La industria militar española avanza al son de los tambores de la guerra imperialista

La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, pedía hace unas semanas el  «despertar militar urgente» de Europa; es decir, la militarización de su economía, su  industria y su población. Es una de las líderes europeas que han ido dejando claro que una guerra contra Rusia es cada vez más factible. Sentenciaba diciendo que «eso significa turboalimentar la capacidad industrial de defensa de Europa en los próximos cinco años».

En todos los países se extiende la miseria de la mayoría social, aumenta la carestía de la vida, y mientras los gobiernos incrementan sus partidas militares y las empresas armamentísticas rompen techo de beneficios, impulsadas por la creciente inestabilidad y el recrudecimiento de los conflictos militares. La carrera bélica no solo se circunscribe a la retórica de los políticos burgueses, sino que desde hace años se cristaliza en la economía.

En este contexto de resurgir de los viejos fantasmas, las experiencias de los comunistas que nos precedieron, las trágicas lecciones de la primera gran guerra, nos permiten analizar el mundo hoy más allá de los relatos.

Las lecciones de 1914

El final del siglo XIX estuvo marcado por un importante cambio cualitativo del capitalismo mundial. Al entrar en su fase monopolista, el capital financiero de cada nación dominante se erigió en amo de los estados. Este exigía nuevos mercados, nuevas colonias y nuevas bases para la exportación de capitales, así como nuevas materias primas con las que alimentar la insaciable maquinaria capitalista. Sin embargo, el reparto global completo del mundo, así como el irremediable desarrollo desigual de las naciones, propiciaron que los viejos bandidos se vieran alcanzados por nuevos, más vigorosos, que se encontraban en disposición de arrebatar estos recursos, rutas de transporte y mercados. Lógicamente, ninguno estaba en disposición de ceder lo que consideraba suyo y aumentaron su capacidad e industria militar a sabiendas de que la paz no era más que el periodo entre guerras. En este contexto, la guerra imperialista por un nuevo reparto del mundo y de las zonas de influencia era inevitable si el movimiento revolucionario no era capaz de pararla.

La burguesía británica enfrentaba problemas de rentabilidad en sus exportaciones desde la década de 1870. Su crecimiento era más lento que el de otras potencias, y su cuota de producción mundial disminuía. Los monopolios alemanes buscaban nuevos mercados, lo que alimentaba tensiones regionales y una carrera armamentística. Los estados se endeudaban para financiar ejércitos y empresas militares, mientras las condiciones de la clase obrera empeoraban a pesar del crecimiento económico.

Ante este escenario, todos los partidos obreros de la II Internacional resolvieron en el manifiesto del Congreso Extraordinario de Basilea de 1912 que era un crimen que los obreros se disparasen unos contra otros para acrecentar las ganancias de los capitalistas. Así describían la situación europea dos años antes del estallido de la guerra: «Ahora más que nunca, los acontecimientos obligan al proletariado internacional a conferir a su acción concertada todo el vigor y energía posibles; por una parte, la locura universal de los armamentos, agravando la carestía de la vida, ha exasperado los antagonismos de clase y creado en la clase obrera un insoportable malestar. Quiere acabar con este régimen de pánico y despilfarro; por otra parte, las amenazas de guerra que periódicamente se suceden son cada vez más indignantes, los grandes pueblos europeos están constantemente a punto de verse lanzados unos contra otros sin que puedan disimularse esos atentados contra la humanidad y contra la razón con el menor pretexto de interés nacional».

Sin embargo, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, el movimiento obrero representado por la II Internacional se dividió: de un lado, quedaron los socialchovinistas, que aprobaron los bonos de guerra e hicieron campaña por su burguesía nacional, enviando a millones de obreros al matadero por los beneficios de los capitalistas; por otro lado, se mantuvieron firmes los revolucionarios consecuentes, los bolcheviques, que boicotearon los esfuerzos de guerra, denunciaron a los oportunistas y, una vez iniciada la guerra, llamaron a los soldados y obreros a redirigir sus fusiles contra su burguesía, a transformar la guerra imperialista en guerra civil contra sus explotadores. Fueron estos los que consiguieron tomar el poder y constituir el primer Estado Socialista.

Volviendo al presente

La guerra imperialista en Ucrania, que siguió a la pandemia del Covid-19, empeoró la crisis capitalista que ya despuntaba en 2017. Sus efectos no tardaron en materializarse en las condiciones de vida y trabajo de la clase obrera: aumento del precio de la energía, de la cesta básica de la compra y de la práctica totalidad de mercancías. Los capitalistas no dudaron en culpar a la pandemia primero y, después, a la guerra, exonerando siempre a las propias dinámicas estructurales del capitalismo.

En esta coyuntura, los países de la Unión Europea, Estados Unidos y otros miembros de la OTAN se comprometieron a abandonar la dependencia de los combustibles fósiles rusos. Esto supuso una reestructuración de los bloques imperialistas, principalmente el de EEUU, UE y la OTAN, por un lado, y el de Rusia y China, por el otro, que propició reestructurar las cadenas de valor, las fuentes de materias primas y energía y las rutas de transporte y, así, reducir la interdependencia entre los bloques. Esta reagrupación de las fuerzas imperialistas, polarizadas en los dos grandes bloques, han preparado el escenario para una guerra abierta de ámbito global entre ellos. La agudización de estas contradicciones acerca y genera nuevos conflictos, que en muchos casos se resuelven por la guerra.

