«Es que los jóvenes no sabéis lo que costó poder votar», nos decían hace unos días quienes hoy nos piden encarecidamente que votemos al PSOE tras la debacle electoral de la nueva socialdemocracia el 28 de mayo. Así de fácil resuelven algunos el hecho de que, una vez más, la opción mayoritaria entre los jóvenes haya sido la abstención. Las voces que tras conocer los resultados electorales hicieron del apoliticismo y la resignación generalizada entre los jóvenes el chivo expiatorio de sus propios pecados –pecados políticos, que no generacionales, entiéndase bien–, el día 29, ante el anuncio de Pedro Sánchez, se volvieron sonrientes a quienes un solo día antes no habían «sabido votar».
La carrera electoral es lo que tiene. Pero la convicción con la que algunos durante el pasado mes de mayo se apoyaron en argumentos tales como que el día de las elecciones es el día en que los «pobres» somos iguales a los «poderosos» contrasta con la práctica, que es donde encontramos siempre la verdad de las cosas. Las elecciones son sólo una apariencia de igualdad en una realidad desigual en su raíz, y la evidencia es que el 29 de mayo nuestras vidas han seguido siendo sustancialmente las mismas. La juventud de nuestra clase algo intuía cuando no fue a votar tras una campaña electoral que no podía sentirse más que de manera artificial y absolutamente ajena. Y aunque las coordenadas discursivas de la campaña hacia las generales hayan cambiado relativamente, el voto que el miedo al señuelo de la extrema derecha consiga movilizar en julio no variará, intuyo, demasiado el diagnóstico.
Esta línea argumental –la de que la forma democrática burguesa puede cambiar de manos el poder que en realidad apuntala– conduce inevitablemente a la conclusión de que lo que hemos de hacer «los pobres» es confiar nuestra fuerza a una opción política que nos dicen que nos es propia, normalmente a la izquierda del PSOE. Es la misma lógica que la que plantea que votar a VOX o al PP es votar a tu jefe, al que te explota, pero que votar a PSOE y amigos, en sus muchas formas y colores, no: eso es votar a los tuyos. ¿Qué nuestros? ¿Los que solamente aspiran a gestionar nuestra miseria, una miseria que sabemos que seguirá estando ahí, que va a definir nuestra vida hasta la muerte porque no se cuestionan sus bases y fundamentos? ¿Esos son los nuestros? Los jóvenes trabajadores intuyen que no. Pero el gestor socialdemócrata no lo comprende.
El socialdemócrata medio no comprende que la resignación y el apoliticismo –como todas las rearticulaciones políticas e ideológicas, incluido el pragmatismo que lo caracteriza a él mismo– tienen que ver con factores históricos y políticos. La propia pauta de vida a la que el capitalismo contemporáneo somete a los jóvenes, definida por la temporalidad, la incertidumbre y la constante sensación de riesgo, dificulta de muchas maneras su organización y participación política, su voluntad transformadora. Pero el socialdemócrata medio no quiere comprenderlo porque este apoliticismo, además, nace del reconocimiento implícito de que no es posible una mejora sustancial, significativa, de las condiciones de vida a través de la política burguesa. El socialdemócrata medio, resultado histórico y presa de la inmediatez capitalista, no puede comprender que este apoliticismo sea en cierta medida una reacción embrionaria de conciencia entre la clase obrera juvenil, que se expresa de esta forma porque el momento histórico así lo favorece, pues las estructuras y lugares de combate clasista, de participación política de masas, no son ya tan fácilmente accesibles, por haberse debilitado, como sí lo fueran en otros momentos históricos.
Pero el socialdemócrata medio aspira a gestionar, y si su propuesta de gestión se ha demostrado no sólo históricamente limitada, sino también cada vez menos rentable en términos electorales, entonces nos dirá: «frente a la barbarie y la hecatombe del programa de máximos de la burguesía [que él llamará fascismo], vota mi programa de contención». Y los representantes del programa de máximos de la burguesía lo llamarán comunista. Eso es lo que vamos a oír estas semanas.
La resignación, no obstante, no se explica sólo por todo lo anterior. También tiene mucho que ver con cómo piensa y actúa la juventud el hecho de que no hay todavía alternativa lo suficientemente grande, lo suficientemente influyente, lo suficientemente visible en los lugares de vida y trabajo como para articular en clave clasista y revolucionaria la acción política de sectores crecientes de esta. Pero a los comunistas nos diferencia de los gestores burgueses que, aunque comprendemos que la inmediatez es la forma en que se manifiesta la vida en el capitalismo, la rechazamos como «foro supremo». Esto es, aspiramos a hacer saltar por los aires los fundamentos de esa inmediatez que nadie más se cuestiona: la explotación capitalista. Por eso, de cara al 23 de julio planteamos, decimos y hacemos exactamente lo mismo que el pasado mes de mayo: que la única opción que tiene la clase obrera es transitar un camino militante, que pase por transformar la resignación y el apoliticismo, pero también el pragmatismo y todas sus expresiones, en acción revolucionaria; por recomponer las estructuras para el combate clasista y que estas se sientan propias, por que de verdad lo sean, por la clase obrera en general y su juventud en particular. Proponemos a los trabajadores y trabajadoras hacer ellos mismos, hombro con hombro con sus compañeros y compañeras, su propia política: volver a tomar en sus manos sus herramientas de lucha y, de entre todas ellas, el Partido Comunista.