Editorial

Llega un noviembre más y, con ello, la triste constatación de que sobre las mujeres sigue pesando la misma violencia multifacética, ya sea en el ámbito de la pareja o expareja o fuera de ella, que llevan siglos padeciendo y que parece hallarse muy lejos de ser erradicada.

Como es sabido, la historia de las sociedades humanas no es lineal y, aunque vayamos dando pasos adelante, los avances en términos de derechos y libertades son susceptibles de ser puestos en cuestión e incluso barridos si no nos aseguramos de protegerlos y garantizarlos día a día, algo que, como nos recordaba Marcelino Camacho en referencia al derecho a huelga, solo se consigue ejerciendo esos mismos derechos.

En términos históricos, y aunque a veces nos pueda sorprender recordarlo, a la violencia machista le hemos puesto como sociedad nombre y apellidos, prácticamente, antes de ayer. Hace no tanto, el término directamente no existía en la sociedad española, las cifras de asesinatos machistas no abrían telediarios –es que ni siquiera se contabilizaban–, quien esgrimiera ese concepto o similares era mirado con incomprensión y desdén… Determinadas actitudes y conductas que hoy identificamos como inaceptables y abominables eran lo «normal», lo «natural», formaban parte de la cotidianeidad en las relaciones entre hombres y mujeres.

Que a fecha de 2024 haya, en mayor cantidad que hace algunos años, quienes cuestionen la propia existencia de la violencia de género y sexual y nieguen que es un problema estructural y una realidad habitual y cotidiana para todas las mujeres solo se puede entender si somos conscientes de que los avances sociales generan reacciones en quienes se sienten amenazados y conformes con el statu quo, y que en consecuencia pueden proponer volver a dar pasos atrás. Por increíble que hoy se nos antoje, no fueron pocos quienes se opusieron a la abolición de la esclavitud humana o del trabajo infantil o quienes transigieron con los campos de concentración nazis.

Así las cosas, debemos igualmente ser conscientes de cuánto cuesta dar pasos adelante que sean firmes e irreversibles, y tener la firme determinación de no ceder ni un poco en los avances. Si hoy vemos casos de violencia machista y sexual que socialmente repudiamos con contundencia, tampoco debe extrañar que sigan surgiendo pues, por desgracia, el peso ideológico de siglos de subordinación económica y social de la mujer respecto al hombre no se borra con unas pocas décadas de identificación de la problemática y puesta en marcha de ciertas medidas para abordarlo. Sobre todo, ese peso no se conseguirá borrar si persisten, como aún ocurre en nuestra sociedad, las causas económicas que en última instancia siguen situando a las mujeres trabajadoras en una posición inferior y, por lo tanto, legitiman y refuerzan los discursos que las minusvaloran. Y esto persiste tanto por el interés de los conformes con el statu quo como por la incapacidad o falta de voluntad de algunos que se muestran inconformes pero no se plantean acabar con una sociedad capitalista que siempre perpetúa la violencia contra la mujer.

El caso de Íñigo Errejón, que por pura casualidad explotaba a las puertas de noviembre, presenta múltiples aristas. En primer lugar, su carta de despedida constituye un perfecto manual del acosador no arrepentido, que no hace sino echar balones fuera: ¿disculpas con sus víctimas?, ni una; ¿responsabilidad en los hechos cometidos por él mismo?, prácticamente ninguna; ¿la culpa de sus conductas machistas?, del sistema neoliberal y del «modo de vida» frenético de los políticos que están en primera línea.

En segundo lugar, como lo más reseñable políticamente hablando queda para la posteridad esa vergonzante excusa de «la contradicción entre la persona y el personaje». Quién sabe con certeza qué quería expresar, pero intuimos que algo distinto a lo que realmente podemos entrever en esa expresión, aplicable no sólo a Errejón sino a tantos otros políticos burgueses, y en especial del campo del oportunismo, que pretenden hacerse pasar por uno de los nuestros. En efecto, la contradicción entre lo que algunos pregonan de puertas afuera y lo que realmente son y hacen llega a conformar un abismo enorme. En su caso, cuántas veces ha hablado en público con mucho ahínco sobre la España moderna y feminista que ya no tolera la violencia hacia la mujer mientras, en privado, se comportaba como un déspota y un maltratador en sus relaciones personales con mujeres.

Pero ejemplos así los hay en abundancia. Hace un par de semanas, Pablo Iglesias intervenía en el programa 59 segundos y, con su radicalidad verbal tan habitual desde que no forma parte del Gobierno, hablaba de cómo es imposible gobernar al mismo tiempo para rentistas e inquilinos, para millonarios y para trabajadores. Al escucharlo, uno no podía evitar preguntarse qué hizo el Gobierno de PSOE y UP mientras él era ministro en favor de inquilinos y trabajadores y a costa de rentistas y millonarios, supuestamente. Seguiremos esperando. En un acto institucional, Yolanda Díaz, preguntada por el caso de Errejón, respondía que ella estaba allí «como vicepresidenta del Gobierno de España» y que «para el resto de cuestiones» se dirigieran a Sumar. No parece una actuación muy distinta a la que protagonizó Feijoo hace un par de años, y que algunos rescataron también recientemente, tras confirmarse la condena de prisión a Eduardo Zaplana. Cuando aquella vez se le preguntó por la petición de cárcel que se había formulado, el líder del PP tuvo la deferencia de, «por respeto a la cerámica y el esmalte de Castellón», no ofrecer respuesta alguna, y animó a los periodistas a dirigirse al PP de Valencia. Conmigo no va la cosa.

Una de las principales reacciones de Sumar al caso de Errejón apuntaba a la necesidad de formación obligatoria en violencia machista y sexual para los miembros de sus órganos de dirección y para sus cargos públicos. La formación es necesaria –qué duda cabe–, pero este caso ha dejado meridianamente claro que, por desgracia, no siempre se interioriza, y que resulta compatible con no poner en práctica en tu vida personal nada de lo aprendido. Eso sí es contradicción entre teoría y praxis, entre ser y aparentar.

Un tercer y último apunte sobre el caso, y en absoluto con ánimo de legitimar la intención de Errejón de presentarlo como una explicación o incluso justificación de sus conductas, es el que hace referencia a los ambientes y el modo de vida con que puede llegar a familiarizarse un político de primera línea en la política burguesa. Siempre que sea un político, claro, de los que hoy abundan, de los que aspiran a hacer de la política profesional carrera vitalicia, de los que tienen pocos escrúpulos y poca integridad (aunque la pregonen), que no vienen de familias obreras o del movimiento obrero y popular, o de los que, si venían de allí, aspiran a alejarse de ello y olvidan sus orígenes una vez pisan moqueta. Porque ha habido mineros, maestros, torneros o ferroviarios que poco interés tenían en frecuentar según qué ambientes o cambiar su modo de vida por haber llegado a estar en la primera línea de la política. Esos nos hace falta volver a ser.

Muchos y muchas están cansados de la ficción, del teatro, del papel que muchos políticos parlamentarios interpretan, sobre todo aquellos que afirman estar de nuestro lado y luego decepcionan a todos aquellos que creían en los valores que pregonaban. Dejaremos de sufrir decepciones cuando, en lugar de depositar nuestra confianza y esperanzas en otros e incluso idealizarlos, practiquemos y extendamos cada día los valores de la nueva sociedad a la que aspiramos. Todos y cada uno de nosotros y nosotras. Y en esta no debe caber ni un gramo de tolerancia con la violencia machista.

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