Los Consejos de Fábrica en el Petrogrado piamontés: 105 años del «taller histórico de la revolución en Italia»

Hace 105 años comenzaba, con epicentro en Turín, «el Petrogrado de la revolución proletaria italiana», el Biennio Rosso. Entre 1919 y 1920 tenía lugar un movimiento de placas en la historia italiana de esos que condensan lucha de clases y rezuman universalidad; que nos aproximan con particular claridad –si miramos con honestidad revolucionaria, de frente y sin apriorismos la historia– a las claves del materialismo histórico para pensar y desarrollar las tareas revolucionarias de nuestro presente.

Hoy hace 105 años la clase obrera de Turín disputó el poder a su burguesía directamente desde el corazón de la producción capitalista. Y, sin embargo, aunque quiso, no pudo ganar. A pesar de los vientos revolucionarios que soplaban en Europa al calor de Octubre, el comunismo en Italia perdió aquella batalla; y lo hizo pese a la masiva y esperanzadora movilización de toda su clase obrera, pese a su demostrada madurez para ejercer el poder y ser clase dirigente. La experiencia de los Consejos fue la prueba de la posibilidad revolucionaria, pero también la constatación de que para transformar la posibilidad en realidad se tornaba necesaria una correlación de fuerzas concreta y determinada a la que había que dar forma.

Hacer como en Rusia

Durante la Gran Guerra (1914-1918), el Turín obrero ya había mostrado señales de su vitalidad histórica. En mayo de 1915 protagonizó una insurrección armada contra la intervención de Italia en la guerra. En 1917 los obreros turineses tenían clara su guía: al grito de «¡Viva Lenin!, ¡Vivan los bolcheviques!» cincuenta mil de ellos recibieron a los delegados mencheviques y socialistas revolucionarios del Soviet de Petrogrado que, tras la revolución de febrero en Rusia, visitaron la capital del Piamonte. Y en agosto de ese año tendría lugar un vastísimo movimiento de masas (la revuelta por el pan) en el que los trabajadores en armas se levantaron y tomaron los barrios de la ciudad. La posterior oleada represiva fue significativa, «pero los sentimientos comunistas del proletariado turinés no se apagaron».

Y tenían razón en no apagarse. En octubre, Lenin y los bolcheviques contestaron a esos «¡vivas!» de la mejor manera posible: demostraron su verdad histórica dando al proletariado turinés –y mundial– el sustento material de sus anhelos revolucionarios. La construcción del primer Estado Socialista era ya una realidad.

Octubre supuso la victoria tácita del marxismo en la disputa que este libraba contra su enemigo interno, el oportunismo: marxista de palabra, burgués hasta la médula ante la historia. La guerra había acelerado la traición de los dirigentes socialdemócratas al claudicar estos al socialchovinismo y alinearse con las respectivas burguesías nacionales. De entre aquellos que mantuvieron en alto la bandera roja del París de la Comuna, fue el Partido Bolchevique quien se colocó a la cabeza de los trabajadores y trabajadoras de todo el mundo, haciendo del comunismo la fuerza hegemónica y dirigente de su movimiento obrero; y alumbrando prácticamente, a través de la experiencia revolucionaria sostenida, el desarrollo del marxismo para la época imperialista. En marzo de 1919, año y medio después del triunfo revolucionario de Octubre, nacía en Petrogrado la III Internacional, centro dirigente del comunismo mundial, y se abría con ello un periodo de deslinde de campos, unificación y conformación de partidos bolcheviques en todos los países. La Internacional Comunista nacía de la revolución proletaria, y con ella estaba llamada a desarrollarse.

El Partido Socialista Italiano (PSI), a diferencia de la socialdemocracia europea, se había adherido a la IC desde su fundación. Habiendo participado en las conferencias de Zimmerwald y Kienthal, el PSI, frente a la capitulación expresa de los grandes partidos de la Segunda Internacional, se había mantenido neutral. Las condiciones de la lucha de clases en Italia definieron el camino de esta historia: la correlación de fuerzas histórica, la maduración y el desarrollo del proletariado del norte y su hermanamiento instintivo con el proletariado revolucionario ruso favorecieron un equilibrio de fuerzas por el cual el reformismo no habría podido apoyar la guerra, y el maximalismo, a cambio (y consecuente en el fondo con su política fatalista), se habría guardado de sabotearla activamente. Pero aunque en 1919 (Congreso de Bolonia) se produjo la victoria de las tesis de Serrati (cabeza del maximalismo) frente al reformismo de Turati, el PSI seguiría siendo todavía un partido del tipo de la II Internacional; y pronto, la historia demostraría cuán necesario hubiera sido el Partido de Lenin en la Italia de los Consejos.

Soldar el presente con el porvenir

La guerra se siguió de un proceso de concentración de capital en el campo industrial. Con el ensanchamiento de la masa de obreros y los estragos de la contienda como telón de fondo, el movimiento proletario, que reconocía su guía en la Tercera Internacional y con su centro de gravedad en el norte, maduraba por todo el país forzado por las condiciones impuestas por la historia.

