¡BASTA!

Lunes, 09:00 am: María recibe un correo en el cual se le asigna, para ejecución inmediata, una nueva tarea que consiste en «hacer calle» y adentrarse en las zonas más peligrosas del barrio por petición del organismo público autor del pliego. Martes, 21:00 pm: Marcos entra al turno de noche en un centro de salud mental, se ve obligado a hacer una contención física a un usuario que amenaza con un cuchillo a su única compañera en el turno. Miércoles, 11:30 am: Paula recibe una llamada en la cual es informada de que uno de los menores con los que trabajaba ha sido asesinado en un ajuste de cuentas en el barrio. Jueves, 19:45 pm: Elena y Clara recogen el testimonio detallado de una menor que ha sufrido abuso sexual por parte de un conocido, la acompañan a denunciar, la policía se niega a tomar declaración, la empresa gestora del programa les recrimina haber echado horas extras para hacer el acompañamiento. Viernes, 13:30 pm: Lucía recibe amenazas por la familia de uno de los menores a los que ha acompañado a denunciar una situación de violencia doméstica, se encuentra las ruedas del coche pinchadas. Sábado, 20:00 pm: Irene acude a la mutua después de haber sido agredida físicamente en su centro de trabajo por un usuario, la mutua no quiere darle la baja y su jefe la obliga a continuar trabajando con el mismo usuario sola en el turno. Domingo, 09:00 am: Carla, en su primera entrevista del día, recoge el testimonio detallado de una víctima de 10 años de violencia de género.

Esto es una semana promedio en la vida de una educadora social. Ninguna de estas profesionales ha recibido una evaluación adecuada de riesgos psicosociales de sus puestos de trabajo. Ninguna de estas profesionales ha sido atendida ni ha recibido apoyo psicológico para afrontar las situaciones a las que se expone. Ninguna de estas profesionales dispone de protocolos de actuación claros y definidos. Ninguna de estas profesionales ha sido escuchada por las empresas gestoras ni por los organismos públicos encargados de los pliegos de los programas de intervención cuando han comunicado las carencias y las necesidades de los recursos en cuestión. Ninguna de estas profesionales ha recibido alguna forma de reconocimiento o valoración de su trabajo que no fuera de sus compañeras y compañeros. Ninguna de estas profesionales ha sido atendida cuando ha manifestado los riesgos de sus tareas asignadas. Ninguna de estas profesionales ha sido escuchada cuando ha verbalizado la precariedad en la que se ofrece el servicio a los usuarios. Lo que sí han recibido de sus empleadores son respuestas tales como «son lentejas» o «el que quiere ganar dinero no se dedica a lo social» cuando, curiosamente, son ellos los que han encontrado un nicho de mercado en la precariedad y en las desigualdades sociales sobre las que intervenimos, todo ello bajo la atenta mirada de los organismos públicos contratantes.

Mientras empresas y administraciones públicas pretenden desentenderse de la responsabilidad de nuestra realidad laboral y echan balones fuera refiriendo que entre sus competencias no tienen cabida nuestras demandas, el servicio que ofrecemos, nuestras condiciones laborales, nuestras condiciones de vida, nuestra salud física y nuestra salud mental no hacen otra cosa que empeorar. La acción sindical, en un sector de poca tradición organizativa, pierde fuerza frente a la densa bruma burocrática.

El tercer sector lleva años caracterizado por una realidad específica de los países capitalistas situados en las posiciones más avanzadas de la economía mundial, aquellos que tuvieron las condiciones de posibilidad para constituir los «sistemas de bienestar». Aquel modelo, basado en la utilización de recursos públicos para la compensación de los golpes que la cotidianeidad de la vida capitalista genera, para integrar y parchear, lleva décadas en proceso de deconstrucción. La narrativa socialdemócrata triunfante acerca del «bienestar» y del «progreso» conllevó la desarticulación paralela del movimiento obrero y popular organizado, se tradujo en «paz social», renunciando a una de las claves que permitieron alcanzar muchas de esas conquistas. El haber dejado de considerar esas demandas parciales e inmediatas un campo de disputa de clases ha diluido la tensión organizativa que es necesaria para poder conservarlas y, aún más, para poder trascenderlas.

