Los pliegues de la historia o la rearticulación de una política obrera frente a la reacción

El 25 de agosto sonaba la campana mayor de Notre-Dame, silenciosa desde 1940. Le seguían el resto de campanas de un París liberado. 80 años después de aquel verano de 1944, el Nuevo Frente Popular ha vencido en la segunda vuelta de las elecciones legislativas francesas a la Agrupación Nacional. El manto de la historia en ocasiones se pliega permitiendo emparejar periodos y acontecimientos a pesar de su distancia temporal, lo que tiene el beneficio de poder observar los fenómenos a la luz de la experiencia acumulada, pero supone a su vez el riesgo de pasar por encima de sus particularidades.

Fue indudablemente un motivo de satisfacción ver las caras resignadas de los jóvenes burgueses de la ultraderecha al comprobar su derrota electoral. Pero por desgracia no compensó lo suficiente el hastío ante la festividad hiperbolizada de «las izquierdas». La victoria del Frente Popular francés va a implicar una injustificada reafirmación de las estrategias que ya se llevan aplicando décadas, las de las unidades electorales e interclasistas. Solo desde una completa estrechez movimientista puede considerarse que la solución pasa por insistir en los mismos esquemas que nos han llevado a la actual correlación de fuerzas, solo con anteojeras puede olvidarse la derrota acumulada que supone la existencia de la actual disyuntiva.

El pliegue de la historia lo primero que debería motivar es la siguiente pregunta: ¿por qué 80 años después de la liberación de París del fascismo, y 89 años después de la constitución del primer Frente Popular francés, sigue siendo una posibilidad histórica que la ultraderecha, en sus variadas y genuinas formas, resurja? Pues fundamentalmente porque se han mantenido vivas las bases que posibilitan su existencia. Se cortó una parte de la planta pero nunca se arrancó su raíz, y en cuanto los contextos históricos han propiciado las condiciones climáticas oportunas, la planta ha vuelto a crecer.

Ultraderecha, fascismo, reacción… son términos que se utilizan con demasiada frecuencia como sinónimos simplificadores, una abstracción e igualación que impide comprender en profundidad su configuración particular, algo esencial para saber contra qué estamos luchando. No obstante, sí podemos convenir que sea cual sea el epíteto, aquello que se referencia con él hoy representa una forma específica de gestión y dominio de la clase dominante, forma especialmente violenta (en toda la amplitud del término) hacia la clase obrera. Despejemos entonces el tablero: estamos hablando de clases sociales en pugna.

Los partidos y alianzas políticas son expresiones programáticas, es decir, condensadas con cierta sistematicidad, de voluntades e intereses de capas y clases sociales. Para comprobar ese fondo hay que observar la extracción de quienes componen los partidos o movimientos, estudiar sus propuestas estratégicas y electorales y, sobre todo, atender a su acción, aquello que Marx resumía brillantemente con la siguiente frase: «Y así como en la vida privada se distingue entre lo que un hombre piensa y dice de sí mismo y lo que realmente es y hace, en las luchas históricas hay que distinguir todavía más entre las frases y las figuraciones de los partidos y su organismo efectivo y sus intereses efectivos, entre lo que se imaginan ser y lo que en realidad son».

Y entonces, ¿qué intereses efectivos representa el Nuevo Frente Popular? Ya en 1936 el programa electoral del Frente Popular dirigido por el socialista León Blum (quien, conviene recordarlo, promovió el equidistante Pacto de No Intervención durante nuestra guerra civil) era un acuerdo moderado, muy «de mínimos». El programa del actual Frente Popular sigue esa estela de moderación, contempla medidas básicas de la socialdemocracia: la subida del salario mínimo, la mayor «justicia fiscal» o el adelanto de nuevo de la edad de jubilación, junto a la apuesta por el relanzamiento económico mediante la reindustrialización, el apoyo militar incondicional a Ucrania en la guerra, o el alineamiento completo con la UE y la OTAN y con las estructuras de expolio del imperialismo francés en África. En dicha coalición encontramos tanto a la Francia Insumisa de Mélenchon como al Partido Socialista del ex presidente Hollande, el eurocomunismo y los ecologistas.

No hay nada radicalmente diferente de lo que, por ejemplo, tenemos ya en España con nuestro Gobierno de coalición; es, de hecho, un programa bastante similar: cumplimiento de las exigencias europeas y de las necesidades del capital francés otorgando un peso específico a la compensación a las capas asalariadas y populares como medio de garantizar la paz social. Y eso que hablamos solo de programa electoral, que representa siempre el cómputo de medidas posibles en un contexto presente pero idealizado; después, las determinaciones particulares y las presiones corporativas alteran la aplicación de dicho programa. Hay que añadir también que la diversidad política y la independencia de las distintas formaciones del NFP abren la puerta a una aritmética parlamentaria que, llegado el caso y si fuese necesario, garantice el rumbo «moderado».