Un grupo de jóvenes militantes en la capital de los Alpes se organizó en torno al semanario L’Ordine Nuovo (LON), «el periódico de los Consejos». Nacía entonces, como publicación de la sección turinesa del PSI y con un joven Gramsci como redactor jefe, el título que se convertiría en órgano de expresión del futuro Partido Comunista. Preocupado por la cultura proletaria –entendida no como ilustración pasiva sino como proceso real de educación político-revolucionaria, síntesis del pensar y actuar de la masa obrera forjada en su propio hacer–, el grupo ordinovista se propuso estudiar la universalidad de los Consejos Obreros (soviets) como institución potencial del futuro Estado socialista. Y traducir, por tanto, la experiencia revolucionaria rusa al lenguaje y entramado histórico italiano.

En las fábricas turinesas existían las comisiones internas, comités de obreros vinculados a las organizaciones sindicales, pero secuestrados, limitados, en su acción. De ellas nacieron los Consejos de Fábrica. El capitalismo financiero resultó, en sus formas organizativas del trabajo, con la llegada del fordismo, en un alejamiento de la persona del capitalista de la producción. La comisión interna en la fábrica cumplía así un papel funcionarial que, contradictoriamente, limitaba el poder directo del capitalista en la fábrica, demostraba su atrofiamiento; y la organización obrera tendía así a asumir funciones de control e iniciativa. El grupo de LON pudo ver la potencialidad revolucionaria de estas comisiones, por su función y composición, y colocó las consignas necesarias para acelerar su liberación, someterlas a la democracia del conjunto de la masa obrera e infundirles así una vitalidad y energía nuevas, transformándolas en verdaderos Consejos Obreros. Durante 1919 el movimiento de los Consejos de Fábrica se extendió como el aceite por toda la ciudad.

Lo que siguió fue una oleada de huelgas, dirigidas por la sección socialista del partido y los sindicatos de oficio, orientados revolucionariamente. El ejercicio del poder obrero y control de la producción permitió la subsistencia de la masa obrera y popular, en un contexto de lucha frontal y abierta contra la burguesía.

Partido, soviet, sindicato: los instrumentos de la revolución y el drama de su fracaso

La sección turinesa del PSI se articulaba agrupando territorialmente las organizaciones de base presentes en cada fábrica, concentrando y unificando el movimiento comunista y la dirección de toda la masa obrera. El movimiento de los Consejos de Fábrica había puesto también de manifiesto la cuestión del partido comunista y, con ello, el problema central de la dialéctica revolucionaria en la época del imperialismo.

Pero las condiciones y la estructuración del propio partido dificultaban la justa comprensión de su papel en la revolución. El PSI seguía siendo en el fondo del tipo de los viejos partidos socialdemócratas: carente de estrategia revolucionaria, fue sobrepasado por la realidad. La dirección maximalista fue incapaz de comprender la fortaleza material revolucionaria de los Consejos. Para Serrati, tras la «victoria» en las elecciones y con el movimiento obrero italiano en pleno apogeo, la revolución era cuestión de ser esperada. No había un plan, ni voluntad de tenerlo. Esta incomprensión, disfrazada de debates abstractos y teoréticos, escondía en realidad el papel de zapa y contención: el miedo a la participación amplia y democrática de las masas en el devenir de su lucha y la peligrosa concepción del partido como tutor, que instrumentalizaría a la clase y desvirtuaría toda forma y posibilidad de conciencia comunista de masa.

Lejos de esta visión, los Consejos suponían un hecho histórico original. El obrero, frente al resto de ámbitos y lugares en que se relacionaba, a la forma burguesa, bajo la falsa apariencia de igualdad que otorga la condición de ciudadano, intervenía desde ellos verdaderamente en calidad de productor. Los Consejos contenían la fuerza material necesaria para rebasar los límites del Estado burgués, fundar y ser base del Estado obrero; dibujaban la morfología de la sociedad socialista-comunista: si esta iba a basarse en el trabajo, en la libre e igual asociación de los productores entre sí, los lugares de producción y reproducción de la vida estaban llamados a ser los centros de dirección de la sociedad.

La incomprensión y resistencia a los Consejos por parte del maximalismo, así como cierta sobreestimación gradualista de su papel vinculada a una inmadurez política aún de otros sectores del partido, convirtió la situación de doble poder, cuyo momento álgido fuera la huelga de abril de 1920, en derrota. El Partido no estaba preparado; y el movimiento turinés, que llegó a contagiar a los obreros industriales, trabajadores agrarios y campesinos pobres de otros puntos de Italia, quedó restringido a su ámbito local, «porque todo el mecanismo burocrático de los sindicatos se puso en movimiento para impedir que las masas obreras de las demás partes de Italia siguieran el ejemplo de Turín». Las vacilaciones azuzaron la contraofensiva de la patronal, la ciudad fue sitiada y «el proletariado turinés se vio obligado a enfrentarse él solo, con sus solas fuerzas, contra el capitalismo de toda la nación y contra el poder del Estado».

