«La sensibilidad por el medio ambiente ha ido adquiriendo una importancia creciente en España en las últimas décadas. Los efectos devastadores del cambio global –incluyendo entre ellos el cambio climático, la extinción de especies y la contaminación de aires, suelos y aguas– son cada vez más evidentes. Fenómenos como los incendios forestales y las “gotas frías” son cada vez más graves, y a su vez nuestro país sufre una de las sequías más prolongadas jamás registradas. Frente a la perspectiva de un futuro terrible, la sociedad comienza a plantearse la necesidad de solucionar los problemas ambientales».
Una introducción necesaria
El párrafo anterior es el inicio de la contribución del PCTE a la Teleconferencia de la Acción Comunista Europea (ACE), celebrada el 14 de enero de 2024, sobre capitalismo verde. A un año de la fundación de la ACE, es justo y necesario recuperar el párrafo anterior, porque nos permite destacar varias cuestiones de enorme relevancia: en primer lugar, la importancia de la ACE como herramienta teórica y práctica para el movimiento comunista, a la vista de la plena actualidad de los temas que se abordan en dicho espacio; en segundo lugar, la preocupación de los y las comunistas por un análisis profundo de los fenómenos en nuestro entorno, en todos los sentidos del término; y, en tercer lugar, y lo que realmente motiva este artículo, la mención explícita al agravamiento de las «gotas frías» –o, como se ha popularizado en los últimos años, DANA–, hecho que, lejos de demostrar que los comunistas tenemos una bola de cristal, sí señala la recurrencia de un fenómeno propio del Levante español y ante el cual existe suficiente experiencia histórica en nuestro país como para evitar el desastre humano y material del 29 de octubre.
El flujo de imágenes de caos y desolación ha generado un más que justificado enfado popular, y mientras las administraciones públicas centrales y autonómicas se erosionan mutuamente esperando que no se los lleve la corriente, ciertos sectores llevan un mes tratando de canalizar el descontento a base de bulos, encauzando la culpa hacia las políticas ambientales de la UE y del Gobierno central. Así, no dudan en señalar las distintas restauraciones fluviales –sin importar si se trata del derribo de un azud en mal estado o de una plantación de vegetación de ribera, porque al parecer son lo mismo–, además de a agencias técnicas como la AEMET, como causantes del desastre sufrido.
Breves apuntes técnicos sobre la política de actuación en cursos de agua
Al contrario de lo que piensan algunos autoerigidos «expertos», un río no es precisamente una tubería que transporta agua: es todo un ecosistema, con la complejidad que ello conlleva. Al propio cauce del río, ya de por sí enormemente estratificado, debe sumársele la dinámica de las zonas aledañas, especialmente aquellas que pertenecen a las llanuras de inundación, y que a su vez se ven afectadas por otros ecosistemas vecinos –véanse, por ejemplo, ecosistemas agrícolas o urbanos– y, además, las dinámicas propias del cauce (erosión–sedimentación, regímenes de flujo, formación de meandros, cambios estacionales de caudal y un largo etcétera). A la hora de aprovechar un recurso tan básico como el agua, las intervenciones humanas deben tener en cuenta todos estos detalles, o de lo contrario se acabará el recurso.
Varios ejemplos para ilustrar la cuestión. Los embalses permiten un gran almacenaje para abastecimiento de grandes poblaciones o campos de cultivo, o situar una gran central de producción energética, pero favorecen –entre muchos más impactos– fenómenos erosivos y una peor calidad de agua. Los recientemente famosos azudes, por su parte, son útiles para desviar parte del caudal hacia canales de riego o pequeñas centrales, pero no están diseñados para detener una inundación. Los encauzamientos favorecen que el agua fluya en un régimen más laminar, pero este es más erosivo y destructivo. Cada actuación tiene sus beneficios y sus impactos, y de ello se infiere que un río debe tener las intervenciones justas y necesarias para cubrir las demandas sociales y económicas. Este principio, que se enseña en todas las facultades de ciencias ambientales y escuelas de ingeniería civil de nuestro país, está lejos de ser «pachamamismo» –como lo llamaba algún dirigente de la retaguardia política de nuestro país–, sino que es más bien una forma de garantizar que dicho recurso no se agote, algo básico en un país con un 20 % del territorio ya en proceso de desertificación, según datos oficiales.