Y hay quien podría decir, y de hecho se dice, que mejor es eso que la ultraderecha. Ninguna intención de pecar en este artículo de una cínica y acrítica igualación. Es cierto que representan modelos de gestión distintos del capitalismo, es cierto que la ultraderecha representa un programa abierto y de máximos de violencia patronal, es cierto que hay diferencias en la extracción y representación de clase, tan cierto como que tanto el AP como el FP –o el Renacimiento de Macron– presuponen el capitalismo como modo de producción, un sistema que en su mera existencia ya supone el dominio del capital sobre el trabajo. Y ahí está la cuestión si nos limitamos a la disyuntiva de la lucha contra la reacción: mientras no se aspire a la radical transformación de este sistema, la posibilidad de su surgimiento y victoria es una amenaza permanente.

Para justificarse frente a estas críticas «puristas» o «extremistas» la socialdemocracia estrecha al máximo las posibilidades de la acción política, impone marcos limitados y presentistas y coloca a la reacción como guardiana de sus fronteras: todo lo que se salga fuera es, en el peor de los casos, colaboracionismo; en el mejor, inocente utopismo. Entre la amenaza y la condescendencia, la socialdemocracia más a la izquierda parte, en la comparativa con las propuestas revolucionarias, de la falsa creencia de que «en último término» ambos queremos lo mismo. Esto permite desplazar a las propuestas que no se sitúan en su marco «posibilista» a un lugar de acción inexistente, a un «reino que no es de este mundo», admirable moralmente pero ineficaz. El problema se plantea así entre quienes sí «actúan» y quienes solo «fabulan». Es una desactivación política entrenada en décadas y décadas de contención revolucionaria, tanto que esa misma lógica actúa negativamente en las cabezas de algunos diletantes y advenedizos: reverso del socialismo moral y pragmático de la socialdemocracia es el moralismo de la pasividad del izquierdismo.

Pero la cuestión pasa por impugnar desde su fundamento el falso dilema. En primer lugar, no queremos lo mismo. En segundo lugar, nuestras diferencias no se basan en una mera disputa de temporalidades o concepciones morales, es una diferencia de concepción clasista. El combate contra la reacción – al igual que la lucha por las reformas – es demasiado importante como para asumir su patrimonialización por parte de quienes lo convierten en la totalidad de lo político. Esta conversión implica asumir como única acción posible una que siempre es reactiva y parcial, precisamente porque presupone el modo de producción capitalista y, en consecuencia, se ubica en una espiral de continua «supervivencia».

Una espiral que dura ya, como se decía, décadas. La dinámica aparente es siempre la misma: la «urgencia» frente a una gran amenaza, llámese ultraderecha, fascismo o neoliberalismo, que permite echar por la borda la lucha de clases para que capitanee el barco la defensa de la «democracia» o del «Estado del bienestar». Se superpone una geografía política al trasfondo clasista, pero no pueden evitar que este emerja cuando llegan al gobierno.

En la base de esta dinámica está el reconocimiento del Estado como principal vía de transformación, la consideración neutral de este como palanca para el despliegue de un proyecto de reformas y transformación social. Este reconocimiento implica el oscurecimiento de la legalidad y sus estructuras como expresión y concreción del dominio del capital. Toda gestión, o toda política reformista, queda constreñida a la gestión de lo existente y sus normas: las de las necesidades del capital para su reproducción, condición de existencia y desarrollo de la sociedad burguesa. Y lo que esto expresa en términos de extracción de clase, tanto en la socialdemocracia nacida como tal, como en aquella que ha transitado desde el campo del comunismo, es la concepción característica de las capas medias, de la pequeña burguesía y la aristocracia obrera, interesadas en el mantenimiento del estado de cosas para garantizar su posición social.

El proceso de derechización que ha ido viviendo la socialdemocracia es, en consecuencia, la manifestación, simplificadamente, de dos procesos entrelazados: la subordinación de su política a las posibilidades coyunturales del capital, que han tendido a su estrechamiento (hasta el punto de renunciar a todo horizonte socialista o de cambio de modelo socioeconómico), y la desarticulación o debilitación de las estructuras sociales de la clase obrera y del modelo militante de partido. Parémonos un momento en este segundo punto. Los socialdemócratas, además de la autojustificación con el agente externo de la reacción, gustan de utilizar el argumento de la «correlación de fuerzas». Esa negativa correlación de fuerzas implica, según ellos, la imposibilidad ir más allá de los márgenes de posibilidad del capital mediante el ejercicio de la fuerza social movilizada. Lo que no dicen, de nuevo, es que esa negativa correlación es en gran medida el resultado de la sumisión de dichas estructuras – hegemonizadas y dirigidas también por el oportunismo – a sus agendas institucionales y electorales, a las mismas lógicas de concertación social, mediante la cual dichas estructuras pierden crédito y sentido de utilidad autónomo incluso para el desarrollo de la lucha inmediata. La debilitación y cooptación de estas estructuras, y el abandono del modelo militante por las maquinarias electorales, reducen a su vez los mecanismos de presión de bases obreras sobre la socialdemocracia.

