortunas, con los bancos que no devuelven las insultantes cifras con que fueron rescatados, el atraco permanente perpetrado por las energéticas o el crecimiento desenfrenado del gasto militar vienen a poner de manifiesto que de lo que se trata es de una cuestión de clase donde se insiste en priorizar los beneficios privados sobre el bienestar colectivo. Por eso deberíamos preguntarnos si realmente la sostenibilidad de las pensiones es un problema técnico o una excusa para imponer una agenda de desmantelamiento social que sigue incidiendo en trasvases de rentas del trabajo a rentas del capital. Por necesidades de espacio abordaremos sintéticamente sólo cuatro aspectos que pueden darnos muchas respuestas.
En primer lugar, podemos ver como desde los años 90 en España se han ido aplicando sucesivas reformas de pensiones bajo la presión de la Comisión Europea y el Fondo Monetario Internacional (FMI). Los sucesivos Gobiernos del PSOE y del PP han alargado progresivamente la vida laboral –con la reforma de 2011 elevando la edad de jubilación a 67 años–, han vinculado las pensiones a la esperanza de vida (2013) y han endurecido los años de cotización requeridos. Todo ello bajo el argumento de garantizar la sostenibilidad de un sistema que, según los pronósticos catastrofistas, colapsaría ante el aumento de jubilados.
Curiosamente, los datos, sus propios datos, desmienten el relato apocalíptico. Según la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF), el sistema de pensiones español registró superávit en 2022 y 2023. Además, la hucha de las pensiones –el Fondo de Reserva–, vaciada deliberadamente durante la crisis para rescatar bancos, no se ha repuesto. Si a ello le sumamos las constantes rebajas y subvenciones a empresas para que les salga más barata la mano de obra, el problema está claro que no es demográfico, sino de prioridad de a qué se dedica el dinero que sale de las cotizaciones a la seguridad social, que –no olvidemos– es parte de la riqueza generada por los trabajadores y las trabajadoras.
Queda así meridianamente claro que el concepto de sostenibilidad, usado torticeramente, se ha venido utilizando como coartada para ejecutar reformas y prioridades de gasto que empobrecen a la clase obrera.
En segundo lugar, vemos cómo mientras se exige a la clase obrera trabajar más años por pensiones más bajas, la Unión Europea relaja sus propias reglas fiscales para financiar el rearme. En noviembre de 2023, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, propuso aumentar el gasto militar en 1,5% del PIB comunitario (unos 650.000 millones de euros en cuatro años), facilitando que los Estados miembro incumplan los límites de déficit. Paradójicamente, esa misma Comisión lleva años exigiendo a España reformas estructurales en pensiones, salud y educación, alegando restricciones presupuestarias.
España es un caso emblemático de esta contradicción. En 2023, el Gobierno destinó en total 27.700 millones de euros a Defensa (sumando a los 12.827 millones del ministerio de Defensa el presupuesto de partidas de carácter militar que se hallan repartidas en otras carteras), un 26% más que en 2022, superando por primera vez el 2% del PIB exigido por la OTAN. Mientras, la inversión en sanidad pública sigue por debajo de los niveles precrisis (5,7% del PIB frente al 6,3% de 2009) y las listas de espera médicas baten récords. La pregunta es inevitable: ¿por qué hay dinero para aviones de combate F-35, cuyo coste unitario ronda los 80 millones de euros, pero no para asegurar pensiones dignas o camas hospitalarias?
Claramente, estamos ante un doble rasero en cuanto a disciplina fiscal, y de nuevo ante la definición de prioridades que anteponen el rearme y la guerra sobre el bienestar de la clase trabajadora.
En tercer lugar, podemos ver cómo detrás del discurso de la sostenibilidad se esconde también otro objetivo como es el de transferir el ahorro del pueblo trabajador a gestores privados. En los últimos años, gobiernos y patronales han promovido agresivamente los planes de pensiones privados, presentándolos como un complemento necesario ante la supuesta debilidad del sistema público. Incluso las centrales sindicales mayoritarias han firmado acuerdos para impulsarlos, normalizando un modelo que beneficia a bancos y aseguradoras.