Es así como, entre indignación y frustración no canalizada por parte de trabajadoras y vecinos, se han ido poniendo voladuras en los diversos mecanismos, recursos y servicios públicos a medida que se estrechaban las posibilidades económicas del capitalismo español, crisis tras crisis. Sus gestores –y aquí el color no presenta diferencias sustanciales en fundamento, solo en forma– siguen requiriendo de mecanismos de compensación e integración, pero la tendencia los impele a tratar de mantenerlos adelgazados, de la manera más austera posible, o directamente convertirlos en nicho de rentabilidad. Más aún, en un sector como el nuestro, que atiende dentro de la dinámica antes descrita a los sectores más hondos o desplazados de la «normalidad» capitalista.

Este sistema, caduco hasta el tuétano, extrae siempre su beneficio a nuestra costa, a costa de reducir nuestro salario directo e indirecto, lo que lleva a una situación como la actual, en la que el salario no es ya garantía de la reproducción vital. Llevado a nuestro sector, provoca la paradoja de que trabajadoras pobres intervienen sobre usuarias pobres; vivimos en la precariedad y atendemos a la precariedad.

La concepción instrumental de nuestra profesión, es decir, la visión desnuda de la acción e intervención social como mecanismo de control y coerción del Estado sobre una sociedad agrietada, es lo que lleva a que las administraciones inviertan las funciones que, aparentemente, deberíamos desarrollar: se subraya que estamos al servicio de los organismos contratantes, cuando aparentemente el objetivo de la profesión debería ser ofrecer un servicio social que fomente la autonomía y desarrollo adecuado a las necesidades de los usuarios. Esta visión «realista» aflora y se endurece cuando se reducen las posibilidades económicas del Estado; entonces, el bienestar tanto de los usuarios como del conjunto de las trabajadoras queda relegado a un segundo plano, lo justo para que se cumplan los mínimos funcionales.

El problema se retroalimenta cuando las personas responsables de crear y supervisar los pliegos y las partidas presupuestarias para los programas de intervención son personas completamente ajenas a la profesión y a las realidades con las que se trabaja en el día a día. Estas personas, con las que, por supuesto, el conjunto de las profesionales no tenemos ningún tipo de contacto gracias a la subcontratación de empresas privadas, una vez han desarrollado (bajo su propio criterio) los pliegos y sus correspondientes cláusulas administrativas nos dan la espalda sin ningún tipo de remordimiento.

La privatización de los servicios sociales, o tercer sector, que lleva años avanzando imparable a la par que la desarticulación de los recursos públicos, implica la continua pérdida de calidad de la intervención a costa del beneficio económico de las empresas gestoras, cuya actividad económica principal, en ocasiones, ni siquiera es la acción social, siendo esto permitido por los organismos públicos competentes en la materia. El modelo de subcontratación supone la excusa perfecta para que las entidades públicas se desentiendan de las condiciones laborales del personal de los programas, relegando la responsabilidad plenamente a las empresas contratantes. Es por todas sabido que estas empresas, además de reducir al máximo la inversión en formación, buscan distribuir la carga de trabajo entre el menor número posible de trabajadoras, alargando cubrir las bajas y negándose a comunicar a los organismos públicos la ineficacia y la precariedad del contenido de los pliegos, tanto en recursos económicos como en personal que no atiende a la actualidad de las necesidades de los perfiles y los contextos sobre los que se desarrolla la intervención. Entre unos y otros hacen una pinza que ahoga a trabajadoras y usuarias.

