Quien nace lechón muere cochino

Hace no mucho tuve una de esas conversaciones de bar que nadie desea. Ya saben: estás un día terminando la comida con tus antiguos compañeros de trabajo y de repente algo perturba tu tranquilidad. Un invasivo olor a pachuli se introduce en tus fosas nasales. Viene directo desde la puerta del bar, enfocas la vista y descubres su origen: un chico que probablemente no haya llegado a la treintena, trajeado torpemente, con unos pantalones de pinza demasiado estrechos para su talla y un exceso de gomina para el poco cabello que le queda. «Mierda, parece que se acerca», piensas. Efectivamente, saluda a Pedro (uno de tus compañeros) y se presenta cuidadosamente a los cinco que quedábamos en la sobremesa: «Soy Fernando, ¿os importa si me quedo un rato con vosotros?». Ante su atrevimiento y piquito de oro para venderse como buena compañía, aceptáis su inclusión. Fernando cuelga en el respaldo de la silla la americana poco conjuntada que llevaba y se sienta justo a tu lado. Es un viejo amigo de la carrera de económicas de Pedro. Parece ser que a diferencia de tu antiguo compañero, que aún sigue trabajando de camarero, cuando salió de la carrera montó un negocio (fuimos incapaces de comprender de qué) con la «recompensa» que le dio su familia por las buenas notas.

La conversación fluye con naturalidad y más allá de algún comentario un poco fuera de lugar, todo parece en orden. Hasta que aparece el tema que siempre emerge cuando estáis los cinco: hablar de vuestro pasado como compañeros en el bar. No sé si alguna vez han trabajado en hostelería, pero presupongo que el lector de este artículo está más que sabido de las condiciones laborales que existen en el sector. Por resumir: alta precariedad, temporalidad y, en definitiva, condiciones de miseria. En ese momento es donde nuestro querido Fernando decide sacar a relucir lo que yo temía desde que sentí ese perfume empalagoso entrar por la puerta: «lo que tendríais que hacer es montar un negocio vosotros, contratáis a gente con las condiciones que queráis y así no tenéis que explotar a nadie, ¡que hay que emprender y crear riqueza! Veréis cómo así se os quitan esas ideas, que los empresarios también necesitamos ganar dinero y, a veces, es normal apretar un poco».

Se dice que el capital y su poder es impersonal. Pero hay que reconocer que Fernando piquito de oro es la personificación perfecta de un completo idiota, pero, más concretamente, es la encarnación de una lógica dominante: la del capital. Esta lógica, que opera a todas luces desde el individualismo metodológico, olvida que es imposible enriquecerse únicamente por mérito propio. La generación de valor tiene su origen en la transformación social de los recursos. En otras palabras, nadie puede enriquecerse y «triunfar» exclusivamente por su cuenta, como individuo; siempre depende de factores externos, sociales. Podríamos hablar, para responder a la llamada al emprendimiento de Fernando, de que no es tan sencillo montar una empresa. Podríamos decirle que en España casi un tercio de la juventud está en situación de riesgo de pobreza y/o exclusión social, que más del 50% vive en hogares con dificultades para llegar a fin de mes o que la tasa de temporalidad se sitúa en el 33,74%. Pero esto sería quedarnos en la superficie. No sólo es necesario tener disponible una «recompensa» de 20.000 € al finalizar tus estudios para montar un negocio, sino que juega un papel fundamental el capital cultural y social que se tiene: red de contactos, acceso a formación privada y recursos familiares, libertad de cargos y deudas… Desde luego, Fernando, no es igual de sencillo crear una empresa teniendo contacto con directivos del lobby farmacéutico que con el panadero de tu barrio. Claramente, somos hijos de distinto lugar, de distinta clase.

Pero recuperemos la idea de que la producción en el capitalismo es un hecho social. Si entendemos el capital como una relación y no como algo independiente y exógeno, comprendemos que detrás de estas apariencias materiales (dinero, puestos de trabajo, maquinaria…) el capital refleja relaciones sociales mediadas por mercancías. Y dentro de esas relaciones sociales una clase social (los capitalistas) explota la fuerza de trabajo de otra (los trabajadores). Es decir, la narrativa de que existe un capitalista «no explotador», o de que el capitalista crea riqueza, enmascara una relación inherente al propio capitalismo: la explotación del hombre por el hombre. El empresario extrae plusvalía del trabajo de sus empleados, apropiándose de parte del valor que estos generan. Lejos de «crear riqueza», el empresario actúa como un mediador que acumula el valor producido colectivamente. Pero si hay algún punto en el que estoy de acuerdo con Fernando es en el de que si yo montara un negocio se me quitarían probablemente estas ideas de la cabeza. Me resulta curioso que estos neoliberales estén de acuerdo con Marx en que el ser social determina la conciencia.

En todo caso, la cuestión es que no se trata de que existan empresarios «buenos» o «malos», tan solo de señalar una objetividad: el burgués se apropia de parte del trabajo ajeno, y eso ni nosotros como antiguos camareros y cocineros ni Fernando, como empresario de dios sabe qué, podemos esquivarlo. Esta supuesta «independencia» para hacer y deshacer a gusto propio es ilusoria. El capitalista se encuentra subordinado a las dinámicas del mercado y la competencia, inmanentes a las lógicas del capital. Para sobrevivir, debe maximizar la explotación de la fuerza de trabajo y minimizar costos, lo que reproduce las mismas relaciones desiguales que estructuran el sistema capitalista.

Pero todo esto lo resumiría más rápido mi amigo Pedro. Después del pequeño discurso de Fernando piquito de oro y una sonora carcajada de todos los presentes, Pedro diría: «mira, Fernando, yo sólo sé que de los que estamos aquí la mayoría cobramos, rozando, el SMI. Puedes intentar vendernos la patochada esta de ser nuestro propio jefe, pero aquí sabemos mejor que nadie que quien nace lechón muere cochino, y no queremos que nadie pase por lo que nosotros seguimos pasando día a día». En ese momento, Fernando abandonó su perfecta oratoria y, rojo como un tomate, sólo fue capaz de decir: «¿¡Me estás llamando cerdo!? Vosotros sólo queréis chupar de la teta de mamá Estado». Efectivamente, Pedro había dado en el clavo. Nosotros, los hijos de la crisis y la precariedad somos también los hijos e hijas de los explotados. Y por eso precisamente no sólo tenemos grandes dificultades para convertirnos en empresarios, sino que los comunistas, los trabajadores conscientes, no queremos. Porque lo que buscamos, nuestro interés final como trabajadores, no es simplemente vivir mejor, sino la abolición total de la esclavitud asalariada. Ese paso, en el que el proletario se libera de sus cadenas y con ello libera a la humanidad, es el ineludible para construir un mundo radicalmente distinto, donde ningún cerdo nos vuelva a robar nuestro pan.

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