La autojustificación sirve para convencer a los sectores trabajadores o más radicalizados de su menguante base social, pero sus hechos expresan nítidamente los intereses de clase de las capas medias. Realmente no hay incoherencia entre lo que hacen y sus intereses efectivos, por ello las renuncias se van interiorizando como principios. Que se orille una y otra vez en una política de alianza con los representantes políticos de la burguesía es expresión de su posición intermedia en el entramado social, de su incapacidad para representar un proyecto independiente. Esta búsqueda de alianza implica a su vez nuevas exigencias de moderación, en una espiral que progresivamente reduce al mínimo las diferencias entre la socialdemocracia más a la izquierda y la tradicional, clara representante de la burguesía desde hace décadas (PS francés o PSOE español). El mantenimiento y apuntalamiento de la explotación capitalista permite que siga existiendo la reacción, así como posibilita que en determinados contextos de crisis y agudización de las contradicciones inherentes al capitalismo encuentre el caldo de cultivo de su crecimiento. La socialdemocracia puede resistir temporalmente a la reacción, pero no puede vencerla políticamente.

Por ello, nada tiene de «funcional» la política socialdemócrata contra la reacción. Nunca será funcional para la clase obrera la lógica del desarme y la subordinación, ni a largo, ni tampoco a corto plazo. La totalidad de la política debe corresponderse con la totalidad de lo real: el pasado y el futuro se funden en el presente, la actuación sobre las condiciones dadas determinará el porvenir, y por ello el objetivo último debe otorgar una fisonomía concreta a la acción de hoy. No hay dislocación entre lo inmediato y lo estratégico; hay unidad, y esto exige concordancia.

El error de no vincular cualquier posible política de alianzas frente al fascismo con la cuestión del poder, como se habrá podido leer en la resolución anterior a este artículo, está en la base de la estrategia «frentepopulista» que guió al movimiento comunista y que se ha ido actualizando en diversas formas hasta el presente. No parece que la permanente repetición de la misma, desde condiciones aún peores, sea precisamente aprender de nuestra historia. Una política obrera consciente debe partir siempre del reconocimiento del antagonismo de clases y, en consecuencia, del reconocimiento de que la burguesía es objetivamente, independientemente del modelo de gestión por el que apueste, independientemente de lo que diga de sí misma, una clase social enemiga. El reconocimiento de la lucha de clases debe conllevar, por tanto, la asunción del derrocamiento del poder burgués como objetivo estratégico de toda política obrera.

¿Cómo se articula entonces una política contra la reacción coherente para la clase obrera? ¿Por dónde empezar? Pues por desgracia toca empezar muy por el principio, dado el estado actual del comunismo y del movimiento obrero revolucionario. Como se dice en la editorial de este número, necesitamos en primer lugar más Partido, reconstruir y fortalecer el Partido de la clase obrera, aquel que garantiza el programa consciente de nuestra clase y su aplicación. Esa construcción no se produce al margen de la lucha de clases, sino al calor de ella, en el seno de los conflictos que se reproducen en los espacios de vida y trabajo, muy especialmente en el ámbito productivo, allí donde se estructura homogéneamente el proletariado. El Partido se construye a la vez y a través de la articulación de un creciente entramado organizado a su alrededor.

Solo así se puede recuperar la fuerza social clasista que combata a la reacción sin otorgarle la legitimidad que le otorga el socio-liberalismo burgués. Que invierta la dirección hegemónica, siendo la clase obrera la que tiene la capacidad de atraer tras su programa, por la fuerza del número, la fuerza de sus capacidades organizativas y la fuerza histórica de su doctrina, a otras capas especialmente damnificadas por el capitalismo y amenazadas por la reacción. Un movimiento obrero organizado que combata las expresiones políticas de la reacción y que neutralice toda posibilidad de propagación de sus ideas, que sirva de cortafuegos a su difusión entre sectores populares, reduciendo al mínimo su suelo social. Que desactive, además, dado el componente racista que caracteriza a estas fuerzas, todo intento de enfrentar a la clase entre sí por su ascendencia o procedencia desde la perspectiva práctica de la coincidencia de intereses.

La lucha contra la reacción se vincula así a la lucha por acabar de raíz con las bases de su existencia, con la superación del capitalismo. A través de las luchas del hoy contra la reacción y toda forma de violencia, por defender y fortalecer los derechos democráticos y sociales de nuestra clase, lucha guiada exclusivamente por nuestro propio interés como clase, se elevan las capacidades políticas y organizativas de los trabajadores y las trabajadoras, elevación que debe concretarse en una institucionalidad propia capaz de asaltar, llegado el momento, el poder de la burguesía. Todo posible acuerdo o alianza coyuntural y táctica a nivel político, en caso de ser pertinente, deberá implicar una mediación oportuna en este camino hacia el objetivo de la superación del capitalismo, deberá beneficiar la dialéctica de la revolución, no sacrificar la revolución en beneficio de una alianza. Para que dentro de 80 años nadie se pregunte de nuevo qué ha ocurrido para vernos de nuevo ante la misma disyuntiva de derrota, qué debimos hacer y no hicimos, los tiempos exigen apostar decididamente por la rearticulación de una política obrera frente a la reacción. Mirar lejos, construir cerca. Hacerse cargo de la necesidad frente a la urgencia.

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