2023. Han pasado casi cinco años del cierre de la minería de carbón que aún existía en nuestro país, principalmente en Asturias y León. Aquello fue el último golpe a las cuencas mineras, que ya agonizaban económicamente desde hacía años, olvidadas a pesar de las promesas de reconversión hechas por las distintas administraciones políticas y algunos empresarios. Un golpe propinado en nombre de una “transición energética” hacia energías “más limpias” que, además, se realizaría de manera “justa” y beneficiaría “a todos”. La pregunta obligada es la siguiente: ¿hacia dónde nos ha llevado la transición energética en estos últimos cinco años?
Una comparativa de los últimos años
Según los datos de Red Eléctrica, las energías renovables alcanzaban a finales de 2022 casi el 60 % del total (59,2 %, en concreto) de potencia instalada; la principal energía renovable es la eólica (25,2 % del total) y la que más aumentó el año pasado, la solar fotovoltaica (76,3 % de todo lo instalado en 2022). Estos datos mejoran sensiblemente –alrededor de un 40 %– los de 2018, cuando comenzó a aumentar la potencia instalada de energías renovables, que se había mantenido estancada e incluso en una tendencia ligeramente negativa desde 2013. Pese a ello, las energías renovables aún producen menos de la mitad de toda la energía producida en España, y el objetivo es que 2023 sea el primer año en que se supere el 50 %.
El impulso que reciben estas energías renovables arroja, además, ejemplos terriblemente ilustrativos: Castilla y León, una comunidad autónoma que hace diez años tenía una central nuclear (Garoña, cerrada en 2013) y cuatro centrales térmicas (Anllares, Compostilla, La Robla y Velilla del Río Carrión, cerrada la primera en 2018 y las otras tres en 2020), es actualmente líder nacional en energías renovables, con casi la totalidad de su potencia instalada (95,6 % en 2022) renovable, donde destacan sus 260 parques eólicos en funcionamiento y cientos de proyectos y macroproyectos que se están acumulando para recibir una Declaración de Impacto Ambiental favorable.
Todo ello hace de España la segunda potencia en energías renovables de la UE –por detrás de Alemania– y uno de los principales impulsores del “Green New Deal” en el seno de la UE, que es a su vez el principal impulsor de los proyectos de descarbonización y de “lucha contra el cambio climático”.
El (otro) problema del cambio climático
El cambio climático se ha convertido en uno de los principales ejes discursivos de esta transición “verde”. Y, al contrario de lo que unos pocos iluminados afirman, no solo existe, sino que se puede trazar su origen en las actividades humanas. El hecho de que además presenciamos cada vez con mayor frecuencia sus terribles consecuencias –“Filomenas”, distintas DANAs, mayor virulencia de los incendios forestales, sequías, etc.– convierte al cambio climático en un poderosísimo argumento a la hora de replantear no solo nuestro modelo económico, sino incluso nuestra propia forma de vida. De ahí procede –en la retórica utilizada– la necesidad de la “descarbonización” por la que tanto lucha la UE.
El problema reside en que partimos de una cadena de falacias, al asociar una única causa a cada fenómeno. En este caso, el cambio climático se debe a multitud de factores, no necesariamente ligados estrechamente entre sí, y desde luego la presencia de dióxido de carbono (CO2) no es el único causante. Pensemos por un momento, sin salirnos del citado cambio climático: ¿alguien ha oído, en alguna ocasión, cuál es la incidencia de la pérdida de 13.000 especies cada año –un ritmo, por cierto, superior al de otras extinciones masivas ocurridas en este planeta– en este cambio climático?; ¿alguno de nuestros lectores recuerda –más allá de estudiarlo en el instituto, si es que eligió la materia optativa correspondiente– cómo afecta el cambio de usos del suelo a dicho fenómeno?; ¿quién de nuestros lectores es consciente del efecto que tiene la sobrepesca en la capacidad de nuestros océanos –principal “sumidero” de carbono del planeta– para retener el CO2? ¿Por qué no se insiste en todo ello y sí, en cambio, en lo que tú generas al usar tu coche de más de diez años (porque no te puedes permitir otro) o al enchufar el cargador del móvil?
Hay un ejemplo aún más hiriente: en los últimos tiempos oímos cada vez más buenas palabras sobre la producción de hidrógeno como energía “renovable” y “de futuro”, tan beneficiosa que es la nueva gran apuesta de los monopolios energéticos españoles, con más de 21.000 millones de euros de inversión pública ya aprobados. Se justifica en que ayudará a la “neutralidad en carbono”; sin embargo, no solo se obvia que la emisión de una tonelada de hidrógeno tiene el mismo impacto que 33 toneladas de CO2, sino también que la mayoría de la producción de hidrógeno –por “la mayoría” nos referimos al 99 % que señalan los datos del propio Ministerio de Transición Ecológica, públicos en su web– se basa igualmente en el uso previo de combustibles fósiles y sus derivados. Al final, ¿se trataba de evitar el cambio climático o de buscar una justificación para “echarles billetes” a las nuevas tecnologías?