La privatización del tercer sector no es, además, una cuestión únicamente económica, también tiene un trasfondo político: la disolución de fuerzas del sector. La diversidad de convenios y la desactualización de estos juegan un papel importante en la desestructuración de nuestra fuerza unitaria como trabajadoras y trabajadores del sector. Además, es muy frecuente que se den situaciones en las cuales se aplican convenios que poco tienen que ver con las funciones reales del profesional en el programa. Paralelamente, el desfase legislativo retroalimenta las carencias de los convenios. Esto ocurre, por ejemplo, con las ratios con las cuales deben trabajar las profesionales: varían según el convenio y en algunos casos llevan años sin ser actualizadas o, cuando se actualizan, lo hacen de manera irrealista, sin contemplar las nuevas necesidades emergentes en la sociedad.

La sobrecarga de trabajo, la falta de recursos, la exposición a situaciones de violencia, la inseguridad laboral, las condiciones contractuales precarias y la inexistencia de un reconocimiento y una valoración de nuestro trabajo traen consigo un inevitable agotamiento profesional. Este agotamiento profesional no solo influye en nuestra salud; también supone una constante rotación del personal (por bajas médicas o abandonos de la profesión) y, en consecuencia, una grave afectación a la calidad del servicio.

La vorágine reaccionaria con la que convivimos en la actualidad no pierde tiempo en aprovechar trágicos casos como el de Belén para señalar como culpables de esta situación a los usuarios a los que atendemos, desbrozando con ello el camino para retrotraer nuestra profesión a metodologías punitivistas y securitarias. Como profesionales del sector social, debemos alejarnos de discursos que fomenten la estigmatización elitista, xenófoba y esencialista de las personas con las que trabajamos; el peso del fracaso de la intervención no puede recaer sobre el sujeto de la intervención, sino que está directamente relacionado con un sistema que es incapaz de intervenir, ya no de manera definitiva, sino de manera eficazmente compensatoria, sobre la propia pobreza y violencia que genera.

Casos como este deben servir para insistir, por tanto, en que el aumento de los índices de violencia en el sector es, fundamentalmente, una consecuencia directa de la constante precarización de los recursos, resultado de continuos recortes, privatización, carencias económicas y personales, así como de la completa ausencia de cauces comunicativos reales y efectivos con el conjunto de profesionales del sector. Los programas ni llegan a la totalidad de la población que requiere del servicio, ni llegan a tiempo, ni llegan con los medios adecuados. Se trata de una problemática colectiva que se manifiesta en la individualidad de los perfiles en intervención, no una problemática individual.

Pero combatir esa visión reaccionaria que crece no puede hacerse desde el mismo marco ideológico, aunque se vista de humanismo o progresismo. La pobreza, la desigualdad, la explotación y la violencia no son una casualidad, son un problema estructural, imbricado profundamente en las leyes que rigen el sistema capitalista. Combatir el auge reaccionario exige de una visión crítica de la función de la profesión y de las condiciones de su desarrollo; una visión consciente, de clase, que debe impregnar nuestras metodologías, nuestra orientación profesional y servir de base para la promoción de la organización social y sindical del sector.

Con todo ello, lamentando profundamente la muerte de nuestra compañera Belén Cortés y trasladando el mayor de los pésames a sus compañeras y familiares, ya es hora de que las trabajadoras del sector digamos «¡Basta!». Ya es hora de que digamos que la precariedad de nuestro sector mata. Que exijamos una revisión y unificación de los convenios del sector por parte de los organismos competentes en la materia, sindicatos y colegios profesionales. Que exijamos la abolición de la subcontratación y privatización del tercer sector. Que exijamos la revisión sistemática de pliegos, actualizándolos a las necesidades y contextos incipientes. Que exijamos asegurar unas condiciones laborales dignas para las profesionales tanto en materia de seguridad como en reconocimiento, sueldos y formación. Y, por último, pero no menos importante, que exijamos que se asegure un servicio de calidad a las personas usuarias de nuestros programas.

Hay responsables. Hay que luchar.

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