La perjudicial hegemonía de la socialdemocracia en el movimiento obrero
Recientemente veíamos a Joe Biden, megáfono en mano, reconociendo el gran trabajo e insuflando ánimos a un piquete de la huelga convocada por el sindicato United Auto Workers contra los principales fabricantes de automóviles en los Estados Unidos: Ford, General Motors y Stellantis. Se convertía, así, en el primer presidente de Estados Unidos en acudir a un piquete y “unirse” a él. Días antes, el senador Bernie Sanders había intervenido también en un mitin de la UAW en Detroit, donde fue recibido en un ambiente de compadreo por el presidente del sindicato y fue vitoreado y aplaudido por los asistentes.
Es decir, la Administración Biden, la misma que aprobó una ley exprés, acordada con los republicanos, para evitar que una huelga de ferrocarriles colapsara Estados Unidos en diciembre de 2022, es ahora quien anima y arenga a los huelguistas de la industria del automóvil a continuar con su justa lucha.
Se trata de uno de los últimos ejemplos de la nociva influencia de la socialdemocracia en el seno del movimiento obrero y sindical. Esta conclusión a la que se llega desde la distancia que nos ofrecen los varios miles de kilómetros y otras coordenadas políticas e ideológicas, también se plasma en nuestro país. Habrá quien pueda pensar que la diferencia con Europa es abismal y que de ninguna manera se puede asimilar esta situación al contexto español.
Lo cierto es que, más allá de la admiración que les profesan los socialdemócratas patrios a los líderes “progresistas” norteamericanos (“lo más maravilloso de Biden”, decía Yolanda Díaz deshaciéndose en elogios sobre las medidas del presidente estadounidense), existe un claro paralelismo entre lo que ocurre en Estados Unidos y lo que pasa en nuestro país. Esa influencia de la socialdemocracia dentro de las organizaciones sindicales, a la que hacíamos referencia anteriormente, queda cada vez más patente en España.
En Estados Unidos se observa a las claras que, pese a la alternancia entre demócratas y republicanos, la explotación capitalista ha seguido su curso de forma invariable; en ocasiones, de hecho, las diferencias entre las políticas de unos y otros se han difuminado tanto que era imposible reconocerlas. En cambio, en España hay quienes piensan que existe una perversa derecha que solo defiende los intereses de los ricos y una amalgama de fuerzas progresistas, ahora en el Gobierno, que actúa como garante de los derechos civiles y sociales de la gente humilde, de la mayoría trabajadora.
No se trata de negar que existan diferencias entre una gestión del capitalismo de corte socialdemócrata y una gestión liberal-conservadora, pero lo que resulta necesario destacar es que no podemos seguir eligiendo el color de la cadena: no se trata de elegir un mal menor, porque lo que resulta demostrable es que el Gobierno de coalición no ha alterado ni aspira a alterar las bases sobre las que se sustenta la explotación capitalista en España.
Por tanto, una vez que constatamos la influencia hegemónica que las distintas fuerzas que componen la coalición gubernamental tienen dentro del movimiento obrero y sindical, podemos llegar a la dramática conclusión de que las propuestas sindicales, excepto en cuestiones puntuales, comparten los objetivos esenciales de un Gobierno que se compromete con todas las instituciones capitalistas, que pretende favorecer, fundamentalmente, el desarrollo del capitalismo español.
En un contexto político de una crispación impostada en el que para unos el Gobierno es “socialcomunista” (sea lo que sea eso) y para otros es el “Gobierno de la gente”, decir que las medidas del Gobierno a lo largo de la pasada legislatura, pandemia mediante, han beneficiado esencialmente a los capitalistas, puede sonar extraño para quienes hoy en día confían en las fuerzas del “bloque progresista”. Sin embargo, si analizamos una por una las medidas impulsadas, veremos que todas ellas han servido, en el fondo, para garantizar los beneficios de las grandes empresas, aunque en la creación de su relato hayan sido vendidas como medidas que mejoran sustancialmente la vida de la gente.
Sin embargo, estas migajas que, en el mejor de los casos, han servido para paliar los efectos de una crisis capitalista y evitar un estallido social, han sido utilizadas principalmente para introducir un conjunto de reformas de actualización del capitalismo español.
A pesar de una realidad que refleja el paulatino empeoramiento de las condiciones de vida de la mayoría social, a la vez que aumentan los márgenes de beneficio empresariales, el relato gubernamental no es solo asumido por las principales organizaciones sindicales, sino que lo hacen propio, alineándose cada vez más con las posiciones y propuestas del Gobierno. Todo ello genera una paz social tremendamente perjudicial para los intereses de la clase obrera.
La paz social como garante de la explotación capitalista
A lo largo de la legislatura, el Gobierno de coalición ha venido cumpliendo con el papel que históricamente ha desempeñado la socialdemocracia: enmascarar la naturaleza explotadora del capitalismo, evitando que la mayoría trabajadora cuestione el sistema, mediante la puesta en marcha de reformas que solo vienen a apuntalar la continuidad del capitalismo, conciliando los intereses de los trabajadores con los de la clase dominante. Es decir, mantener una paz social que perpetúe el sistema.
