La ley de amnistía y los acuerdos de investidura y de legislatura suscritos con diversas fuerzas socialdemócratas, independentistas y nacionalistas periféricas llevan a Pedro Sánchez a La Moncloa y le garantizan una legislatura de, al menos, dos años. El análisis y el posicionamiento sobre estos acuerdos se está basando mucho en ese hecho, pero muy poco en lo que tiene verdadera relevancia: la reconducción a límites manejables por el Estado del problema territorial y la reincorporación a la gobernabilidad y gestión del aparato estatal español de sectores que se habían colocado en posiciones difíciles de controlar.
El fin, temporal, de la “unilateralidad” y la recuperación completa del viejo papel de “árbitro” que las fuerzas nacionalistas han jugado en el nombramiento y sostén de los gobiernos españoles cuando ha sido necesario es una victoria para el Estado. Victoria que se ha conseguido con una variedad de medios, adaptados a cada momento y aprovechando la idiosincrasia de la fuerza política que, en cada fase, estuviese gestionando los asuntos del capitalismo español desde La Moncloa.
Desde luego, esta victoria tiene costes, en términos de concesiones políticas y cesión de competencias que profundizan en el carácter asimétrico del Estado autonómico, en el que unas Comunidades Autónomas ya tenían, mucho antes de que conociéramos a Puigdemont, más competencias que otras, más capacidades que otras, algo que siempre ha ido en beneficio de determinados sectores burgueses y no de los sectores populares.
La estabilización del poder estatal ahora, en realidad, no soluciona nada definitivamente, pero permite que la pelota siga en juego. Las tensiones intraburguesas están ahí y, de seguir las cosas como van, con crisis económicas cada vez más graves y frecuentes, con un crecimiento notable del nacionalismo a todos los niveles y con una agudización de las tendencias reaccionarias en el capitalismo, más pronto que tarde volverán a plantearse nuevas exigencias y viejas afrentas.
El PSOE, con su característica flexibilidad, bien engrasada para todo lo que son “asuntos de Estado” (recuerden lo de la OTAN) y con unas importantes tragaderas, todo sea dicho, se ha olvidado otra vez de sus anteriores declaraciones para afirmar que lo que le viene bien a la investidura de Sánchez en este momento es lo que nos viene bien a todos. Pero era de esperar, porque Sánchez se presta a lo que sea con tal de que no gobierne el PP.
Por su parte, quienes ya se veían en La Moncloa en julio tienen que descargar su frustración por no conseguir la investidura y recurren a la táctica importada muy oportunamente de países y latitudes donde otros miembros de su familia política se han visto apartados del poder ejecutivo. En realidad, no hay ninguna crisis de modelo, solamente han perdido esta oportunidad de entrar en el Gobierno y pretenden agitar todo lo posible para volver a concursar cuanto antes, en un clima que les sea más propicio todavía.
Claro que los pactos de investidura y gobernabilidad van contra la igualdad. Claro que agravan las diferencias entre territorios sin que en muchos territorios se comprenda bien el porqué de esas diferencias tan acusadas de trato. Pero es que tales acuerdos están cimentados en una Constitución Española que, mientras pregona una igualdad abstracta y formal, organiza políticamente un sistema económico basado en la desigualdad concreta y material.
En España, por otra parte, la cuestión territorial siempre ha servido para camuflar y difuminar la cuestión de clase. En nuestra época, llegados a este punto del desarrollo capitalista en España, no hay nada progresivo en un trato formalmente igual entre territorios que consagra la desigualdad entre quienes los habitan y tampoco lo hay en un trato desigual que tiene el mismo efecto. Pero la desigualdad, recuerden, viene cristalizada en la sacrosanta Constitución Española.
Causan sonrojo y un poco de vergüenza la hiperventilación y los argumentos de unos y de otros durante estas semanas. Que parezca que se han cambiado los roles en lo tocante a la defensa del orden y la ley (esa insistencia de SUMAR y del PCE a la defensa de “la democracia” no tiene precio) y a las llamadas a la movilización en las calles es casi lo de menos. Lo sonrojante es que el consenso básico, total y absoluto en el modelo económico lleva a que las contradicciones entre los partidos capitalistas se planteen en términos de qué tipo de gestión política garantiza mejor que lo económico no sufre graves alteraciones. Esa es su disputa. Los explotadores no se ponen de acuerdo en explotar más eficazmente, en esos términos se da su confrontación. Nuestra tarea es lograr que la contradicción realmente existente en lo económico, entre explotados y explotadores, se manifieste también en lo político.
No hay opción buena para la mayoría trabajadora en el dilema entre apoyar al Gobierno o a la oposición parlamentaria. No hay opción buena entre la España de Sánchez y sus aliados o la España de Feijóo y los suyos. Ninguna de ambas fórmulas de gestión capitalista coloca a la clase obrera más cerca o en mejores condiciones para conseguir acabar con la explotación capitalista en España, que es lo que une a todos ellos. Pero claro, quién piensa en la clase obrera, ¿no?