Editorial

Comienza 2025. Nos acercamos al término del primer cuarto de este moderno y avanzado siglo XXI, lo cual puede ser una buena excusa para tomar perspectiva, echar la vista atrás, cambiar el ángulo de visión; llámenlo como quieran. A los seres humanos nos suele costar no medir el tiempo en nuestra propia escala, según lo que dan de sí nuestras vidas. Más aún hoy en día, enfrascados como estamos la mayoría trabajadora en una vorágine en la que sentimos que no nos «da la vida», rodeados de estímulos constantes, sobreinformación y desinformación, asfixiados tratando de llegar a fin de mes, haciendo cada vez más cábalas.

El caso es que, si miramos con perspectiva lo que va de siglo –y ya va lo suficiente como para poder hacer un cierto balance–, las perspectivas no son halagüeñas. Aquellos que tras la caída de la Unión Soviética y el resto de países socialistas se las prometían felices con «el fin de la historia», creyendo que las democracias occidentales exportarían su modelo y, de por vida, el capitalismo iría extendiendo pacíficamente su progreso y su libertad a lo largo y ancho del globo, se dieron de bruces contra la realidad apenas entrado el siglo.

El 11 de septiembre de 2001, el sueño explotó en la cara de la primera potencia mundial, entonces con una hegemonía incuestionable; jugar con marionetas armando a fanáticos en su enfrentamiento con la URSS sin pensar en los posibles «efectos secundarios» o «daños colaterales» –como les gusta decir a algunos– era arriesgado, y las Torres Gemelas fueron un presagio de lo que venía. Lanzaron en venganza una de las guerras más infames de la historia reciente, si es que ese comparativo es posible, y a España nos metió de lleno el ignominioso presidente del bigote. De sus terribles consecuencias el 11M se cumplieron 20 años este 2024. Los nacionalismos y los fanatismos religiosos, desde entonces, no han hecho más que crecer, fomentados y apoyados logística y armamentísticamente por las principales potencias capitalistas y sus monopolios, que, como a lo largo del siglo XX, no han hecho más que seguir intentando asegurarse materias primas, rutas de transporte y energía y nuevos mercados. Todo por el ansia voraz de aumentar sus astronómicos beneficios. Y los Estados, protegiendo sus intereses aquí y allá, alianzas mediante.

Muy pronto, al final de la primera década, tuvieron que hablarnos de la necesidad de «refundar el capitalismo», cuando una de sus peores y más sincronizadas crisis en décadas sacó de sus ensoñaciones a más de uno. Gobiernos de todo el espectro, sin distinción, acudieron raudos y veloces al servicio de la burguesía mundial, rescatando a la banca que había implosionado y colocando el peso de ese rescate en las espaldas de la clase obrera de todo el mundo, que debía «apretarse el cinturón». En España, destrucción de fuerzas productivas, desempleo, precariedad, pérdida de poder adquisitivo, recortes en los servicios públicos, los derechos y las libertades que tanto nos había costado ir arrancando. Y encontraron a una mayoría trabajadora desarmada política, organizativa e ideológicamente, que se había creído el cuento de que poco a poco el capitalismo iría asegurándonos una vida sin demasiados sobresaltos. No nos hemos recuperado de aquella crisis, y de aquellos barros, estos lodos; así seguimos hoy, después de nuevas crisis y una pandemia que usaron como excusa para, nuevamente, aumentar beneficios a costa de los de siempre.

Nos siguen llamando nuevamente a apretarnos el cinturón, aunque hoy algunos de forma más sibilina; pero cómo se entiende, si no, que las grandes empresas de nuestro país firmen año a año récords de beneficios mientras tener un trabajo ya no implica necesariamente no ser pobre, mientras vemos que nuestros salarios apenas crecen, que tener un techo se lleva en muchos casos casi la mitad de nuestro sueldo y que, a la mínima que decimos basta y alzamos la voz, empresarios y Estado nos intentan acallar por medio de la intimidación o directamente por la fuerza y mandan avisos a navegantes para que nadie se mueva demasiado.

Y metidos casi en la mitad de los nuevos años veinte, empiezan a recordar demasiado a los del pasado siglo, ese caldo de cultivo en el que Europa vio ascender los fascismos. Llevan años azuzando el odio contra el diferente y contra el que viene en busca de una vida mejor, y en un contexto donde cuesta vislumbrar una alternativa, donde la mayoría trabajadora ve poco progreso en su día a día aunque algunos le insistan mucho en ello y donde, por todo ello, dominan el cansancio, la desafección política y la resignación, buscar un chivo expiatorio siempre resulta más sencillo. El suelo social de las posturas reaccionarias crece  mientras 2024 vio un terrible récord de personas fallecidas buscando alcanzar España (más de 10.000 migrantes, un 58 % más); al genocidio perpetrado contra el pueblo palestino, que contemplamos impotentes en vivo y en directo, lo siguen algunos llamando «guerra»; y en Siria yihadistas que asesinan civiles y se graban y lo difunden en las redes son alabados como «rebeldes» que traerán la libertad y la democracia a su país. Inestabilidad, enfrentamientos, guerras, muerte; todo eso siguió trayendo en 2024 el imperialismo, que nos acerca peligrosamente al riesgo de una guerra a gran escala, más allá de las disputas regionales y los enfrentamientos indirectos entre potencias.

Pintado este cuadro, hablemos de propósitos de año nuevo. El 2025 debería ser afrontado por la mayoría trabajadora de nuestro país con unos objetivos ambiciosos pero necesarios: dejar de contentarse con migajas, dejar de confiar en quienes en el fondo –aunque con tono meloso digan que trabajan para los de abajo– salvaguardan los sacrosantos beneficios de los capitalistas que siguen mandando y, en general, dejar de esperar que un voto cada cuatro años resuelva los gravísimos problemas que nos afectan; enfrentar el odio que pretenden inocularnos para que nos confundamos de enemigo culpando a quien no tiene la culpa de nada; mirar al compañero de trabajo, a la vecina, al parado, reconocernos iguales en nuestra explotación y sufrimiento y tendernos la mano; recobrar la confianza en nuestra lucha, inteligencia colectiva y organización, las herramientas que históricamente nos han permitido arrancar conquistas. Trabajar, hombro con hombro y clase contra clase, quienes realmente hacemos funcionar esta sociedad frente a quienes se lucran con nuestro sudor; organizarnos para subir los salarios, garantizar que la vivienda sea de verdad un derecho, defender los servicios públicos, el ocio y la cultura accesibles para el pueblo, enfrentar la reacción, levantar un movimiento de masas contra la guerra imperialista y por la paz. Retos mayúsculos, pero abordables, si el movimiento obrero recupera su vitalidad, su combatividad y su independencia y si reforzamos el partido que señale el horizonte necesario, que no es otro que la sociedad socialista-comunista.

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