Editorial

Hay alerta roja por lluvias torrenciales que pueden dejar unos valores históricos y tremendamente peligrosos para la población. Se confirman las predicciones y el agua, con una virulencia inusitada, arrastra todo a su paso. Todo. Miles de trabajadores y trabajadoras, aún en sus puestos de trabajo debido a la natural codicia de sus jefes empresarios, quedan atrapados, y otros tantos, quizá sin saber la gravedad de lo que venía, corren raudos a salvar su vehículo, elemento imprescindible para su trabajo y para sus vidas, y también quedan atrapados. Más de doscientas personas mueren, y muchos de los que corren mejor suerte ven sus vidas destrozadas: vidas de familiares, la casa, el coche, el trabajo, los recuerdos…

Sí hubo alertas de las organizaciones y entidades que, desde la ciencia que algunos denostan, venían prediciendo que podían producirse lluvias e inundaciones de una magnitud inaudita. No hubo avisos con una antelación mínimamente suficiente por parte de los responsables políticos encargados de proteger a la población. Aquellos pocos que sí fueron responsables y cautos y actuaron de acuerdo con los avisos científicos de distintas entidades, cancelando toda actividad no esencial, salvaron vidas y daños materiales.

Shock. Incomprensión. Rabia. Indignación. Dolor, mucho dolor.  Y, aun así, no hay tiempo que perder: a trabajar codo con codo para recuperar lo antes posible una normalidad que, en realidad, saben que no podrá ser tal. Y entonces lo que inunda las calles son riadas de solidaridad: miles de personas que se autoorganizan, llenas de empatía, para ayudar en lo que haga falta. Y se dan de bruces con la cruda realidad de un sistema y un Estado que se muestran impotentes para una catástrofe de estas dimensiones, cuyas consecuencias podrían haberse mitigado mucho. Es flagrante la falta de recursos, existe descoordinación entre los efectivos de las distintas administraciones, no consiguen canalizar y coordinar a los miles de voluntarios, que les desbordan. En algún caso, los mandan a limpiar un centro comercial, para que los empresarios recuperen cuanto antes la normalidad, mientras hay aún barrios enteros llenos de lodo. Y, sobre todo, con cientos de muertos y otros tantos con sus vidas destrozadas, con la rabia a flor de piel, ellos se dedican a una partida táctica de reproches mutuos, se lanzan las culpas y descargan sus responsabilidades.

Las redes vecinales y de solidaridad se van organizando por su cuenta, autónoma e independientemente. Pasan semanas enteras, con sus larguísimos días y noches para familias que lo han perdido todo, y aún hay calles, plazas, barrios llenos de lodo, donde la ayuda no llega. Abandono, soledad, desesperación.

Las consecuencias podrían haberse mitigado en una sociedad distinta y mejor. Una sociedad en la que lo primero, de verdad, sea la vida de las personas –cansa ya escuchar a algunos que ponen a las personas y los trabajadores «en el centro» y ver la falsedad de esas palabras en momentos como este–; una sociedad en la que la avanzada (y siempre mejorable, pero invirtiendo e investigando más, no negando su validez y utilidad) información científica en este tipo de situaciones nos sirva para proteger a la población, no para desoírla y justificar y azuzar discursos negacionistas. Esto no sería tan grave si algunos, con esa cruzada, no pusieran vidas en peligro.

Aun así, aun con una previsión y una gestión mejores, llegados al 29 de octubre, no podrían haberse evitado todas las enormes consecuencias porque el fenómeno meteorológico fue absolutamente excepcional y porque tenemos la sociedad que tenemos. En cambio, sí se habría podido evitar si lleváramos décadas construyendo esa sociedad distinta y mejor. Porque la DANA no anegó y arrasó zonas enteras con sus viviendas, sus puentes o sus carreteras porque sí. Anegó y arrasó todo ello porque se lleva décadas edificando en zonas que se sabe que son inundables, porque se canaliza el curso del agua a nuestro antojo pretendiendo no sufrir de vuelta nunca las consecuencias, porque continuando por la senda capitalista se lleva décadas acelerando un cambio climático que trae consigo con mayor frecuencia cada vez fenómenos climatológicos extremos, en forma de olas de calor, incendios, inundaciones… En los últimos años, por desgracia, tenemos ejemplos de sobra, tanto en varios países europeos como en otras zonas del planeta, y no se atisba un cambio de rumbo.

También se habría podido mitigar el impacto de la catástrofe si al frente, gobernando, no estuvieran quienes están ahora. La cronología que conocemos de la agenda del presidente Mazón el 29 de octubre y su negligencia serían suficientes para que, en una sociedad con un papel más decisivo e incisivo de la mayoría trabajadora organizada, hubiera dimitido inmediatamente. No sólo no lo ha hecho, con más de 200 fallecidos a sus espaldas, sino que defiende su gestión y, en las semanas posteriores, se ha dedicado a cesar a varios cargos de su equipo de Gobierno, eludiendo la responsabilidad propia, y a adjudicar contratos para la reconstrucción y vuelta a la normalidad a empresas con un papel reconocido en la caja B del PP valenciano.

Sería muy distinto si quienes estuvieran gobernando no fueran políticos con estrechas relaciones con empresarios, constructores, especuladores… Si fueran trabajadores y trabajadoras preocupados de verdad por ayudar a sus semejantes, a los de su clase, a los que han sufrido en sus carnes la catástrofe. Y, para ello, tenemos que volver las tornas. La solidaridad y la autoorganización de la mayoría trabajadora valenciana ante los límites, la incapacidad o, directamente, la inacción de las instituciones burguesas señala un camino que debe dejar de ser ocasional, que debemos transitar no sólo en situaciones catastróficas o de máxima emergencia, como vimos también con los peores momentos en la pandemia del Covid en 2020. Situaciones como estas, en las que la lucha de clases se deja ver con más nitidez que nunca, deben servirnos –y eso intentamos trasladar las y los comunistas al conjunto de la mayoría trabajadora– para entender que la lucha de clases siempre está ahí, que en el día a día, cada hora, cada minuto, existe una violencia sistémica por la que una minoría vive a costa del esfuerzo, los sinsabores, las carencias e incluso la miseria de una mayoría. Debemos vencer la cotidianeidad del capitalismo y su rueda apisonadora, que nos hace asumir como normal o incluso «natural» el estado actual de cosas, y organizarnos para oponer a su sociedad una diferente, en la que desgracias como la de Valencia no puedan ocurrir, porque la vida de todas y cada una de las personas sean de verdad un valor, y no meras cifras en el engranaje productivo.

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