Trabajamos en la misma empresa, ocupamos el mismo puesto y tenemos las mismas responsabilidades que nuestros compañeros. Sin embargo, a fin de mes, sus nóminas se inflan un poco más que las nuestras. Este fenómeno no es fortuito, circunstancial o casual; es un engranaje más del funcionamiento de un sistema que se asienta y se nutre de la discriminación estructural. Discriminación que, si se suma a la condición de mujer migrante u ocupada en un sector especialmente precario, se manifiesta como una distancia cada vez más y más pronunciada.
La brecha salarial no es un recurso discursivo que sacar a la palestra una vez al año en el Día de la Igualdad Salarial. Es un reflejo muy vivo de la explotación que sufrimos las mujeres trabajadoras. Los datos nos dicen que en 2023 aumentó 0,6 puntos hasta alcanzar el 19,6%. Esto significa que, de media, las mujeres cobramos 4.856 euros menos al año que los hombres. Aun así, a pesar de que todos los años escuchamos cuántos años necesitaríamos para cerrar esta brecha y alcanzar la igualdad retributiva, seguimos encontrando a quienes hablan de esta desigualdad con argumentos manidos sobre «elecciones personales». Achacarla a situaciones individuales y elecciones subjetivas supone ignorar que el capitalismo es un sistema perfectamente engrasado y que la división sexual del trabajo cumple un papel fundamental en su funcionamiento.
Nosotras asumimos la mayor parte del trabajo de cuidados y tareas reproductivas. Por un lado, el sistema se ha asegurado de tener a su disposición mano de obra bien vestida, alimentada y formada. Y se ha asegurado de que, cuando esa mano de obra acaba su «vida útil», tiene quien cuide de sus necesidades. Por otro lado, somos la mano de obra barata de la que echar mano en épocas de crisis o la que ocupa los puestos de trabajo más precarios. Un negocio redondo.
Así, las tareas de cuidado no remuneradas siguen recayendo mayoritariamente en las mujeres obreras. Abuelas, madres, tías, hermanas, hijas y amigas ven limitado su tiempo para desarrollarse profesional e individualmente para dedicarse a labores que deberían estar colectivizadas y retribuidas. Hay recursos de sobra para ello, pero, como siempre, se encuentran en manos de unos pocos, y no sólo no están dispuestos a compartirlos, sino que parecen tener ideas infinitas de cómo acumular cada vez más.
No es accidental que los hombres concentren los complementos salariales, pluses de productividad y bonificaciones por disponibilidad, nocturnidad, etc., y esos son los factores fundamentales de la brecha salarial. Ellos, horas extra y ascensos. Nosotras, reducciones de jornada y asumir dobles jornadas con la carga laboral y la doméstica. No se trata en ningún momento de enfrentarnos a nuestros compañeros de clase, no son ellos nuestro enemigo. Es simplemente una realidad dentro del sistema capitalista que esta desigualdad existe y que se reproduce. Se trata de centrar nuestros esfuerzos en visibilizarla y en luchar conjuntamente por erradicarla. Esta lucha debemos darla desde nuestros centros de trabajo, pero también desde nuestras casas y nuestro entorno social.
Otros argumentos que escuchamos, con irritante persistencia en los últimos años, son aquellos que glorifican lo que llaman «pasos de gigante en la lucha por la igualdad». Las obreras, que sabemos que no podemos permitirnos ser arrastradas por los espejismos de que dentro del capitalismo vamos a lograr una igualdad plena, nos preguntamos: ¿igualdad para quién? Nos dicen que cuando se implementan medidas como la reforma laboral o el aumento del Salario Mínimo Interprofesional somos nosotras las grandes beneficiadas. La realidad de lo que vivimos se impone, nuevamente, y es que el impacto de estas medidas se diluye ante la persistencia de la temporalidad, la parcialidad impuesta y la falta de corresponsabilidad en los cuidados. Además, el encarecimiento de la vida engulle cualquier aumento irrisorio de salario, mientras el capital sigue blindando sus beneficios a costa de nuestra explotación. Sólo se explica que quienes elaboran, acuerdan y aplican estos parches lo hagan tan alegremente y tan asiduamente por el hecho de que se encuentran completamente desconectados de la vida diaria de las mujeres trabajadoras.
Si además de mujeres obreras somos mujeres migrantes, nos enfrentamos a más barreras, a condiciones de trabajo más precarias y a salarios aún más bajos. El miedo y la incertidumbre que pesa sobre el conjunto de los trabajadores encuentra en el racismo y el machismo la tormenta perfecta para asegurarse de que ocupemos los empleos más precarios y peor pagados. Encontrarte lejos de tu hogar, de tu red de seguridad, el desconocimiento de las normativas y otros tantos factores te sitúan en un escenario de vulnerabilidad que muchas veces te empuja a aceptar jornadas criminales y condiciones terribles por sueldos miserables.
Lo que debemos tener claro es que no podemos seguir esperando que aquellos que salvaguardan el sistema cumplan su promesa de acabar con esta desigualdad, en esta generación o en la siguiente. También, que la lucha contra la brecha salarial no se puede fundamentar en animar a la superación individual o en la conformidad con las migajas que nos ofrecen quienes nos explotan; es una batalla colectiva que solo ganaremos con organización. Porque luchar desde todos los ámbitos de nuestra vida para que se produzcan cambios reales que garanticen salarios dignos, condiciones laborales justas para todas, así como que exista corresponsabilidad real en los cuidados y la socialización de los mismos, es una deuda histórica. «A igual trabajo, igual salario» no es sólo una consigna que pasear en ciertas fechas; debe ser un pilar de dignidad para toda la clase trabajadora.