El cuadro que se dibujó el pasado día 11 de diciembre en Buenos Aires durante la toma de poder de Javier Milei como nuevo presidente de Argentina, donde aparecieron juntos Viktor Orbán, Santiago Abascal y Jair Bolsonaro, invita a la reflexión acerca del auge reaccionario que se viene extendiendo, con distintas vías y orígenes, por todo el mundo. Todos ellos tienen en común un discurso ultra y populista destinado a defender hasta la última consecuencia los intereses de la burguesía que les paga, pero… ¿cómo han llegado ahí? ¿Cómo han conseguido calar esas ideas de odio en el seno de la clase obrera de tan diversos países? Mediante este artículo intentamos desgranar los límites que tiene el capitalismo contemporáneo y su tendencia reaccionaria.
De Orbán a Milei: ¿cómo llega al poder la extrema derecha?
De un tiempo a esta parte hemos asistido a una aceleración en la tendencia reaccionaria de la sociedad contemporánea. Y es importante analizarlo así, como una aceleración de una tendencia que, ya de por sí, es inherente al proceso de desarrollo del capitalismo en su fase imperialista. A pesar de la instrumentalización que ha hecho la socialdemocracia del miedo a la extrema derecha, unida en numerosas ocasiones a la defensa del modelo de gestión económica de la nueva y la vieja socialdemocracia, es una realidad que, ante el decrecimiento de las ganancias empresariales, la burguesía expresa cada vez más abiertamente sus intereses de clase en los distintos gobiernos.
Este auge reaccionario muestra, por un lado, las fracturas que se dan en un capitalismo en descomposición en el que los distintos sectores de la burguesía pelean como aves de rapiña por los restos de un modelo económico agonizante del que cada vez cuesta más arrancar nuevos mercados. En ese contexto, la radicalización de sectores de la pequeña y mediana burguesía como base social de la extrema derecha genera un contraste con los grandes monopolios del capitalismo globalizado aunque, de facto, las soluciones que proponen unos y otros distan mucho de ser antagónicas. Prueba de ello es que cuando estos partidos de extrema derecha han acabado tocando puestos de poder su gestión ha diferido poco de lo que dictaban los grandes popes del ultraliberalismo, campo en el que todos, independientemente del camino que hubieran escogido para llegar (nacionalismo, populismo, ultracatolicismo), han disfrutado mucho jugando juntos.
Y es que esta tendencia reaccionaria ha mostrado muy diversas caras (acaso máscaras) para ofrecerse como un modelo cuasi revolucionario a las distintas sociedades en las que se ha manifestado, aprovechando tanto la ausencia de organizaciones clasistas fuertes como la debilidad de los distintos modelos de gestión socialdemócrata en uno u otro país. Por citar algunos ejemplos, entre el Brasil ultracatólico de Jair Bolsonaro y la Argentina anarcocapitalista de Milei vemos cómo se han presentado dos modelos que en apariencia lucen antagónicos pero en la práctica real han supuesto un gobierno de máximos para los intereses de la burguesía y, ante todo, un aumento en la represión hacia las organizaciones clasistas, tratando de desactivar todos los resortes que pudieran generar una oposición efectiva a los ataques de los grandes monopolios hacia la clase obrera.
Marty McFly y la imposibilidad de volver atrás en el tiempo
Análisis epidérmicos aparte, la realidad es que el capitalismo en su fase actual es una hidra agonizante que difícilmente puede dar pasos hacia atrás. El aumento cada vez mayor del capital constante en la producción a través de la mecanización y la innovación tecnológica genera que la burguesía cada vez tenga menor capacidad para gestionar un reparto más amable de la plusvalía que obtiene en la producción, y de ahí que se reduzca la capacidad de maniobrabilidad que tienen los distintos gobiernos del capital respecto a lo que sus amos permiten o dejan de permitir. Hoy en día, más aún con el auge de la concentración capitalista que supusieron las crisis de 2007 y 2020, observamos cómo los grandes monopolios ya no se limitan a imponer sus condiciones abiertamente a los países menos desarrollados, sino que incluso ponen en jaque a las principales potencias mundiales en un momento de auge de la confrontación entre el tradicional capital financiero occidental y el nuevo de origen asiático. La incapacidad de estos gobiernos por mostrar siquiera un mínimo control genera en la sociedad una confusión que, ante la falta de un proyecto revolucionario con arraigo entre las masas, lleva a una parte a depositar su confianza en los brazos de la socialdemocracia como garante del «mal menor». En la situación actual, la socialdemocracia promete una vuelta a los tiempos del estado del bienestar y una «gestión más humana» de los recursos a sabiendas de la imposibilidad de cumplir con dichas promesas, con la salvedad de arrancar a veces mínimas reformas a cambio de tragar con las tablas reivindicativas planteadas por la patronal.
