Las autoridades de la Unión Europea acarician la idea de crear campos de concentración de migrantes en territorios de países terceros. La iniciativa italiana de trasladar a instalaciones localizadas en Albania a varios solicitantes de asilo de origen egipcio y bangladesí ha sido presentada por la presidenta de la Comisión Europea como una posibilidad a valorar dentro de la búsqueda de «soluciones innovadoras» para el denominado reto migratorio.
No satisfechos con el endurecimiento de las condiciones de asilo establecido en el reciente Pacto Europeo de Migración y Asilo (PEMA), toman ahora en consideración este tipo de medidas que continúan la senda, iniciada hace ya varios años, de pagar a terceros países para que se conviertan en porteros de la finca europea.
Por mucha indignación que la cuestión de los centros italianos en Albania pueda generar en las sedes gubernamentales de otros países, lo cierto es que esta medida no es completamente incoherente con el PEMA, sobre todo en lo relativo al vaciamiento de contenido del derecho de asilo y al incremento muy notable de la desprotección jurídica de las personas que se encuentren en esta situación.
Políticamente, es muy relevante comprobar cómo Ursula von der Leyen, elegida presidenta de la Comisión por una entente entre el PP europeo, los liberales, los verdes y los socialistas para, en teoría, servir como «dique de contención contra nacionalistas y populistas», se abre a comprar las medidas propuestas precisamente por esas fuerzas. La relevancia viene del hecho de que esta táctica política se está empezando a generalizar en Europa, tomando por el pito del sereno a los ingenuos que todavía piensan que frente a la extrema derecha van a servir los «cordones sanitarios» pactados en sede parlamentaria.
Así, el síndrome Hindenburg comienza a sobrevolar Europa de forma cada vez más notable. El fantasma de aquel presidente alemán, que entregó el poder a Hitler bajo la idea de que así reduciría su influencia y su capacidad de intervención, recorre ahora el barrio europeo de Bruselas y aparece ocasionalmente en las sedes gubernamentales de otros países para susurrar al oído de los gestores capitalistas que la mejor forma de combatir a la derecha más reaccionaria es asumir buena parte de su discurso y sus propuestas.
Lo hemos visto en Francia, con las medidas que está proponiendo el primer ministro nombrado por Macron. Lo estamos viendo en el Reino Unido, con un primer ministro laborista (y abogado especialista en derechos humanos) que «quiere aprender» cómo el Gobierno italiano ha logrado «notables avances» en la contención de la inmigración irregular. Lo hemos visto en Dinamarca, cuyo Gobierno aprobó ya en 2021 la posibilidad de crear centros de internamiento muy similares a los de Meloni, nada menos que en Ruanda.
La retórica antiinmigración hace tiempo que dejó de ser retórica para convertirse en hechos reales y palpables, ante los cuales la socialdemocracia, cuando no los hace suyos, los combate con balas de fogueo. Porque el planteamiento de que la inmigración es necesaria para «cubrir los trabajos que nadie quiere hacer» o para «sostener las pensiones», que es la idea que vertebra la nueva regularización propuesta por el Gobierno español, no deja de ser la otra cara de la misma moneda. En lugar de poner el acento en la gestión de las deportaciones, se pone en la necesidad perentoria de fuerza de trabajo, en las necesidades de la patronal, y así parece como que no es tan grave. Y todo ello sin poner en duda que buena parte de los procesos migratorios hacia Europa de las últimas décadas tienen que ver con las políticas criminales y de saqueo de los países europeos en el Mediterráneo y África, no con los fantasiosos planes de sustitución poblacional que algunos creen que existen.