Editorial: El relato y la realidad

En el siglo XX, tras la conmoción que supusieron las dos guerras mundiales, y sobre todo años y décadas más tarde, con la distancia y la perspectiva que el paso del tiempo permite, hubo muchos que se preguntaron: ¿cómo pudo ocurrir? ¿Cómo pudo ser que los nazis diseñaran y ejecutaran todo un plan premeditado para acabar con un pueblo entero? ¿Cómo no conseguimos evitar la escalada bélica ni los enfrentamientos abiertos entre potencias, que en su imparable escalada terminaron por estallar, con trabajadores de todo el mundo separados por miles de kilómetros yendo al frente de batalla a matarse?

En la era de la comunicación y la información, nadie puede decir hoy que no fuimos conocedores del genocidio palestino a manos del Estado sionista de Israel. Lamentablemente, se ha narrado en vivo y en directo en redes sociales. Nadie puede decir que no supimos que Trump enviaría a miles de migrantes a la prisión que Estados Unidos tiene en la base ilegal de Guantánamo, en la isla de Cuba. Nadie puede decir a la ligera que las mujeres víctimas de violencia sexual lo que deben hacer es denunciar, porque todos pudimos ver el interrogatorio inquisitorial del juez Carretero a Elisa Mouliaá.

Y, si lo sabíamos, ¿por qué no pudimos evitarlo? Las sombras y las tinieblas de nuestra época no serían tan complicadas de explicar a las generaciones futuras que no lo conozcan de primera mano si les recordamos que nuestras sociedades de la información y la comunicación no aseguran per se ningún progreso natural, si les recordamos que el capitalismo contiene un antagonismo inevitable entre capital y trabajo y que, en su fase imperialista, implica una tendencia a la reacción en todos los ámbitos que se manifiesta en una permanente disputa –más o menos soterrada o abierta en cada periodo– por el reparto del mundo entre las grandes potencias y, con ello, en un aumento de las guerras; en una constante búsqueda de aumentar el grado de explotación de la clase obrera ante la necesidad de acumulación de la burguesía; en una represión reforzada por parte de los Estados contra todo movimiento de protesta y organización de la clase obrera…

Con esos elementos sobre la mesa, el avance de la reacción, y en concreto el auge del nacionalismo, la xenofobia y el racismo, será algo que estudiarán las generaciones futuras. Y ante explicaciones parciales, individualistas, psicológicas –en definitiva, idealistas, que no partan de los factores socioeconómicos–, habrá que insistir en cómo estos fenómenos no tuvieron como causa un carácter reaccionario de determinados líderes mundiales coincidentes en el tiempo, como escucharíamos decir a un Pedro Sánchez al hablar de «la internacional reaccionaria», sino que más bien fueron síntoma de lo subyacía en el fondo. ¿Y qué subyacía? Una evolución de los posicionamientos de ciertos sectores de la clase capitalista.

En un escenario de evidentes dificultades del capital para reproducirse, algunos sectores de la burguesía han dejado de ver con buenos ojos la senda por la que venía el capitalismo y buscan otro tipo de gestión. Se trata de una vía alternativa para llegar a un mismo punto: garantizar la rentabilidad del capital a costa de la clase obrera. Así, algunos capitalistas se han planteado la necesidad de acortar las cadenas de valor, han buscado reconfigurar ciertas alianzas interimperialistas y han apostado por el nacionalismo económico. Y la manera más efectiva como se puede garantizar esta otra vía es reforzando el papel del Estado, defendiendo la producción nacional frente a lo que algunos denominan «globalismo», cohesionando. Es entonces, con ese análisis en la mano, como podemos explicar de forma más rigurosa y certera el auge de las posiciones xenófobas y racistas, que justifican la preeminencia de lo nacional frente a lo extranjero.

En esta defensa de lo nacional se encuentran, además, con un compañero de viaje, la pequeña burguesía, que, radicalizada en su necesidad cada vez más evidente e imperiosa de no sucumbir al gran capital, señala también a este, identificado con las tesis «globalistas». Así entendemos mejor que un partido como Vox hable de las oligarquías mundiales. Que nos insistan en que los pobres que vienen de otros países terminan siempre robándonos el trabajo y trayendo la violencia y la inseguridad a nuestros barrios. Que refuercen el bombardeo ideológico y la preparación psicológica de las masas trabajadoras para que veamos la guerra con naturalidad, como un fenómeno inevitable. Que una de las redes sociales que iban a democratizar la información (algunos debieron de olvidar por un instante que seguíamos en el capitalismo) sea adquirida por el hombre más rico del planeta y la ponga explícitamente al servicio de su proyecto político e ideológico nacionalista. Que la líder de la extrema derecha alemana, en una escena surrealista que culmina el revisionismo histórico que abandera la UE desde hace tiempo, sostenga que Hitler era «comunista».

Frente a esta defensa explícita de la nación como comunidad de intereses, como si las y los trabajadores tuviéramos mucho en común con los Botín, Florentino, Ortega o Roig, la socialdemocracia se erige en defensora del pueblo y exhibe un discurso de acogida a los migrantes que choca de frente con sus hechos: la gestión de las fronteras, las disputas sobre el «reparto» de los MENAs, la ley de extranjería y las condiciones de vida de los migrantes en nuestro país no parecen muy compatibles con una preocupación genuina por garantizar los derechos de la población migrante. En el fondo, buscan igualmente la pervivencia del capitalismo, y ven a los migrantes como una «solución» para ello. Si no, miremos por ejemplo sus opiniones en el debate sobre la sostenibilidad de las pensiones.

Y, frente a la reacción, pretenden diferenciarse mucho. Si realmente no están defendiendo también en el fondo la existencia de una comunidad de intereses nacional, ¿cómo se explica que pretendan hacer pasar por algo positivo la servidumbre ante las aseguradoras de MUFACE? El Gobierno incrementó la prima hasta tres veces (un 17 %, un 33,5 % y, finalmente, un 41 %) para contentarlas. ¿Cuánto están ganando las aseguradoras? ¿Cómo de maltrecha está la sanidad pública? ¿No son acaso las mismas administraciones las que al mismo tiempo se pliegan a las exigencias de las aseguradoras y deterioran nuestro sistema público de salud? El «ala izquierda» de la socialdemocracia, en este caso la ministra de Sanidad, Mónica García, expresa su «contundente discrepancia» con la solución. El ministro de Función Pública, Óscar López, recuerda que Mónica García es miembro del Consejo de Ministros que aprobó la última oferta para las aseguradoras. ¿Hasta cuántas firmas le permiten a uno como ministro seguir mostrando su «contundente discrepancia» con decisiones de su propio Gobierno y pasa a ser cómplice?

En un mundo donde cada vez importan menos los hechos, la verdad, la realidad, y más el relato, resulta que contar rigurosamente los hechos, la verdad, la realidad constituye un acto realmente revolucionario, al menos un primer paso. Y, sobre todo, resulta fundamental rescatar la importancia de fijarnos en los hechos de unos y otros y no fiarnos de su relato.

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