La otra opción, además de situarse en el apoliticismo alienado, consiste en caer en las posturas reaccionarias que, con grandes dosis de populismo, sostienen que los culpables del empeoramiento en las condiciones de vida (no solo de trabajo) de la clase obrera no son los grandes monopolios, sino otros elementos subalternos como puede ser la inmigración, los supuestos lobbies (LGTB, feminista, trans…) o la izquierda woke. Este auge reaccionario, que se aprovecha de la falta de proyecto político de nuestra clase y se alimenta de sus miedos e inseguridades, presenta de facto un discurso basado en el odio y la división de la clase obrera en función de su lugar de nacimiento, orientación sexual o género con el fin claro de desorganizar lo escasamente organizado y destruir cualquier capacidad de generación de una verdadera alternativa clasista en clave revolucionaria.
La «brillante» gestión económica socialdemócrata… ¿a quién beneficia?
El pasado mes de noviembre asistimos al discurso triunfal de Pedro Sánchez como nuevo presidente del gobierno y a la presentación de su nuevo gabinete ministerial. Revisando los principales medios de comunicación, se podía leer desde aquellos periódicos que hablaban abiertamente de la instauración de una dictadura comunista hasta los que presentaban al PSOE como el dique de contención del antifascismo como si de las Milicias Antifascistas Obreras y Campesinas de los años 30 se tratara. Los que vivimos con la resignación de siempre la conformación de un nuevo gobierno no podíamos sino pensar que se reeditaba el mismo gabinete que aprobó la última reforma laboral, que acogió la Cumbre de la OTAN y que reprimió con dureza durante años cualquier atisbo de movilización popular. La pregunta que nos debemos hacer es la siguiente: ¿realmente habría sido muy distinto el gobierno de otro signo político? Es cierto que los matices existen y que es probable que un gran número de debates situados en la palestra pública no habrían existido, pero… ¿ha supuesto un cambio efectivo en las condiciones de vida de la clase obrera en España? Personalmente, tengo mis dudas de que una subida del SMI irrisoria en comparación con la inflación o que mi contrato pase de ser temporal a fijo discontinuo (más discontinuo que fijo) suponga un cambio a mejor digno de la euforia de la que está gozando; en un momento, además, en el que es la propia patronal la que incita a realizar algunas de estas reformas.
Las propias dinámicas de concentración de capitales hacen que la posibilidad de redistribuir la riqueza a través de reformas gubernamentales sea una quimera imposible; la Unión Europea, como garante de los intereses de los monopolios europeos, deja muy pocos resquicios a cualquier intento de mejora efectiva y, generalmente, cuando se producen avances nimios suelen ser la zanahoria en el palo para calmar los posibles conatos de movilización de la mayoría trabajadora. De esta forma cae por su propio peso el hecho de que la gestión socialdemócrata del gobierno, en la que se unen la escasa voluntad y la incapacidad real de ejercer un contrapeso a los intereses del capital, poco o nada tiene que ofrecer a la clase obrera española salvo frustración y esperanzas perdidas.
Romper las reglas del juego
Con frecuencia se nos achaca a aquellos que abogamos por la vía revolucionaria la falta de un proyecto real, realizable y realista. El bombardeo cultural al que asiste nuestra clase invita a pensar según los márgenes de una economía capitalista en decadencia, frágil hasta el extremo y en un contexto de total dominio imperialista por parte de los grandes capitales. En esos términos es difícil imaginar una sociedad que se escape de los estándares de productividad, desarrollo y consumo que marcan los propios ideólogos burgueses y hasta hace pasar por revolucionarias «alternativas» destinadas a apuntalar un modelo económico que hace aguas por todas partes con recetas del pasado. A este respecto, posturas defendidas por ciertos sectores de la izquierda académica, como pueden ser las teorías del decrecimiento o de la fiscalidad progresiva, acaban siendo parches e intentos de vuelta hacia atrás en un régimen capitalista que es irreformable.
De ahí que se nos plantee la coyuntura tantas veces situada en el campo del marxismo: «¿qué hacer?». No queda otra, por propia responsabilidad hacia nuestra clase y nosotros mismos, que romper con los marcos de la gestión capitalista y preparar el tránsito hacia un modelo económico nuevo, basado en el fin de la explotación como motor de la sociedad, en un punto en el que el desarrollo económico posibilita dar el paso y acabar de manera efectiva con el parasitismo asentado en la cima del capital financiero. Esta vía, por supuesto, sería imposible de construir a través de reformas y según las propias reglas del juego que marcan dichos capitalistas, de ahí que la única forma de participar como clase en la sociedad actual pase por usar nuestro propio tablero, nuestras propias normas y nuestras propias piezas. Si queremos construir un mundo nuevo, debemos dejar de lado los proyectos de otros y retomar de una vez por todas nuestras propias herramientas.