2024. Se cumplen 500 años desde que Francisco Pizarro y otros conquistadores comenzaran su proyecto de conquistar el imperio inca, en parte atraídos por las historias que el propio Pizarro había escuchado en Panamá sobre una ciudad inmensamente rica, con tanto oro que podía cubrir con él a sus propios gobernantes y construir edificios con solo ese material. Las promesas de riqueza y gloria llevaron a los conquistadores a explorar territorios, fundar ciudades y derrocar reinos e imperios por toda Latinoamérica. De la ciudad de oro nunca se supo, pero ésta y otras fábulas no solo contribuyeron a generar un imperio que devoraba recursos con una inusitada avidez, sino que también desencadenaron los hechos que señalaron «los albores de la era de producción capitalista».
El continente americano era, hace siglos, fuente de muchas materias primas valiosas en Europa. Actualmente, las relaciones de interdependencia no son las mismas, pero el interés que despierta América es exactamente el mismo para la clase dominante en el viejo continente y, más marcadamente, en España. En palabras de la Secretaría de Estado de Comercio en su informe de 2024, «Latinoamérica y el Caribe (LAC) han sido y siguen siendo una prioridad política, social y económica para España.» Al mismo tiempo, destacan que 2022 y 2023 ofrecieron los mejores datos históricos de exportación mercantil hacia dicha región y que casi un tercio de la inversión extranjera directa (IDE) de nuestro país se destina a dichas coordenadas.
Huelga decir que el papel de España en este ámbito siempre se disfraza de vínculos históricos y culturales, y que incluso las propuestas de distintas organizaciones políticas de nuestro país hacia Latinoamérica pasan por reforzar esa ya fuerte independencia. En algunos casos, dichas organizaciones llegan a construir estructuras «hermanas» –por no llamarlas filiales– al otro lado del Atlántico, desde donde sitúan un altavoz para las posiciones que reivindican un «pasado mejor» en el que no había subordinación a otras «esferas» imperialistas –obviamente, en referencia a Estados Unidos y, subsidiariamente, al Reino Unido–, sino una «unión cultural e histórica» iberoamericana. Por poner algún ejemplo, son esas mismas organizaciones políticas las que se hacen eco del movimiento –marginal en su país, por cierto– que propone la reintegración de Puerto Rico en España como decimoctava autonomía, y también las que atacan a Gobiernos latinoamericanos cuando denuncian la injerencia de multinacionales españolas, acusándolos de destruir la «identidad nacional» y de beneficiar a Estados Unidos.
Porque, en el fondo, de lo que se trata cuando se apela a los vínculos históricos y culturales que mantienen los países latinoamericanos con España no es de solidaridad ni de internacionalismo, sino de competencia directa por el dominio de un mercado enorme que representa un 8,2% de la población mundial, y en crecimiento. España es el inversor de referencia en la región, solo superado a nivel general por Estados Unidos y en algunos países concretos por otras potencias –China, sobre todo–. Monopolios con sede en España dominan varios de los sectores estratégicos en la economía de muchos países de América, como los servicios financieros (BBVA, Santander), las telecomunicaciones (Telefónica, especialmente a través de sus marcas Movistar y Vivo) o las energéticas (Repsol, Iberdrola, Naturgy, Endesa). Hace poco, se publicó en una revista especializada en asuntos económicos que el 77 % de las empresas españolas con presencia en el continente americano planificaban aumentar sus inversiones en la zona, mientras que solo un 3 % consideraba reducirla.
El papel del Gobierno español siempre ha sido, en todo momento y como le es natural, el de la defensa de los intereses de sus monopolios en la región. Lo vemos en México, donde se consiguió que el Estado concediera ayudas laborales y nuevas leyes de acceso a un sistema bancario para las personas que emigraban hacia Estados Unidos que beneficiaron a Acciona y a BBVA. Lo vemos en Argentina, donde, a pesar de la furibunda retórica de los gobiernos de Milei y de Sánchez, España se sigue consolidando como el segundo mayor inversor del país. Lo vemos, con frecuencia, cuando los medios de comunicación comienzan sus campañas para demonizar a tal o cual país latinoamericano que cuestiona un mínimo los ingentes beneficios de cualquier monopolio español, ya sean los de Sacyr en la ampliación del canal de Panamá o los de Enagás en el gasoducto que no terminó de construir en Perú.
Y, por supuesto, lo vemos en el papel de España con respecto al Gobierno de Venezuela, donde la evidente tensión y la acogida de opositores al régimen bolivariano en sus retiros dorados se entrelazan con las negociaciones por mejorar las condiciones para España del acuerdo de colaboración, firmado en 2008, en materias de abastecimiento de petróleo y de política industrial y tecnológica, así como con la preocupación real –por ambas partes– de la pérdida de «atractivo» de Venezuela para los monopolios españoles. Cabe señalar que este mismo agosto el Gobierno de Maduro autorizó a una empresa petrolera venezolana, de la que el 40 % de las acciones las posee el grupo Repsol –la empresa española con mayor inversión de las 60 multinacionales patrias que operan en la República bolivariana–, una ampliación de casi 400 kilómetros cuadrados de su explotación de campos petrolíferos al oeste del país, lo que supondría, según las previsiones, duplicar la producción del monopolio español en cuatro años.
Una relación condenada a seguir existiendo mientras España siga siendo el puente de los intereses de sus socios de la UE en Latinoamérica. Europa se vio obligada a volver su mirada hacia los barriles venezolanos cuando decidió imponer sanciones a Rusia sin haber eliminado los combustibles fósiles de su producción energética. Los ya mencionados lazos históricos y culturales tuvieron que sacarse a la luz de nuevo para negociar con un Estado que no agrada a los líderes europeos, pero que en cambio supo también ceder a las potencias europeas –y también estadounidenses, pero eso da para otro artículo– para sacar rédito de sus reservas. Porque ya saben, El Dorado es un mito, pero los enormes recursos de Latinoamérica no; y los imperialistas de los países de ambos continentes, tanto a uno como a otro lado del «charco», negocian entre ellos unos beneficios que jamás llegarán a la mayoría social que los extrae.