Másteres: habilitantes de explotación

Septiembre. Compras largas y apresuradas de material escolar y libros de texto, vueltas a la rutina, propósitos de curso nuevo, y, para muchos, expectación ante las últimas resoluciones de aceptación en los másteres. Recuerdo cómo el año pasado, a finales de octubre, seguían llegando nuevos matriculados a mi clase del máster de profesorado abrumados por todas las entregas retrasadas que ahora tendrían que asumir.

Y estos fueron los suertudos. Para todos aquellos que no consiguieron obtener una media de notable en sus años de grado, la otra opción disponible fue la de inscribirse en un máster privado con sus consiguientes tasas inasumibles para la mayoría. Los precios en el caso de la universidad pública tampoco son menos preocupantes; para un máster habilitante, la cifra se sitúa en algo más de 800 euros en Andalucía, mientras que puede ascender a más de 3000 euros en la Comunidad de Madrid, situándose la media española en unos 1800 euros. En el caso de los másteres no habilitantes los precios se pueden disparar hasta casi 4000 euros en las universidades públicas catalanas, comunidad autónoma con las titulaciones universitarias más caras del país.

Pero, ¿qué es un máster habilitante y por qué tantos estudiantes deciden cursar uno? Se trata de unos estudios de posgrado que habilitan para el ejercicio de una profesión en nuestro país: profesorado de Educación Secundaria y Bachillerato, abogacía, diferentes ingenierías, psicología general sanitaria, arquitectura… todos aquellos que deseen dedicarse a cualquiera de estas ocupaciones necesitan acreditar la obtención de dicho máster habilitante.

Por otra parte, los másteres no habilitantes son cualquier otro tipo de máster que no se requiera para el desempeño de una de esas profesiones y que sirven para profundizar en algún campo del conocimiento específico.

La actual conformación de grados, másteres y doctorados se remonta a hace poco más de diez años, cuando se implantó por completo en España el conocido como Plan Bolonia, contra el que tanta gente peleó en las calles ―entre otras muchas razones― durante las huelgas generales educativas de la década pasada. La Comunidad Educativa salió en masa a protestar contra los recortes, la LOMCE y, en general, ante el panorama de reconfiguración de la educación superior con el consiguiente sobrecoste que implicaría para la clase trabajadora.

Lo que antes se repartía a lo largo de cinco años de licenciatura, ahora se debía condensar en cuatro años de grado y dejaba parte de los contenidos a impartir dentro de los nuevos másteres. Los estudiantes de grado, gracias al sistema ECTS de medida de trabajo académico, ahora debían pasar más tiempo en las aulas y, aun así, no llegaban a recibir la misma cantidad de contenidos que un licenciado un par de cursos atrás.

Esta es la lógica y una de las razones por la cual este nuevo sistema recibió tal contestación social. Actualmente, para obtener el mismo grado de titulación y reconocimiento académico necesario para acceder al mismo puesto de trabajo, es necesario contar con un título universitario adicional, debiendo pagar una cantidad sustancialmente mayor (el precio medio por crédito ECTS de grado se sitúa en unos 18 euros, mientras que el de los másteres en unos 31). Este nuevo escalón supone otro obstáculo más para las familias trabajadoras en una carrera de fondo en la que, como siempre, gana el que sale con ventaja. De hecho, es importante subrayar que los precios por crédito antes señalados se refieren a aquellos de primera matriculación; de ser necesaria una segunda o sucesivas matriculaciones, la cifra se ve sustancialmente incrementada hasta cinco veces más. No alcanzar los estándares educativos establecidos se penaliza económicamente, estableciendo nuevas dificultades para aquellos que, objetivamente, pueden tener mayores impedimentos cumplir con lo requerido.

No obstante, la reconfiguración del sistema educativo en su conjunto, y especialmente de la educación superior, no se puede comprender sin echar un vistazo al panorama económico general en el momento de entrada en vigor del Plan Bolonia. Las consecuencias de la crisis de 2008 se encontraban en pleno apogeo: amplios recortes, cifras de desempleo astronómicas y duros años de empobrecimiento generalizado de la clase. La necesidad de volver a remontar la tasa de ganancia por parte de los capitalistas implicaba poner a punto distintos aspectos de la producción.