El negocio es muy lucrativo. Según la Asociación de Instituciones de Inversión Colectiva y Fondos de Pensiones (Inverco), los fondos de pensiones privados en España gestionaban 119.000 millones de euros en 2023, con comisiones que pueden devorar hasta el 30% de los rendimientos. Además, estos planes trasladan el riesgo a los individuos, pues si las inversiones fracasan (como en 2008) el trabajador pierde su jubilación. Mientras, el sistema público, de reparto y solidario, garantiza ingresos estables incluso en crisis. No es casualidad que BlackRock, el mayor gestor de fondos del mundo, presione a la UE para privatizar las pensiones.
Nos encontramos, pues, ante un giro de tuerca sostenido hacia una privatización encubierta que lleva hacia la transformación del derecho a una pensión digna en un negocio billonario para los grandes fondos.
En cuarto lugar, uno de los argumentos más cínicos para alargar la vida laboral es el aumento de la esperanza de vida. Si vivimos más, debemos trabajar más, repiten políticos y editorialistas al servicio de sus amos. Pero esta lógica, que sólo busca el aumento de la generación individual de plusvalía por individuo y la reducción del retorno de lo cotizado en forma de pensiones, oculta además conscientemente dos realidades.
Por un lado, la enorme desigualdad en la longevidad en España: dependiendo del código postal de residencia, una persona puede vivir hasta siete años menos si reside en un barrio obrero, lo que es una muestra clara de cómo existe una diferencia de clase también en la esperanza de vida.
Por otro lado, y ligado a lo anterior, las condiciones de vida de la clase trabajadora hacen que la relativa longevidad no vaya acompañada necesariamente de buena salud. Así queda patente con el aumento de las enfermedades crónicas y la necesidad de atención por discapacidades asociadas a la edad, pero también a una vida en condiciones de trabajo físico y psíquico extenuante.
Estamos por tanto ante un diseño cicatero e inmoral de recortes que reduce la vida de la persona a permanecer en la rueda de la explotación y la extracción de plusvalía hasta que, inservibles para ello, se nos desecha, no permitiéndonos desarrollar un número sustancial de los últimos años de la vida en plenitud.
De lo anterior podemos deducir sin mucho esfuerzo que reducir la jornada laboral huyendo de la trampa de convertirlo en la apertura de una puerta para el trabajo a demanda, mejorar las condiciones de trabajo y salud y usar las ganancias de productividad para que la población disfrute de más años de retiro saludable choca de forma antagónica con un sistema que prioriza la acumulación de capital sobre el bienestar de quienes todo lo producimos. Una muestra más de que el capitalismo es incompatible con la vida.
Como hemos podido ver en tan sólo una escueta aproximación a cuatro aspectos de la realidad, la lucha por las pensiones no es un debate técnico, sino político. La jubilación no es un lujo, sino un derecho conquistado. Defenderla exige desenmascarar las falsedades argumentales, pero también luchar por construir un sistema donde la riqueza sirva para alargar una vida digna y plena, y no la jornada laboral.
Se trata de un derecho que nos están robando y por lo tanto de un campo de batalla más de la lucha de clases donde, de nuevo, los intereses del capital y el trabajo son irreconciliables. Una lucha de clases en la que el enemigo avanza a paso firme y que requiere una respuesta contundente por nuestra parte que cuestione globalmente un modelo económico que privatiza ganancias y socializa pérdidas, y que invierte en destrucción en lugar de cuidar vidas. La próxima vez que alguien nos hable de reformar las pensiones por sostenibilidad, habría que responder con preguntas incómodas: ¿sostenibilidad para quién? ¿Por qué no recortar los gastos militares? ¿Por qué no gravar a los que más tienen? ¿Por qué no todo para quien todo lo produce? ¿Por qué no socialismo-comunismo?