En esta era del capitalismo, por tanto, la industria de la guerra tiene un papel fundamental en el sistema productivo. Lejos de ser un sector aislado del resto de la economía capitalista, o sin el cual esta podría marchar con normalidad, la propia naturaleza del capitalismo, sus ciclos de crisis y la continua confrontación de intereses hacen que sea un sector necesario. Que en determinadas épocas tenga menor importancia no significa que en otros contextos no necesite estar preparada para armar a los ejércitos de los monopolios. La inversión en defensa, mayor o menor según la coyuntura, es directamente el mecanismo esencial que permite la rentabilidad capitalista en ciertos momentos de crisis y confrontación imperialista. Actualmente, con la guerra de Ucrania y el genocidio sionista en Palestina, pero también con la previsión de escalada, la prensa salmón anticipa beneficios récords de más de 260.000 millones de euros en la industria militar para el año 2024.

España hoy ocupa una posición media-alta en la pirámide imperialista. Se encuentra inserta en uno de estos bloques en pugna a través de sus alianzas imperialistas, principalmente la OTAN y la UE. «Pertenecer a estas organizaciones internacionales exige cumplir unas obligaciones», que dijo nada más y nada menos que el Secretario General del PCE. Por ello, los gobiernos de Pedro Sánchez y sus socios han batido récords en gasto militar: en apenas 5 años, se ha incrementado en más de un 30 % sobre el PIB, y solo en este año, un 26%, hasta el 1,24 % del PIB. Sin embargo, esto no es suficiente para la OTAN; el gobierno debe alcanzar el 2% este año, lo que se traduce en inversiones millonarias a los contratistas militares, es decir, a los monopolios de la industria militar.

A día de hoy, España ocupa el deshonroso octavo puesto de exportadores de armas en el mundo y cuenta con algunas de las empresas militares más importantes de Europa. Apenas cuatro empresas conforman el gran monopolio de defensa española, cada una de ellas especializada en un sector, y representan más de tres cuartas partes de un negocio que suma 6.500 millones de euros.

Airbus acapara el 60 % de la industria armamentística española y es el motor principal del sector. Se centra en el sector de la aeronáutica y aeroespacial. Cuenta con capital público de los Gobiernos de Alemania, Francia y España, así como de otros accionistas privados, como el fondo de inversiones BlackRock o el banco Goldman Sachs. Aunque la producción se distribuye por todas las factorías europeas, producen aviones de guerra, como el Eurofighter, y helicópteros, entre otros. En 2020, el Gobierno español firmó con Airbus programas valorados en 8.200 millones de euros.

En el desarrollo naval, Navantia, empresa participada al 100% por la SEPI, se sitúa a la cabeza. Produce las fragatas y corbetas utilizadas, entre otros, por Arabia Saudita en la guerra con Yemen.

Indra se coloca en el centro del proyecto del Gobierno de constituir un gran polo de defensa español, especialmente a través de la coordinación del futuro avión de combate, el FCAS, que supone una inyección de 300 millones de euros de los Gobiernos español, alemán y francés. Es uno de los líderes tecnológicos en el sector de defensa. A pesar de haberse privatizado en 1998, el Estado aumentó su participación en 2023 hasta el 28% y se ha facilitado la fusión con distintas empresas para reforzar el plan estratégico del Gobierno.

La norteamericana Santa Bárbara Sistemas produce los blindados y tanques para el Ejército de Tierra, como los 8×8 Dragon, de los que se ha comprometido a entregar 105 blindados antes de finalizar este año.

En el campo de la cibernética, es destacable el impulso del Gobierno al antiguo INTECO, hoy rebautizado como Instituto Nacional de Ciberseguridad (INCIBE), que hace unas semanas ha sido elegido la única aceleradora de startups de empresas de ciberseguridad de la OTAN. Un centro que pretende ser la coordinadora de las nuevas empresas para la guerra cibernética.

Como podemos ver, los monopolios españoles o gozan de buena salud y se encuentran en posiciones líderes mundiales, sino que el propio Gobierno español viene reforzando su papel y su participación en ellas desde hace unos años.

Ni un solo céntimo, ni una sola persona para la guerra imperialista

Nuestro Gobierno ya ha hecho su apuesta y, como era de esperar, no ha elegido a los trabajadores y trabajadoras. En su lugar, prepara la maquinaria para la próxima guerra de rapiña que se hace inminente, pero que lleva años preparándose en la economía.

Los y las comunistas volvemos a tener la misma misión histórica de hace más de 100 años: la oposición, por todos los medios, a que nosotros y los nuestros seamos empujados a la barbarie en defensa de los beneficios de la burguesía mundial. Esto incluye una denuncia directa del uso pernicioso por parte de los monopolios de la infraestructura industrial de nuestro país, así como de la fuerza de trabajo empleada en ella. Los trabajadores y trabajadoras de estas empresas y sectores, debemos ser los primeros en denunciarlo: nuestras manos, nuestro trabajo, no queremos que estén al servicio del negocio de la sangre.

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