En España, las reformas laborales de 2010 y 2012, de parte del gobierno del PSOE y del PP, sucesivamente, supusieron dos de los mayores ataques contra el movimiento obrero y sindical de nuestro país. Insertadas en un proceso gradual de desmantelamiento de derechos laborales, económicos y sociales de la clase, fijaron el abaratamiento del despido, la ampliación de la flexibilidad en beneficio de las empresas, al mismo tiempo que se aprobaba el retraso de la edad de jubilación a los 67 años, entre otras medidas. De hecho, lejos de derogar los aspectos más lesivos de estas reformas laborales, la más reciente, la llevada a cabo por «el gobierno más progresista de la historia» en 2022, no hace más que apuntalar los mecanismos de flexibilización interna de las empresas y reforzar el papel del Estado como garante de la supervivencia de los monopolios ―como, por ejemplo, los ERTE―.

El contexto de la crisis de 2008, junto a las reformas laborales de 2010 y 2012, necesitaba ajustar la educación a las necesidades del mercado del momento ―entendiendo que dicha reconfiguración llevaba fraguándose desde principios del siglo XXI con la adhesión de España en el Espacio Europeo de Educación Superior (EEES)―. Desde ese momento, los grados se comenzaron a concebir como estudios incompletos, con posibilidad a ser complementados y mejorados con los estudios de posgrado, que son los que permiten alcanzar la suficiente “maestría” para el desempeño de una profesión, la especialización en un campo del saber concreto, o la posibilidad de acceso a un doctorado. En la misma senda, y con pretensiones a ahondar todavía más en dicha flexibilidad curricular, el ex ministro Wert pretendió establecer el conocido como “3+2” en España; tres años de grado, y dos de máster, asemejándonos a otros sistemas educativos europeos. Gracias a la amplia respuesta popular y sindical, dicha medida no vio la luz, pero nos sirve para comprender otras leyes y políticas que puedan ir encaminadas de manera similar.

De hecho, por eso situábamos sucintamente el carácter de la reforma laboral de 2022; como ya se ha analizado en otras ocasiones, la reforma integral educativa, de la mano de la LOMLOE, la Ley de FP, la LOSU y la LCU, no hace más que volver a adaptar el sistema educativo a la «modernización del mercado de trabajo» a la que tantos se refieren.

Volviendo al principio del artículo, y tomando en consideración los distintos aspectos del carácter y origen de los másteres y, especialmente, de aquellos que nos permiten acceder a un puesto de trabajo concreto, ¿qué se hace cuando el sistema público no es capaz de dar un lugar a todos aquellos que solicitan una plaza en un máster habilitante? Ahí está la empresa ―universidad― privada para satisfacer tus necesidades por un módico precio que puede hasta triplicar el ya prohibitivo coste de la pública. A nadie se le escapa la proliferación de universidades privadas en los últimos años en zonas concentradas del país, como Málaga o Madrid.

Y aquí nos debemos plantear: ¿entonces, para qué son realmente necesarios los másteres? Por un lado, para crear mano de obra hiperespecializada en tareas concretas que puedan ser útiles para los intereses productivos de cierto sector, creando a su vez una barrera de acceso a aquellos que no se lo pueden permitir. Por otro lado, en el caso de los másteres habilitantes, parece que nos aseguran un puesto de trabajo directo cuando la realidad es la alta saturación y dificultad de acceso a los mismos, así como la posterior generación de un ejército industrial de reserva del que los capitalistas pueden hacer uso a través de contratos de miseria.

La realidad es clara: con o sin másteres, habilitantes o no, el futuro laboral para la mayoría de jóvenes se muestra tan incierto como precario, al igual que diez años atrás. Y el camino a tomar también lo es: transformar la rabia en respuesta, transformar el hastío en organización por una sociedad libre de tasas universitarias, libre de incertidumbre ante un futuro de explotación.

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