Las palabras y el lenguaje importan, y mucho. Afirmar que los cinco hombres más ricos del mundo han visto duplicarse sus fortunas desde 2020 «a pesar de» la pandemia y las guerras, como leíamos hace unas semanas en la prensa, nos predispone a sentir cierta extrañeza e incomprensión al conocer el dato de ese enriquecimiento. Pensamos: pero ¿cómo pueden haberse enriquecido, si el mundo ha vivido una pandemia y las guerras se extienden por doquier? En cambio, bastaría cambiar ese «a pesar de» por un «debido a» o un «gracias a» y profundizar en los datos sobre el aumento de la desigualdad y del gasto militar para que comprendamos mejor el contexto económico mundial de estos cuatro años: los más ricos se han asegurado de enriquecerse a costa de la mayoría trabajadora; han visto una oportunidad para aumentar sus beneficios y la han aprovechado. Mientras un puñado de personas ganaba 14 millones de dólares cada hora, 5.000 millones de personas se empobrecían. Mientras las grandes empresas batían récord de beneficios en 2023, un Pedro Sánchez erigido en líder de la socialdemocracia les pedía en Davos que «se impliquen» en «elevar el poder adquisitivo de los trabajadores». El zorro y el gallinero…
Para defenderse frente a la demanda por genocidio interpuesta por Sudáfrica ante la Corte Internacional de Justicia, Israel sostiene que lo que está haciendo en Gaza no es destruir una población, sino «proteger una población» (sic). Más de 25.000 personas asesinadas, entre ellas 10.000 niños, al parecer caben en la palabra «proteger», y no constituyen para Israel «actos genocidas», sino que tan sólo son «el resultado no intencionado, pero legal, de los ataques contra objetivos militares». El asesinato de 10.000 niños es un «resultado legal».
Por su parte, otro adalid de los derechos humanos, Joe Biden –y él no ha sido, es ni será el último en utilizar este eufemismo–, afirmaba que «la comunidad internacional» lanzó el 12 de enero una respuesta unida y decidida a los ataques de los hutíes en el Mar Rojo. Esa acción militar había sido emprendida por Estados Unidos y Reino Unido con el apoyo de Australia, Bahréin, Canadá y Países Bajos. Así que, ya saben, «la comunidad internacional» son seis países. Estos seis, junto con Dinamarca, Alemania, Nueva Zelanda y Corea, emitieron un comunicado en el que afirmaban que acometían dicha acción en defensa del comercio internacional. «La comunidad internacional» son diez países. Y, al parecer, debemos darles las gracias.
Con frecuencia vemos a los representantes de los principales partidos políticos, que van a una en su defensa de la sociedad capitalista, utilizar las palabras para enmascarar y maquillar sus verdaderas intenciones. Pero hay ocasiones en que sus declaraciones resultan transparentes, cristalinas. Algunas veces, quizá con conciencia de ello, y otras, por cierto desliz o descuido al seleccionar las palabras; inconscientes ramalazos de honestidad incontenida. Decía Yolanda Díaz, citando a Pepe Mujica, que «el auténtico poder de cambio reside en la gestión», y resulta harto elocuente que seleccione justo esa palabra y no otra: «gestión». Así pues, lo que busca Sumar, como antes lo hizo Podemos –en horas bajas en el momento de su décimo cumpleaños–, es gestionar lo existente. Lo que debemos tener claro es qué implica esa palabra, qué implican esas declaraciones: vienen a decir que el auténtico poder de cambio no reside en la movilización y la organización masiva de la mayoría trabajadora para lograr un cambio económico, político y social y construir una sociedad libre de explotación; el «auténtico poder de cambio» reside en «gestionar» las migajas que nos dejen los dueños de los medios de producción, reside en pedirles (suplicarles) que «se impliquen» en elevar el poder adquisitivo de los trabajadores, reside en gestionar dentro de los estrechos márgenes que en cada momento permitan los vaivenes del siempre caprichoso capital.
Las palabras, también, pueden constituir peligrosas armas de seducción masiva. El mantra del «diálogo social» ha calado bastante hondo, y ha pasado a ser una herramienta todopoderosa que algunos abanderan para encubrir los intereses antagónicos e irreconciliables que existen entre capitalistas y trabajadores. En la última ocasión, con motivo de la subida del salario mínimo, al diálogo social le falló la pata de la CEOE, a quien Yolanda Díaz amenazó con subir más el SMI si no pactaban. Y así tal cual sucedió finalmente, lo cual demuestra que, por poder, se pueden tomar determinadas medidas, pero de antemano algunos prefieren «dialogar», pues son conscientes de quién ostenta el poder y a quién no conviene poner de uñas si gestionas este sistema.
Las palabras y los dimes y diretes en la tribuna del Congreso demostraron ser poco más que eso, palabras sin grandes consecuencias, cuando a principios de enero, para aprobar in extremis dos decretos, el grueso de las negociaciones entre el Gobierno y sus socios se hallaba en negociaciones paralelas fuera del Congreso, y no dentro. Esas votaciones tan ajustadas, las concesiones del PSOE a Junts y la negativa de Podemos al decreto propuesto por Yolanda Díaz anuncian, en todo caso, la fragilidad de un Gobierno que caminará sobre el alambre en esta legislatura, mientras habla desde el triunfalismo.
Y, para palabras vaciadas de su significado original, esa que identifica a este Gobierno y el anterior como «progresistas» –término esgrimido cada dos por tres por las propias fuerzas políticas que lo conforman– cuando a principios de este año se conocía que el Gobierno de coalición, sólo en 2023, firmó 166 acuerdos en los que se aprobaban gastos militares por valor de 28.232 millones de euros, más del doble del presupuesto de Defensa para ese año, cerrado en 13.161 millones de euros. A lo mejor deberíamos sentarnos a aclarar qué entendemos unos y otros por «progreso».