Lo primero que sentí al entrar al pabellón donde se organizaba el Festival de la Juventud fue asombro: «¿Tan grande es?». En esa pregunta se entremezclaban el orgullo de ver que avanzamos por buen camino y que nos marcamos objetivos ambiciosos con los nervios de no saber si habíamos sobrevalorado nuestras capacidades. Este tipo de nervios los ha sentido cualquier militante a lo largo de su trayectoria, incluso al organizar pequeños actos desde sus colectivos de base, viendo en algunos casos enormes éxitos llenando salas y, en otros, el duro golpe de no haber podido cumplir con los objetivos marcados. Pero el optimismo rebosaba mi pecho, la confianza en el esfuerzo y la capacidad de nuestra organización disiparon cualquier atisbo de duda y la ilusión que se apoderó de mí por vivir aquel gran día la conservo todavía hoy como un fuego que ahuyenta cualquier otra duda de mi cabeza.
Huelga decir que el festival fue un gran éxito; el lector de estas líneas quizá lo vio de primera mano o ya habrá escuchado las anécdotas de amigos y camaradas. Como siempre en actos de este tipo, esperaba con ganas el concierto de la Banda de la Juventud, que en este caso presentaba su nuevo álbum. El trabajo artístico –y político– de la Banda para recuperar y revitalizar canciones típicas de nuestra tradición revolucionaria alegra el corazón de cualquier oyente y lo acerca a aquellas antiguas generaciones de militantes que hoy solo conocemos por los libros de historia, a todas y cada una de esas personas que con sus acciones, sus palabras o sus armas fueron tejiendo el hilo rojo que hoy recuperamos para bordar de nuevo el cielo del mañana.
La obra de teatro presentada por varios militantes de la Juventud apuntaba en la misma dirección. Recuperando a nuestro Alberti, representaron la obra con la que España despidió a los valientes hombres y mujeres de las Brigadas Internacionales en 1938. Y es que esa «fraternidad de los pueblos» a la que Alberti dedicó aquella obra podía verse y palparse en el mismo pabellón del Festival: diecisiete delegaciones de organizaciones de todo el mundo estaban presentes, con quienes pudimos hablar y compartir experiencias y la ilusión por un mundo mejor.
Pero la vocación artístico-cultural del evento no se quedó «solamente» en los conciertos y en la obra de teatro. Una pequeña feria del libro, a la que asistieron editoriales militantes como Tinta Roja o Dos Cuadrados, y revistas como Juventud! o Para la voz, ponía a disposición de los asistentes textos de ensayo y literatura que nuestra larga tradición revolucionaria ha elaborado a lo largo de décadas.
Y no puedo olvidarme del mural colaborativo en cuyo lienzo, al terminar el evento, gobernaba una larga bandera roja. Y, al lado del mural, los niños. El espacio infantil rebosaba vida y futuro. Niños de todas las edades, incluso menores a mis escasos cinco años de militancia, jugaban y correteaban por el festival. Los dirigentes del futuro. Por ellos luchamos, y ellos seguirán luchando por los nuevos niños por nacer. Nada infunde mayor valor, mayor certeza de que nuestra lucha es justa, que saber que algún día los niños serán felices en un mundo en el que, como decía María Teresa León, se hará todo para ellos.
Toda la jornada y, en fin, toda la actividad de nuestro Partido y de nuestra Juventud puede resumirse precisamente en eso: revitalizar el comunismo, porque sabemos que el comunismo es la juventud del mundo.