La paz social imposibilita que, ante cualquier ataque contra la mayoría trabajadora, se articule una contestación obrera que, como consecuencia de su combatividad y organización, pueda transformarse en desarrollo de la conciencia de clase y permita desarrollar una alternativa revolucionaria.
La paz social reinante se ha vuelto tan evidente que incluso Pedro Sánchez sacaba pecho durante la pasada campaña electoral presumiendo de ser “el único gobierno en Europa que ha aprobado una reforma laboral y una reforma de las pensiones con paz social. Tenemos en España la mayor paz social de toda Europa.” Y para alcanzar esta paz social de la que habla el presidente son imprescindibles las direcciones de las principales organizaciones sindicales, comprometidas igualmente en la corresponsabilidad de la gestión del sistema capitalista en España.
Actualmente, se ha fetichizado tanto el diálogo y el pacto social que en el seno de las principales centrales sindicales se asume que su acción primordial debe ser la concertación social, como principal factor de estabilidad económica y política, ante la crispación generada por unas derechas envalentonadas. De este modo, se prefiere alcanzar acuerdos con el Gobierno de coalición, aun a sabiendas de que el resultado no va a ser acorde a las necesidades de la clase trabajadora, que salir a las calles utilizando la vía de la movilización, con tal de mantener una estabilidad que permita la reedición de “gobiernos progresistas” para poder continuar la senda del diálogo social.
Uno de los últimos ejemplos, en este sentido, fue el Acuerdo de pensiones, alcanzado en una primera fase en 2021 en el marco del diálogo social entre el Gobierno, los sindicatos CCOO y UGT y las organizaciones empresariales CEOE y CEPYME, y que se culminó este mismo año con un retraso efectivo de la edad de jubilación. Con este Acuerdo, son ya 25 años de una senda de concertación social en materia de pensiones, con la excepción de 2013, iniciada en 1995 con los acuerdos políticos alcanzados en la comisión parlamentaria del Pacto de Toledo y que han llevado, entre otras cosas, a aumentar la edad de jubilación, a ampliar el tiempo de cotización o a un incremento exponencial de los seguros de jubilación privados.
Otra de las situaciones donde observamos que los principales sindicatos aspiran a mantener la paz social es en su respuesta ante uno de los principales problemas que tiene la clase obrera y el pueblo hoy: la inflación. Ni siquiera ante un empobrecimiento generalizado como el que están sufriendo la clase obrera y el pueblo debido al alza de los precios (la inflación ha repuntado de nuevo en septiembre por la subida de la luz y los carburantes) se articulan mecanismos para organizar y movilizar a un activo sindical aletargado que observa en muchos casos a sus dirigentes como meros engranajes de la correa de transmisión desde el Gobierno.
El remanso social en el que vive España contrasta con lo que ocurre en otros países de nuestro entorno. Grecia vive días de convulsión social debido a la salvaje reforma laboral que permite el trabajo durante 13 horas al día, 78 horas de trabajo a la semana o la prolongación indirecta del trabajo hasta los 74 años, en combinación con los contratos de cero horas. La respuesta que se ha ofrecido desde el movimiento obrero y sindical en Grecia ha sido igual de contundente, con huelgas y manifestaciones masivas que han paralizado el país. ¿Cuál es la diferencia entonces que existe con España? Que en Grecia el movimiento sindical está hegemonizado por los comunistas.
Sin embargo, no solo en aquellos países donde el movimiento sindical está hegemonizado por los comunistas se han desarrollado huelgas generales en los últimos tiempos. En países como Francia, debido al retraso de la edad de jubilación o en Reino Unido, fruto del alza de los precios, se han producido fuertes movilizaciones sindicales en los últimos meses. Esto muestra a las claras que el movimiento sindical en España está siendo presa de su propia fetichización del diálogo social en lo que se refiere a las principales cuestiones sociales y políticas, abandonando por completa la vía de la lucha obrera y popular.
En definitiva, ensalzar el diálogo social como aspecto fundamental del movimiento sindical es una trampa que conduce a la clase obrera a pactos y acuerdos en los que sus intereses quedan relegados para contentar a los capitalistas, aunque sean posteriormente encumbrados por los dirigentes de las organizaciones sindicales y sean considerados como grandes logros sindicales. Pero si un aprendizaje nos deja la historia es que no hay victoria obrera y sindical sin la fuerza de la clase organizada, luchando en las calles y siendo capaz de ofrecer respuesta. Por el contrario, la lógica del pacto social lleva a que los sindicatos actúen como intermediarios entre los intereses de los trabajadores y los capitalistas, asumiendo una “responsabilidad de Estado” que lleva a que siempre ganen los mismos: quienes ostentan el poder, quienes tienen la sartén cogida por el mango, la clase de los capitalistas.