Este es el (otro) problema que tenemos con el cambio climático: nos piden que nos centremos en el mismo árbol que nos está impidiendo ver el bosque.
¿Uno grande o muchos pequeños?
En este cambio de enfoque en la producción energética, se ha recurrido también mucho a la demonización de las grandes centrales térmicas –y nucleares– de nuestro país, vistos como aquellos grandes centros de contaminación que se debían eliminar. Se vendió que distintos proyectos renovables podrían suplantarlos e incluso mejorar la economía local de las zonas donde se instalarían y que, como eran más pequeños, las pequeñas “molestias al medio ambiente” que pudieran causar serían mínimas.
Lo cierto es que este debate no resulta novedoso en el ámbito de la ecología y, de hecho, tuvo su apogeo hace medio siglo, en aquel momento relacionado con la gestión de especies amenazadas. Este dilema, que se conoce como el “debate SLOSS”, se basaba en una pregunta muy específica: para salvar a una especie determinada de la extinción, ¿es mejor una población grande o varias poblaciones pequeñas?
Aquel debate cayó en desuso, aunque sigue referenciándose como punto de partida en algunos manuales de gestión ambiental. Y es que, en realidad, la pregunta estaba mal formulada. Al poner en práctica una u otra estrategia, se comprobaba que ninguna solución era válida en todo momento y contexto. Las limitaciones del debate eran obvias porque, como decimos los y las comunistas, hay que analizar caso por caso.
La transición energética actual resucitó este debate en estos mismos términos: había que apostar por varios centros de producción pequeños frente a un gran foco de contaminación. Surge entonces una primera pregunta: en términos de impacto ambiental, ¿es preferible una central térmica o una decena de parques eólicos repartidos en mucho más territorio para producir la misma cantidad de energía? No tiene por qué ganar la segunda opción siempre.
En los últimos años, además, ha surgido una segunda pregunta: si un foco grande de impacto era inaceptable, ¿por qué se presentan cada vez más macroproyectos de renovables que se extienden kilómetros y kilómetros provocando daños ambientales significativos a flora, fauna, suelo, aire y aguas?
Al final, resulta imposible analizar toda esta cuestión sin responder previamente a una pregunta muy básica: ¿cuál es la motivación real de esta transición energética?
¿Quién se beneficia?
A pesar de la breve extensión en la que se ha analizado la faceta ambiental de la transición energética, hemos tratado de dar algunas pinceladas básicas. Y la más sencilla es que no es casual que la Unión Europea sea la punta de lanza de este proceso de transición “ecológica”. De hecho, la propia transición realizada en España y en el resto de miembros de la UE emana de múltiples directivas de la UE; en lo que atañe directamente a las propias energías renovables, cuatro en quince años, la última de ellas aprobada el pasado 13 de septiembre.
Este desmedido interés existe, en primer lugar, porque sirve para invertir fondos públicos en una “causa justa” liderada por las grandes empresas del sector de la energía; en resumen, sirve para que las y los trabajadores paguemos los gastos que pretenden no acometer las empresas que quieren usar dichas energías. No son suposiciones, sino números; baste recordar que uno de los pilares de los Fondos “Next Generation” de la UE –140.000 millones de euros para España– es precisamente la subvención de proyectos de transición ecológica. Con anterioridad, los gobiernos del PP y del PSOE –da igual quién gestione el capitalismo– ya habían aprobado miles de millones de euros destinados a subvencionar a empresas como Endesa o Iberdrola y hasta fondos de inversión de familiares de Florentino Pérez.
En segundo lugar, este interés se debe precisamente al papel de la UE en el escenario internacional. Y es que, si nos damos cuenta, la UE ha sido históricamente un importador de combustibles fósiles y sus empresas han gastado mucho dinero en comprar derechos de emisión de CO2 (un mercado perfeccionado continuamente desde los tiempos del protocolo de Kyoto). En resumen, la UE es un bloque imperialista dependiente de otros bloques, contra cuyos monopolios compiten los monopolios europeos. En estas condiciones, la transición energética para la UE tiene un triple objetivo: por un lado, dejar de depender de sus competidores, generando su propia energía; por otro lado, castigar directamente a sus competidores, obligándolos a comprar más caros los combustibles fósiles al encarecer las cuotas de emisión; por último, crear nuevos nichos de mercado para sus monopolios, con un sello de “calidad ambiental”. Son las medidas desesperadas de un bloque claramente en inferioridad frente a la competencia.
No hay bondad detrás de la llamada “transición verde” y, sobre todo, no hay ecología en la que se base dicha transición. Más que nada, porque esto va de competencia entre monopolios en la época del imperialismo. Por eso, para la clase obrera y el medio ambiente, dentro de este sistema, esto es una transición hacia ninguna parte. Y, como ya se ha dicho en otras ocasiones en este periódico, su ecologismo es una moda que está durando demasiado. Va tocando no seguirla y crear un movimiento que defienda realmente el medio ambiente.