Que la legislación española (Ley 21/2013, de 9 de diciembre, de evaluación ambiental, y una miríada de Reales Decretos aplicables, muchos derivados de las directivas y reglamentos de la UE) contemple qué medidas hay que realizar para minimizar, corregir o compensar el impacto ambiental de todo proyecto de ingeniería hidráulica o gestión del agua indica precisamente lo contrario a lo que defienden todos estos Don Pelayo de Twitter: lejos de derribar presas, se pretende seguir construyendo –transferencias de dinero público a empresas privadas mediante– este tipo de instalaciones, y además desde la lógica de ahorrarse indemnizaciones en la compensación de daños provocados por las mismas.
Poner puertas al campo
Desde luego, las legislaciones española y europea no van a ser defendidas en Nuevo Rumbo. Simplemente se hace constar que los grandes capitalistas, conscientes de las crisis que pueden producir las catástrofes ambientales que provoca su sistema socioeconómico –y del nicho de mercado que se abre–, han decidido utilizar el Estado a su servicio para mejor beneficiarse de una situación potencialmente peligrosa. Ello no nos debe llevar a engaño: la denuncia de las políticas ambientales debe dirigirse hacia el carácter de clase de las mismas y hacia sus limitaciones, y no hacia la eliminación de dichas políticas.
Quienes han elegido el segundo camino, sean conscientes de ello o no, están eligiendo al mismo tiempo su bando en la pugna entre distintos bandos de la burguesía, que en la actualidad no solo se basa en el dilema entre políticas librecambistas y proteccionistas –o, como llaman ellos, «globalismo contra nación»–, sino en hasta qué grado se pueden combinar ambos tipos de políticas en función de dónde y en qué sentido se aplique cada uno de ellos. En realidad, aunque usen otras palabras, de lo que se trata en el fondo es de cuál es la estrategia que mejor representa los intereses de nuestros capitalistas, tanto en el ámbito internacional como en el doméstico.
Y si bien los grandes monopolios patrios se ven cómodamente representados con una legislación ambiental más dura –gracias a su posición en la cúspide en el desarrollo de nuevas tecnologías y sectores relacionados con una transición energética y digital que ellos mismos impulsan–, hay sectores del capitalismo español que consideran que la legislación ambiental es una desventaja para ellos en la competencia capitalista. Reformulan, por tanto, las políticas basadas en el desarrollismo, sin contemplación por el medio ambiente, como estrategia para recuperar el terreno perdido en sus pugnas. Desde esta perspectiva, es lógico ver cómo devuelven a la actualidad y alaban sin tapujos las «hazañas» del franquismo, decididos a ignorar sus repercusiones nocivas, ya no solo hacia el medio ambiente, sino también hacia las condiciones de vida de la mayoría social, de extracción obrera y popular.
Pero la realidad es tozuda. Aunque los amantes de los bulos no lo digan, fue precisamente no tener en cuenta los riesgos naturales lo que ha provocado lo de Valencia: una breve comparación del mapa provincial con los mapas de riesgos de inundación señala que hay barrios enteros de Paiporta, Catarroja o Massanassa –por citar algunas de las localidades más afectadas– construidos en áreas catalogadas de riesgo para la población porque se producen inundaciones con una frecuencia menor de 10 años, y la práctica totalidad de esas localidades está construida en áreas que se inundan al menos una vez cada 100 años. Si hay algo que nos ha enseñado este último mes es que ignorar los fenómenos naturales es ponerle puertas al campo: se puede hacer, pero es inútil.
La esperanza es el rojo
La citada teleconferencia de la ACE fue útil, en cuanto que sirvió para el intercambio de experiencias y opiniones de los y las comunistas de Europa sobre las cuestiones ambientales de nuestros distintos países. De ese intercambio se constató que la clase obrera se enfrenta a los distintos desastres naturales que están asolando Europa, pero también a los discursos anticientíficos, promovidos por todos los partidos políticos del capitalismo –desde la socialdemocracia hasta la extrema derecha– con el único objetivo de movilizar a la clase obrera hacia sus posiciones.
A pesar de estos peligros, también se llegó a otra conclusión: que hay esperanza para resolver estos problemas. Mientras en el capitalismo la producción debe salir adelante aunque cueste la vida del trabajador, existe un sistema que es capaz de plantear dónde situar una presa, en qué zonas no se deben construir viviendas porque se pueden inundar y cómo cubrir las necesidades de todos los trabajadores sin jugarnos la vida por ello. La esperanza está en la planificación y ordenación de recursos y en orientar ambas a la satisfacción de las necesidades sociales, no al lucro de una minoría, y todo eso es algo que solo se puede conseguir si se tiñe de rojo. Por eso es justo y necesario recuperar nuestros análisis: porque son los únicos ciertos en medio de este aluvión de desinformación.