El pasado 16 de noviembre se invistió a Pedro Sánchez presidente del Gobierno. Su partido, el PSOE, salía en julio electoralmente reforzado frente a sus socios socialdemócratas, en plena batalla y recomposición. El bipartidismo ampliado se confirmaba como la forma política del capitalismo español, aun a pesar de que la investidura hubiera exigido de acuerdos y cesiones que vaticinan un alto grado de inestabilidad y confrontación en el ejercicio del poder político capitalista en la próxima legislatura.
Claro que la investidura ha estado precedida de presión por parte de todos los sectores capitalistas interesados, en una demostración ejemplar de la correlación de fuerzas realmente existente. Las algaradas de estas últimas semanas, capitaneadas por el PP y VOX, han movilizado a sectores de la mediana y la pequeña burguesía radicalizada, base social de la reacción, a la vez que la socialdemocracia articulaba bajo su programa y consignas de defensa del orden constitucional a un movimiento obrero aletargado y desorganizado tras años de paz social.
La articulación social y política de las clases sociales hay que dimensionarla adecuadamente: ni hay una crisis de modelo, ni tampoco el fascismo es un riesgo inminente para la sociedad española. Lo que sí ha pasado es que el PSOE se ha confirmado como el partido del capital monopolista en España, que en este momento mejor va a acometer las políticas que demanda el capitalismo español y europeo; aunque ello le exija de esa tan característica flexibilidad suya en los pactos para conformar gobierno, porque ha comprendido que su posibilidad éxito parlamentario está condicionada a su oposición al PP.
El PSOE ha vuelto a ganar, también entre la juventud, con un 45% del voto juvenil en las elecciones del 23J. Y no se trata esto de un fenómeno electoral, más que en tanto expresa una realidad política. Se acabó el ciclo político en que socializamos toda una generación: se acabó la mayoritaria ilusión juvenil en el proyecto aspiracional de la nueva socialdemocracia, que ha terminado por demostrar su falsedad y fracaso. Esta bancarrota abre un periodo de reorganización política y de reconfiguración ideológica, también a nivel juvenil.
Pero decía antes: hacer “buena” política nos obliga a los revolucionarios a mirar a la realidad que aspiramos a transformar atentamente, a analizarla con justeza. La gran victoria del capitalismo contemporáneo es el refuerzo de la resignación y el apoliticismo, y esto también tiene que ver con años de claudicación del único proyecto que puede demostrar posible otra forma de existir: el comunismo. Lo cual facilita también el crecimiento reaccionario entre los sectores juveniles de la clase, al compartir diversos y crecientes espacios de socialización con los sectores sociales que más arrastrados se ven por las propuestas burguesas que abogan por una salida proteccionista y nacionalista a la situación económica.
Hacer buena política, por tanto, es recomponer el comunismo en los espacios allí donde trabaja y vive la clase. Es desarticular política e ideológicamente a quienes retrasan esta labor; lo cual no es cosa distinta a sustanciar nuestra política en la práctica de la lucha de clases: a construir una organización juvenil comunista grande, presente, reconocida, cuya fortaleza material, real, demostrada, haga posible pensar posible una realidad socialista-comunista y se convierta esta en la idea que organice la actividad de sectores crecientes de la juventud trabajadora, por demostrarse mejor que cualquier otra idea.