Pero este oportunismo tenía una base social, material, vinculada orgánicamente al desarrollo del capitalismo y la entrada de este en su fase imperialista; una cuestión que Lenin había comprendido perfectamente. La aristocracia obrera, capa de la clase aburguesada en sus condiciones de vida fruto de las superganacias imperialistas, facilitaba la dirección y difusión del pensamiento burgués dentro del movimiento obrero, y aseguraba su posición de afianzamiento de la sociedad de clases en los momentos decisivos. Su traición y las derrotas revolucionarias alentaron su reacción igual y opuesta, exterior y de actitud pasiva ante la revolución. ¡Fuera de los sindicatos!, ¡fuera de los parlamentos burgueses!, ¡contra la dictadura de los jefes!, fueron consignas que reactivamente surgieron en el movimiento revolucionario de los años 20 y 30, combatidas quirúrgicamente por Lenin en La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo (1920) y representadas en Italia por la figura de Amadeo Bordiga.

No obstante, frente al revolucionarismo infantil de base pequeñoburguesa, que renunciaba a la intervención comunista en las fórmulas organizativas de resistencia y lucha económico-corporativa de la clase (sindicatos) y que cuestionaba los fundamentos del Partido de Nuevo Tipo, la clave era comprender, a la forma marxista, que este papel contrarrevolucionario de las burocracias sindicales respondía precisamente a la inmediatez de la vida social burguesa y a una complejización de las formas de dominio capitalista. Esto es: que el capitalismo se encontraba socialmente más asentado que nunca y el recorrido revolucionario de la espontaneidad era menor. Que, por tanto, el aislamiento, la pureza moral y la acción política basada en la mera agitación entre las masas espontáneamente movilizadas no sólo eran ya del todo insuficientes, sino que suponían sustancialmente un lastre y un retraso terrible de las tareas revolucionarias que imponía aquel presente. Que hacía falta más que nunca una herramienta capaz de desarticular este dominio.

Y esa herramienta sólo podía ser el Partido de Nuevo Tipo propuesto por Lenin: porque sólo una «inaudita concentración de hegemonía», de inteligencia revolucionaria condensada y materializada organizativa y militantemente, independiente en un sentido orgánico, sí, toda vez que altamente enraizada en todos los ámbitos de la vida social y presente en cada foro y lugar de contacto con la clase, capaz de desarrollar una estrategia comprobada en la realidad de la lucha de clases, podía ser capaz de enfrentar todos los resortes del poder burgués; unificar el vasto tejido de instituciones de la estructuración social de la clase, favorecer su movilización y sostener y dirigir, hasta los momentos decisivos, su proceso de educación política: el proceso real de la revolución proletaria. Sólo así, con el partido al frente de la insurrección, fue y hubiera sido posible el triunfo de los soviets.

Esperar es llegar tarde a la cita con la historia

Pero este partido no se constituiría independiente en Italia hasta 1921, resultado del deslinde de los comunistas del PSI de Serrati en el Congreso de Livorno y sólo un año antes de la Marcha sobre Roma. No sería hasta 1926 cuando se resolvería definitivamente en la Internacional Comunista la llamada cuestión italiana, pese a que la Internacional hubiera ya reconocido la superioridad de la propuesta ordinovista frente al centrismo maximalista y el izquierdismo abstencionista de Bordiga. La aprobación de las Tesis de Lyon (1926), en el Congreso celebrado en esa misma ciudad, superaba el fatalismo, así como el izquierdismo y aislacionismo del primer periodo de existencia del PCd’I. Un año más tarde, su Secretario General, Antonio Gramsci, cerebro y dirigente del Biennio Rosso y uno de los mejores y más inteligentes leninistas de nuestra época, sería encarcelado. Tras el fracaso revolucionario, las tensiones vitales en la sociedad italiana de posguerra se resolvían a la manera reaccionaria; y aquella terrible realidad no puede leerse sin considerar nuestra propia derrota, resultado de la falta de preparación de la clase obrera y su destacamento revolucionario.

Hay hechos históricos que tienen voz y autoridad suficiente para ordenar por sí solos las lecciones que de ellos debemos aprehender. Dice una frase, cuya autoría se ha ido diluyendo en los documentos y escritos de nuestro Partido, pero que por su certeza ha sido abrazada y convertida en consigna de proyecto, que el horizonte revolucionario no es una lejanía inalcanzable ni una entelequia distante. Que, como dijera Lenin, la revolución no se hace, sino que se organiza, y que esperar es llegar tarde a la cita con la historia. Son tiempos de recomponernos como clase, recuperar vitalidad histórica e iniciativa, pero muy fundamentalmente, porque nos va la vida en eso de no «llegar tarde», de preparar la herramienta más preciosa que la historia nos ha enseñado: el Partido Comunista.

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