El próximo día 28 comienza un largo ciclo electoral que nos llevará hasta la primavera de 2024 y que está monopolizando el debate político, las propuestas y hasta las actitudes de las fuerzas parlamentarias. Se juegan mucho y lo saben, porque los partidos que existen para gestionar el capitalismo llevan muy mal estar fuera de los gobiernos.
Con cada convocatoria electoral vemos cómo vuelve la agresividad verbal, el ánimo de diferenciación y la larga enumeración de promesas que, a modo de lista de propósitos de año nuevo, realizan los partidos que defienden el orden capitalista. Así, consiguen que se hable de muchas cosas menos de lo más importante, que es precisamente ese consenso del que forman parte y que se basa en considerar que no hay alternativa posible al capitalismo y que la única forma de entender la política es como gestión de los estrechos márgenes de actuación que resultan de no poner en duda determinados aspectos básicos de la economía.
Decía hace unos días Pedro Sánchez, en un mitin en Toledo, que “se está rompiendo un tabú, que la izquierda, cuando gobierna, gestionamos mucho mejor la economía que la derecha”. Con estas pocas palabras, Sánchez logró condensar los términos del debate político entre fuerzas capitalistas: la economía está dada, lo que nos disputamos es cómo gestionarla.
Hay que preguntarse si eso es cierto. Y hay que responder que no lo es. El hecho de que las fuerzas que copan los medios de comunicación y las tertulias, los titulares y los minutos en las tribunas parlamentarias lo den por cierto no lo convierte en realidad. Que ellos lo tengan asumido no quiere decir que nosotros tengamos que creerlo. Pero como es una idea consensuada entre las fuerzas políticas mayoritarias, a los que decimos otra cosa se nos ignora o se nos acusa de vivir fuera de la realidad.
Esa concepción de que las alternativas sólo existen en el terreno de la gestión de una economía cuyas características principales no se ponen en duda es la condena de estas fuerzas políticas, aunque ahora no lo perciban. Lo es porque la realidad se empeña en demostrar que, bajo unas u otras formas de gestión capitalista, las condiciones en que vive y trabaja la mayoría de la población son cada vez peores y más inestables, y siempre acaba por llegar el momento en que el choque entre realidad social y ficción institucional estalla – y no siempre en términos favorables para los trabajadores y trabajadoras, tengámoslo en cuenta.
En la práctica, la diferencia entre los partidos que gestionan el capitalismo español radica en cuál es su propuesta para garantizar que el capitalismo sobreviva a sus propias contradicciones. O, más bien, cómo alargar la agonía de un capitalismo cuyo máximo éxito es haber convencido a la mayoría de la población de que tener una vida digna depende de lo que puedas pagar.
Un ejemplo muy ilustrativo es lo que ha pasado con las grandes empresas de la energía. Tienen beneficios históricos mientras hay millones de familias que han sufrido lo indecible para poder poner la calefacción en estos últimos dos inviernos. Las medidas estatales para paliar esta situación han sido básicamente utilizar dinero público para compensar las facturas de los hogares, pero no han tocado ni un céntimo de los beneficios de las empresas. De estar en el gobierno otros, habrían hecho parecido, porque era lo que recomendaba el Fondo Monetario Internacional. El invierno que viene los problemas serán parecidos, pero la situación de las familias dependerá absolutamente de que haya dinero público que gastar o no, de que el Estado
se comprometa a garantizar los beneficios de empresas como Iberdrola, Total o Gas Natural. Esos son los estrechos márgenes en que se mueven los gestores capitalistas y no otros.
En estos años hemos visto, además, cómo han ido evolucionando las propuestas políticas que decían venir a impugnar el sistema: asumiendo espacios de gestión y entrando en el juego de ver quién “lo hace mejor”. Y de paso acuchillándose entre ellos para sobrevivir y asumiendo lo peor de la política burguesa que concibe los partidos como herramientas electorales, únicamente diseñados y organizados para concurrir a procesos electorales, para sobrevivir en los despachos, para pisar moqueta. ¿Qué otra cosa es SUMAR, si no?
Por eso hay que plantearse retomar nuestras herramientas, las herramientas que históricamente ha tenido la clase obrera para alcanzar sus victorias y para hacer frente a una patronal que quiere imponer sus intereses tanto en las empresas como desde los gobiernos. Esas herramientas son la organización y la movilización para colocar en el centro del debate político los intereses de la mayoría trabajadora, que son radicalmente distintos a los de los capitalistas y sus gestores.
Con esas herramientas bien engrasadas será posible plantear que el problema de la vivienda no se resuelve entregando más parcelas a los fondos de inversión que especulan con los alquileres, sino eliminando de la ecuación la concepción de la vivienda como un negocio. También será posible situar que los especuladores e inversores que parasitan el dinero público en sectores como la sanidad o la educación deben ser expropiados sin indemnización. O que los salarios jamás pueden estar por debajo del IPC.
De ahí que digamos que hay que pensar en qué va a pasar el día después de cada proceso electoral, porque todos los problemas que tenemos encima van a seguir presentes esté quien esté en las instituciones. Nosotros plateamos un programa general, no electoral ni coyuntural que parte de que, si la riqueza social está en manos de quien la genera, de los trabajadores y trabajadoras, los problemas económicos y sociales podrán resolverse definitivamente. Para eso el primer paso es librarse de los que nos explotan y de quienes consienten con esa explotación. Esa pelea no se resuelve en las urnas, sino cada día en las empresas y en los barrios, pero con un PCTE más fuerte en todos los terrenos será más fácil conseguirlo.